CAP XXV

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HACE DIEZ AÑOS
UNIVERSIDAD LOCKLAND


Victor no revivió a Angie. No lo intentó. Sabía que hubiera debido hacerlo, o
querer hacerlo, pero lo último que necesitaba era más pruebas de su presencia en
la escena del crimen. Tragó en seco, impresionado tanto por su capacidad para
actuar en forma tan racional en un momento como ese, como por las palabras.
Escena. Del. Crimen. Además, podía sentir que ella estaba muerta. No había
carga. No había energía.
Entonces, hizo lo único que se le ocurrió hacer. Llamó a Eli.
—¿Dónde mierda estás, Vale? —En el fondo oyó que se cerraba la puerta de
un coche—. Si esto te parece gracioso…
—Angie está muerta.
Victor no había sabido con certeza si diría eso o no, pero las palabras se habían
formado y salido antes de que pudiera detenerlas. Había pensado que le
lastimarían la garganta, que se le alojarían en el pecho, pero salieron sin
impedimento. Sabía que debía entrar en pánico, pero se sentía aturdido, y eso le
otorgaba aquella calma. ¿Sería la conmoción, se preguntó, aquella estabilidad
que experimentaba ahora, que había sido tan fácil de lograr mientras Angie
moría a sus pies? ¿O era otra cosa? Escuchó el silencio en la línea hasta que Eli
habló.
—¿Cómo ha sido? —gruñó.
—Fue un accidente —respondió Victor, maniobrando con su teléfono para
poder volver a ponerse la camisa. Para alcanzarla, había tenido que rodear el
cadáver de Angie. No lo miró.
—¿Qué has hecho?
—Ella estaba ayudándome con una prueba. Tuve una idea, y dio resultado y…
—¿Cómo que dio resultado?
La voz de Eli se volvió fría.
—Quiero decir… quiero decir que esta vez funcionó.
Dejó que Eli lo asimilara. Era obvio que lo había entendido, pues se quedó en
silencio. Estaba escuchando. Victor había captado su atención, y eso le gustaba.
Pero le sorprendió que Eli pareciera más interesado en el experimento que en
Angie. Angie, que siempre lo había ayudado a mantener sus monstruos a raya.
Angie, que siempre estaba en el medio. No, había sido más que una distracción
para los dos, ¿verdad? Victor bajó la mirada hacia el cadáver, esperando sentir
algún eco de la culpa que lo había invadido antes al mentirle, pero no sintió
nada. Se preguntó si Eli también había experimentado ese extraño desapego, al
despertar en el suelo del baño. Como que todo era real, pero nada tenía
importancia.
—Dime qué ha sucedido —insistió Eli; empezaba a perder la paciencia.
Victor miró alrededor, la mesa, las correas, los aparatos que antes zumbaban
pero que ahora parecían agotados, quemados. Toda la sala estaba a oscuras.
—¿Dónde estás? —preguntó, irritado, al ver que Victor no le respondía.
—En los laboratorios —dijo—. Estábamos…
El dolor apareció de la nada. Se le aceleró el pulso, el aire empezó a vibrar, y
un segundo después Victor se dobló en dos. Crepitaba por encima de él, a través
de él, le encendía la piel, los huesos y hasta el último centímetro de músculo.
—¿Estábais haciendo qué? —preguntó Eli, en tono imperioso.
Victor se aferró a la mesa y apretó los dientes para no gritar. El dolor era
horrendo, como si todos los músculos de su cuerpo se hubieran acalambrado.
Como si estuviera electrocutándose otra vez. Basta, pensó. Basta, rogó. Y luego,
por fin, imaginó el dolor como un interruptor, y lo apagó, y desapareció.
Se le normalizó el pulso, el aire se despejó, y Victor no sentía nada. Quedó
jadeando, aturdido. Había dejado caer el teléfono sobre el linóleo. Extendió una
mano temblorosa, lo recogió y se lo acercó nuevamente al oído.
Eli prácticamente estaba gritando.
—Mira —decía—, quédate allí. No sé lo que has hecho, pero quédate allí. ¿Me
escuchas? No te muevas.
Y Victor quizás se habría quedado allí, de no haber oído el doble clic.
La línea telefónica fija que tenían en el apartamento era de la universidad.
Cuando se descolgaba el auricular de su sitio en la pared, producía un doble clic
muy leve. Ahora, mientras Eli hablaba con él por su teléfono móvil y le decía
que no se moviera de allí, y mientras Victor intentaba ponerse la chaqueta,
alcanzó a oír en el fondo aquel doble clic. Frunció el ceño. Un doble clic,
seguido por tres tonos de llamada: 9-1-1.
—No te muevas —repitió Eli—. Llegaré enseguida.
Victor asintió con cuidado; se le olvidaba lo fácil que era mentir cuando no
tenía que mirar a Eli a los ojos.
—De acuerdo —respondió—, aquí estaré.
Y cortó.
Victor terminó de ponerse la chaqueta y echó un último vistazo al lugar. Era
un desastre. Salvo por el cadáver, no había nada allí que sugiriera un homicidio,
pero la posición contorsionada del cuerpo de Angie demostraba que tampoco
había sido natural. Tomó un paño desinfectante de una caja que había en el
rincón y limpió las barras de la mesa, y resistió el impulso de limpiar todos los
objetos que allí había. Si lo hubiera hecho, sí hubiera parecido un crimen. Sabía
que sus huellas estaban en ese laboratorio, en alguna parte, a pesar de que había
sido cuidadoso. Sabía también que probablemente había quedado grabado por la cámara de seguridad. Pero ya no tenía tiempo. Victor Vale salió del laboratorio y echó a correr.
Mientras se dirigía al apartamento —necesitaba hablar con Eli en persona,
hacerlo entender—, se maravilló por lo bien que se sentía físicamente.
Enardecido por el intento, y por el éxito, pero sin dolor. Luego, al acercarse a
una farola, bajó la vista y vio que le sangraba la mano. Seguramente se le había
enganchado con algo. Pero no sentía la herida. Y no solo por aquello de que la
adrenalina hace que no se perciban las lesiones menores. No la sentía en
absoluto. Intentó evocar aquella extraña vibración del aire, reducir un poco su
umbral de dolor, tan solo para ver cómo estaba realmente, y acabó doblado en
dos, sosteniéndose de un poste de luz.
No tan bien, entonces.
Decididamente, se sentía como si hubiera muerto. Otra vez. Le dolían las
manos por aferrarse a las barras de la mesa, y se preguntó si tendría algún hueso
roto. Tenía todos los músculos doloridos, y la cabeza le dolía tanto que pensó
que iba a vomitar. Cuando la acera empezó a inclinarse, volvió a accionar el
interruptor. El dolor desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Se dio un momento
para respirar, recomponerse, y se enderezó bajo la farola. No sentía nada. Y de
momento, nada lo asombraba. Nada le parecía encantador. Echó la cabeza hacia
atrás y rio. No fue una de esas carcajadas de maníaco. Ni siquiera fue una
carcajada.
Una mezcla de tos y risa, como una exhalación de incredulidad.
Pero, aunque hubiera sido más intensa, nadie la habría oído por encima de las
sirenas.
Los dos coches de policía se detuvieron con un chirrido delante de él, y Victor
casi no tuvo tiempo para procesar su llegada, pues de inmediato lo arrojaron al
suelo, lo esposaron y le colocaron una capucha negra en la cabeza. Sintió que lo
empujaban al asiento trasero del coche policial. La capucha fue un toque interesante, pero a Victor le desagradaba
sobremanera la sensación de no poder ver. El coche giraba en las esquinas y él se
ladeaba, y sin ninguna referencia visual ni incomodidad física para orientarse, le
costaba mantenerse erguido. Era como si estuvieran girando a gran velocidad a
propósito.
Victor cayó en la cuenta de que podía reaccionar. Resistirse sin tener que
tocarlos. Sin siquiera tener que verlos. Pero se contuvo.
Le pareció un riesgo innecesario hacer daño a los policías con el coche en
marcha. El hecho de que él pudiera apagar su propio dolor a voluntad no
significaba que no pudiera morir si el vehículo se estrellaba, así que se concentró
en mantener la calma. Lo cual, una vez más, fue demasiado fácil, considerando
todo lo ocurrido. La calma lo perturbaba; el hecho de que la ausencia física de
dolor pudiera generar semejante ausencia mental de pánico le resultaba
inquietante y fascinante a la vez. De no haberse encontrado en el asiento trasero
de un coche policial, a Vic le habría gustado tomar nota para su tesis.
El automóvil giró bruscamente y su cuerpo dio de lleno contra la puerta;
Victor masculló una palabrota, no tanto por dolor como por costumbre. Las
esposas se le clavaban en las muñecas, y cuando sintió que algo tibio y mojado
descendía por sus dedos, decidió bajar un poco su umbral. Si no sentía nada,
podía salir lastimado, y él no era Eli. No podía curarse. Intentó sentir, tan solo un
poco, y…
Victor ahogó una exclamación y ladeó la cabeza contra el asiento. Un dolor
caliente le quemó las muñecas donde se le clavaba el metal, magnificado, a
medida que su umbral de dolor caía a pique. Apretó los dientes e intentó hallar el
equilibrio. Intentó encontrar la normalidad. Las sensaciones tenían matices. No
eran algo que estaba encendido o apagado y ya, sino que abarcaban todo un
espectro, un selector rotativo con cientos de posiciones, no una simple llave.
Cerró los ojos a pesar de la oscuridad de la capucha, y encontró un punto entre la
insensibilidad y la normalidad. Sentía una molestia difusa en las muñecas, algo más cercano a la rigidez que al dolor agudo.
Iba a llevarle un tiempo habituarse.
Por fin el automóvil se detuvo, la puerta se abrió y un par de manos lo
ayudaron a bajar.
—¿Pueden quitarme la capucha? —preguntó a la oscuridad—. ¿Acaso no
tienen que leerme mis derechos? ¿O me he perdido esa parte?
La persona que lo escoltaba lo empujó hacia la derecha y su hombro dio contra
una pared. ¿La policía del campus, tal vez? Oyó que se abría una puerta y
percibió un leve cambio en los sonidos del espacio. Aquella nueva habitación
casi no tenía muebles y las paredes eran lisas; se dio cuenta por el eco. Una silla
se corrió con un chirrido; alguien lo empujó para que se sentara en ella, le soltó
una de las manos y volvió a sujetarle ambas a un punto en una mesa metálica.
Luego, unos pasos se alejaron hasta desaparecer.
Se cerró una puerta.
La habitación quedó en silencio.
Se abrió una puerta. Pasos que se acercaban. Y entonces, por fin, le quitaron la
capucha. En la sala había mucha, pero mucha claridad, y frente a él se sentó un
hombre: hombros anchos, cabello negro, cara de pocos amigos. Victor miró
alrededor. La sala de interrogatorios era más pequeña de lo que había imaginado,
y estaba un poco más deslustrada. Además, estaba cerrada del lado exterior.
Sería inútil intentar algo allí.
—Señor Vale, soy el detective Stell.
—Yo creía que esas capuchas solo se usaban para los espías y los terroristas, y
en las películas malas de acción —comentó Victor, sobre la tela negra que ahora
estaba entre los dos—. ¿Es legal?
—Nuestros oficiales están entrenados para usar su propio criterio con el fin de
protegerse —explicó el detective Stell.
—¿Mi vista es una amenaza?
Stell suspiró.
—¿Sabe lo que es un EO, señor Vale?
Victor sintió que el pulso se le aceleraba un poco al oír la palabra, y hubo en el
aire un ligero zumbido, pero tragó en seco y se ordenó encontrar la calma.
Asintió levemente.
—He oído hablar de ellos.
—¿Y sabe qué pasa cuando alguien grita EO?
Victor meneó la cabeza.
—Cada vez que alguien llama al 911 y usa esa palabra, tengo que levantarme
de la cama y venir hasta la comisaría de policía para ver qué ha ocurrido. No
importa si la llamada es una broma de unos chicos, o los desvaríos de un hombre
que vive en la calle. Tengo que tomarla en serio.
Victor frunció el ceño.
—Lamento que le hayan hecho perder el tiempo, señor.
Stell se frotó los ojos.
—¿Fue así, señor Vale?
Victor lanzó una risita tensa.
—No puede estar hablando en serio. ¿Alguien le ha dicho que yo soy un EO
—sabía muy bien quién, por supuesto— y usted le ha creído? ¿Y qué clase de
ExtraOrdinario se supone que soy?
Victor se puso de pie, pero las esposas estaban firmemente sujetas a la mesa.
—Siéntese, señor Vale. —Stell simuló examinar sus papeles—. El estudiante
que hizo la denuncia, un tal señor Cardale, dijo además que usted había
confesado el asesinato de la estudiante Angela Knight. —Alzó la mirada—.
Ahora bien, aunque quiera pasar por alto eso del EO, y no estoy diciendo que
vaya a hacerlo, sí tomo muy en serio un cadáver. Y es eso lo que tenemos entre
manos en la Facultad de Ingeniería de Lockland. Entonces, ¿hay algo de verdad
en esto?
Victor se sentó y respiró larga y profundamente. Luego meneó la cabeza.
—Eli ha estado bebiendo.
—¿Ah, sí?
Stell no parecía convencido.
Victor vio caer una gota de sangre desde las esposas a la mesa. Mientras
hablaba, mantuvo la mirada en la gota, y en la segunda y la tercera.
—Yo estaba en el laboratorio cuando Angie murió. —Sabía que eso lo
averiguarían por las cámaras de seguridad—. Necesitaba salir de una fiesta, y
ella vino a recogerme. No quería ir a casa, y ella dijo que tenía cosas que
hacer… todos estamos trabajando en las tesis… así que fui con ella a la facultad
de ingeniería. Salí de la sala un par de minutos para buscar algo para beber, y
cuando regresé… la vi en el suelo y llamé a Eli…
—No llamó al 911.
—Estaba alterado. Angustiado.
—No me parece angustiado.
—No, ahora estoy enojado. Y conmocionado. Y esposado a una mesa. —
Victor levantó la voz, porque el momento le pareció apropiado para hacerlo—.
Mire, Eli estaba borracho. Puede que aún lo esté. Me echó la culpa. Yo intentaba
explicarle que había sido un infarto, o un fallo en los equipos (Angie siempre
estaba metiéndose con el voltaje) pero no quiso escucharme. Dijo que llamaría a
la policía. Por eso me fui. Quería ir a casa para hablar con él. Y hacia allá iba
cuando apareció la policía. —Miró al detective y señaló con un gesto toda la
situación—. En cuanto a eso de los EO, estoy tan confundido como usted. Eli
lleva trabajando demasiado. Su tesis es sobre los EO, ¿les ha dicho eso? Está
obsesionado con ellos. Paranoico. No duerme, no come, no hace otra cosa más
que trabajar en sus teorías.
—No —respondió Stell, mientras tomaba apuntes—. Al señor Cardale se le
olvidó mencionar eso.
Terminó de escribir y dejó el bolígrafo a un lado.
—Esto es una locura —dijo Victor—. No soy un asesino, ni tampoco un EO.
Soy alumno del curso de pregrado de medicina.
Al menos, una de las tres cosas era verdad.
Stell miró su reloj.
—Pasará la noche aquí —le informó—. Mientras tanto, enviaré a alguien a ver
al señor Cardale, hacerle una prueba de alcoholemia y tomar su declaración. Si
por la mañana la evidencia indica que el testimonio del señor Cardale no es
válido, y no encontramos nada que lo ligue a usted a la muerte de Angela
Knight, lo dejaremos ir. Pero seguirá bajo sospecha, ¿entiende? No puedo hacer
más por ahora. ¿Le parece bien?
No. No le parecía nada bien, pero Victor lo aceptaría. Sin volver a ponerle la
capucha, un oficial lo llevó a una celda, y por el camino Victor puso mucha
atención en la cantidad de policías y de puertas que había, y en el tiempo que se
tardaba en llegar al sector de las celdas. Victor siempre había sido hábil para
resolver problemas. No cabía duda de que sus problemas se habían agravado,
pero, aun así, las reglas valían. Los pasos para resolver un problema, desde uno
básico de matemáticas hasta cómo fugarse de la comisaría de policía, eran los
mismos. Solo era cuestión de entender el problema y seleccionar la mejor
solución. Ahora Victor estaba en una celda. Era pequeña y cuadrada, tenía
barrotes e incluía a un hombre que lo doblaba en edad y olía a orina y tabaco. Al
final de un pasillo había un guardia leyendo un periódico.
La solución más obvia era matar a su compañero de celda, llamar al guardia y
entonces matar al guardia. La alternativa era esperar hasta la mañana y rogar que
Eli no hubiera superado la prueba de alcoholemia, que solo hubiera cámaras de
seguridad en las entradas, y que no hubiera dejado en el laboratorio ninguna
evidencia material que lo ligara a la muerte.
La mejor solución, en realidad, dependía de cómo definiera uno mejor. Victor
observó al hombre recostado contra el catre y se puso manos a la obra.
Regresó a casa por el camino más largo.
Las primeras luces del alba iluminaban el cielo mientras caminaba, frotándose
las muñecas para quitarse la sangre seca. Al menos, se consoló, no había matado
a nadie. De hecho, Victor estaba orgulloso de su autocontrol. Por un momento,
pensó que su compañero de celda fumador podía estar muerto, pero aún
respiraba cuando lo dejó. Lo cierto era que no había querido acercarse
demasiado a él. Mientras caminaba hacia su apartamento, sintió que algo mojado
bajaba por su rostro, y se tocó debajo de la nariz. Su dedo salió rojo. Victor se
enjugó la cara con la manga y decidió que en adelante debía tener más cuidado.
Se había exigido mucho en una sola noche, especialmente tomando en cuenta
que antes de eso, él había muerto.
Dormir. Eso le haría bien. Pero tendría que esperar.
Porque primero tenía que ocuparse de Eli.

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