ESTA MAÑANA
EL HOTEL ESQUIRE
Victor se deleitó con el agua muy caliente de la ducha del hotel mientras se
enjuagaba los últimos restos de tierra de la tumba. Barry Lynch se había
mostrado sorprendentemente receptivo aquella mañana, cuando él había vuelto a
visitar el cementerio. Victor había regresado justo antes del amanecer, retirado la
capa de tierra con la que había cubierto el ataúd para que la tumba pareciera
vacía por si llegaba a pasar alguien, y al abrir la tapa había encontrado los ojos
aterrados de Barry clavados en él. El dolor y el miedo son inseparables —algo
que Victor había aprendido en sus estudios en Lockland—, pero el dolor tiene
múltiples formas. Quizá Victor no podía hacerle daño físicamente a Barry
Lynch, pero eso no significaba que no pudiera hacerlo sufrir. Barry, por su parte,
pareció entender el mensaje. Victor había sonreído, había ayudado al exmuerto a
salir del ataúd —aunque odió sentir la piel extrañamente floja del hombre contra
la suya—, y al entregarle la nota y enviarlo adonde debía ir, confió en que Lynch
cumpliría su misión. Pero, solo para cerciorarse, le había dicho una última cosa.
Había retrocedido varios pasos, se había vuelto hacia Barry y le había dicho,
como si acabara de pensarlo:
«Sydney, la chica que te resucitó, puede cambiar de idea en cualquier
momento. Puede chasquear los dedos, y caerías como una piedra. O, mejor
dicho, como un cadáver. ¿Quieres comprobarlo?», le había preguntado, al tiempo que tomaba el teléfono móvil del bolsillo y empezaba a marcar un
número. «Es un truco muy bueno».
Barry había palidecido y meneado la cabeza, y Victor lo había dejado ir.
—¡Oye, Vale! —Le llegó la voz de Mitch a través de la puerta del baño—.
Ven aquí.
Victor cerró la ducha.
—¡Victor!
Mitch seguía llamándolo a gritos cuando, un minuto más tarde, Victor salió del
baño, secándose el pelo con una toalla. El sol entraba en abundancia por los
ventanales, y Victor hizo una mueca por tanta luz. Era más de media mañana,
por lo menos. Su mensaje debía estar llegando al destino.
—¿Qué pasa? —preguntó, preocupado al principio, pero luego vio el rostro de
Mitch, la sonrisa amplia. Era evidente que estaba orgulloso de lo que fuera que
había hecho. Apareció Sydney, seguida de cerca por Dol, que movía la cola con
pereza.
—Ven a ver esto.
Mitch señaló los perfiles que estaban extendidos sobre la encimera. Victor
suspiró. Ya había más de una docena, y estaba seguro de que en su mayoría no
llevarían a nada. Aparentemente, no lograban darle más exactitud a la matriz de
búsqueda. Había pasado la mayor parte de la noche examinando las páginas,
preguntándose cuál era el método de Eli, si seguía todas las pistas o si sabía algo
que Victor ignoraba, si veía algo que Victor no veía. Ahora, ante sus ojos, Mitch
empezó a dar vuelta las hojas y a colocarlas boca abajo, eliminando perfil tras
perfil hasta que solo quedaron tres. Uno era la chica de cabello azul; el segundo,
un hombre mayor al que había examinado la noche anterior, pero el tercero era
nuevo y seguramente acababa de salir de la impresora.
—Esta —anunció Mitch— es la lista actual de objetivos de Eli.
Los ojos serenos de Victor lo miraron. Empezó a trasladar su peso de un pie al
otro. Sus dedos tamborilearon.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Es una historia genial. No te muevas y te la contaré.
Victor se obligó a quedarse quieto.
—Adelante —dijo, examinando los rostros y los nombres.
—Verás, estoy viendo un patrón —comenzó Mitch—. Siempre termino en los
archivos policiales. Los archivos de la policía de Merit. Entonces pensé: ¿y si la
policía ya está trabajando en su propia base de datos? ¿Entiendes? Tal vez
podríamos compararla con la nuestra. Tú mencionaste, hace tiempo, que había
un policía que conocía la existencia de los EO. O alguien que trabajaba con la
policía. Entonces pensé: oye, tal vez pueda tomar prestados los datos de ellos en
lugar de tener que revisar absolutamente todos —o sea, no es nada que yo no
pueda hacer, pero lleva tiempo—, pero ¿y si me ahorran parte del trabajo porque
ya lo han hecho? Entonces busqué en la base de datos de «Personas de interés»
de la policía de Merit. Y algo me llamó la atención. Cuando era niño, me
encantaban esos acertijos en los que hay que descubrir las diferencias. Siempre
las descubría. El caso es que…
—Están marcados —observó Victor, examinando los perfiles.
La postura de Mitch decayó.
—Caray, siempre me arruinas el final de los chistes. Pero sí, así es… y te lo he
hecho más fácil para que lo veas —dijo, haciendo pucheros—. He puesto las
páginas boca abajo. Es fácil detectar un patrón cuando es lo único que tienes
delante.
—¿Cómo que están marcados? —preguntó Sydney, mientras se ponía de
puntillas para ver las páginas.
—Mira —dijo Victor, señalando los perfiles—. ¿Qué tienen en común todas
estas personas?
Syd entornó los ojos para ver, pero meneó la cabeza.
—Sus segundos nombres —explicó Victor.
Sydney los leyó en voz alta.
—Elise, Elington, Elissa… Todos empiezan con «Eli».
—Exacto —dijo Mitch—. Están marcados. Específicamente para nuestro
amigo, Eli. Lo cual significa…
—Que está trabajando con la policía —concluyó Victor—. Aquí, en Merit.
Sydney se quedó observando la fotografía de la chica de cabello azul.
—¿Cómo podéis estar seguros? —preguntó—. ¿Y si es casualidad?
Mitch la miró, orgulloso de sí mismo.
—Porque hice los deberes. Para comprobar la teoría, abrí algunos de sus
perfiles viejos, «Personas de interés» ya fallecidas, todos las cuales habían ido a
parar, convenientemente, a la papelera digital. Lo cual, a propósito, no deja de
ser una marca. Pero encontré coincidencias con los asesinatos de Eli de los
últimos cuatro meses. —Puso sobre la mesa la carpeta con los EO fallecidos—.
Incluso tu amigo Barry Lynch. El que acabas de pasar la noche desenterrando.
Victor había empezado a caminar de aquí para allá.
—Pero esto se pone mejor —prosiguió Mitch—. Los perfiles marcados fueron
creados por uno de dos policías. —Dio un golpecito en el margen superior
derecho de una página—. El agente Frederick Dane. O el detective Mark Stell.
A Victor se le oprimió el pecho. Stell. ¿Quién lo hubiera dicho? El hombre que
había hecho arrestar a Victor diez años atrás, el que había estado de guardia por
los EO en la comisaría de policía de Lockland y el que, tras recuperarse Victor
de las múltiples heridas de bala, lo había escoltado personalmente hasta el sector
de aislamiento de la Cárcel de Wrighton. La participación de Stell, además del
testimonio de Eli, habían sido la causa de que Victor hubiera pasado cinco años
en aislamiento (no lo habían declarado EO de forma oficial, claro está, sino solo
que era un peligro extremo para sí mismo y para los demás, y había necesitado
media década sin hacer daño deliberadamente a nadie, al menos no de modo
consciente o apreciable, para que lo dejaran integrarse con el resto).
—¿Estás escuchándome? —preguntó Mitch.
Victor asintió, distraído.
—Los hombres que marcan los perfiles están, o han estado, en contacto directo
con Eli.
—Exacto.
Victor brindó al aire con su agua; sus pensamientos estaban muy lejos de allí.
—Bravo, Mitch. —Se volvió hacia Sydney—. ¿Tienes hambre?
Pero Sydney no parecía estar escuchando. Había tomado la carpeta con los EO
fallecidos y estaba hojeándola, casi distraída, cuando se detuvo. Victor espió por
encima del hombro de ella y vio lo que estaba mirando. Pelo rubio corto y unos
ojos celestes que miraban a la cámara junto a un nombre impreso con claridad:
Sydney Elinor Clarke.
—Mi segundo nombre es Marion —comentó, en voz baja—. Y él piensa que
estoy muerta.
Victor se inclinó y tomó la página. La plegó y la guardó en el bolsillo de su
camisa al tiempo que guiñaba el ojo.
—No por mucho tiempo —dijo, con unos golpecitos en su reloj—. No por
mucho tiempo.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...