CAP Xlll

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HACE DIEZ AÑOS
CENTRO MÉDICO LOCKLAND

De la nada, llegó el dolor.
No el dolor que Víctor aprendería, más tarde, a conocer, mantener y
aprovechar, sino el dolor simple, demasiado humano, de una sobredosis mal
llevada a cabo.
Dolor y oscuridad, que se convirtieron en dolor y color, y luego dolor y luces
brillantes del hospital.
Eli estaba sentado en una silla junto a la cama de Victor, tal como había estado
en el apartamento. Solo que ahora no había frascos ni píldoras. Únicamente
aparatos que pitaban, sábanas finas y la peor jaqueca que Victor Vale hubiera
sufrido jamás, incluida la del verano en que había decidido atacar las colecciones
especiales de sus padres mientras estos estaban de paseo por Europa. Eli tenía la
cabeza gacha y los dedos suavemente unidos como cuando rezaba. Victor se
preguntó si era eso lo que estaba haciendo ahora, y deseó que no.
—No esperaste lo suficiente —murmuró cuando estuvo seguro de que Eli no
estaba ocupado con Dios.
Eli levantó la vista.
—Dejaste de respirar. Estuviste a punto de morir.
—Pero no morí.
—Lo siento —dijo Eli, frotándose los ojos—. No pude…
Victor volvió a hundirse en la cama. Supuso que hubiera debido estar
agradecido. Equivocarse por actuar demasiado temprano era mejor que
equivocarse por hacerlo demasiado tarde. Aun así… Hundió una uña bajo uno de
los sensores que tenía en el pecho. Si hubiera dado resultado, ¿se sentiría
diferente? ¿Acaso los aparatos enloquecerían? ¿Las luces fluorescentes se harían
añicos? ¿La cama se incendiaría?
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Eli.
—Como el culo, Cardale —respondió Victor, cortante, y Eli se sobresaltó, más
por el uso del apellido que por el tono. Después de tres vasos de alcohol, y en
mitad de la euforia por el descubrimiento, antes de que las píldoras hicieran
efecto, habían decidido que, cuando todo terminara, Eli pasaría a llamarse Ever
en lugar de Cardale, porque sonaba más genial, y los héroes de historieta tenían
nombres importantes, a menudo aliterativos. ¿Qué importaba si a ninguno de los
dos se le había ocurrido ningún ejemplo? En aquel momento, parecía importante.
Por una vez, Victor había tenido la ventaja natural, y aunque era algo de lo más
pequeño e insignificante, el sonido de un nombre, le gustaba tener algo que Eli
no tenía. Algo que Eli quería. Y tal vez a Eli no le importaba de verdad; tal vez
solo intentaba evitar que Victor perdiera el conocimiento, pero aun así pareció
dolido cuando Victor lo llamó Cardale, y de momento eso bastaba.
—He estado pensando —dijo Eli, inclinándose hacia adelante. Había en sus
extremidades una energía apenas contenida. Retorcía las manos. Sus piernas
rebotaban un poco en la silla. Victor intentó concentrarse en lo que Eli estaba
diciendo con la boca, y no con el cuerpo—. La próxima vez, creo que…
Se interrumpió cuando una mujer apareció en la puerta y carraspeó. No era
médica —no llevaba bata—, pero tenía sobre el corazón una pequeña placa que
la identificaba como algo peor.
—¿Victor? Me llamo Melanie Pierce. Soy la psicóloga residente del hospital.
Eli estaba de espaldas a ella, y le dirigió a Victor una mirada de advertencia.
Este respondió con un ademán que le indicaba que saliera y, a la vez, le confirmaba que no diría nada. Habían llegado hasta allí. Eli se puso de pie y
masculló algo sobre ir a llamar a Angie. Salió y cerró la puerta.
—Victor. —La señora Pierce pronunció su nombre de modo lento y dulce, al
tiempo que se pasaba una mano por el cabello castaño arratonado. Tenía un
peinado voluminoso, al estilo de las sureñas de mediana edad. Su acento no era
reconocible, pero hablaba con un tono claramente condescendiente—. Me han
dicho aquí que no han podido localizar a tus contactos de emergencia.
Lo que Victor pensó fue: Gracias a Dios. Lo que dijo fue:
—Mis padres, ¿verdad? Están de viaje.
—Bueno, dadas las circunstancias, es importante que sepas que…
—No intenté suicidarme.
Mentira a medias.
Los labios de ella se crisparon con indulgencia.
—Solo me excedí un poco en la diversión.
Mentira total.
Ella ladeó la cabeza. Su pelo no se movió.
—Lockland tiene un alto nivel de exigencia. Necesitaba un descanso.
Verdad.
La señora Pierce suspiró.
—Te creo —dijo. Mentira—. Pero cuando te demos de alta…
—¿Cuándo será eso?
La mujer frunció los labios.
—Estamos obligados a tenerte aquí setenta y dos horas.
—Tengo clases.
—Necesitas tiempo.
—Necesito ir a clases.
—Esto no se debate.
—No estaba tratando de matarme.
La voz de la psicóloga se había vuelto más tensa, menos amigable, más franca, impaciente, normal.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas qué era lo que sí estabas haciendo?
—Cometiendo un error —admitió Victor.
—Todos los cometemos —respondió ella, y Victor se sintió mal. No sabía si
era un efecto tardío de la sobredosis, o solo la terapia envasada de la psicóloga.
Volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, pero ella siguió
hablando—. Cuando te demos de alta, voy a recomendar que te vea el orientador
de Lockland.
Victor rezongó. El orientador Peter Mark. Un hombre que tenía dos nombres
de pila, ningún sentido del humor, y problemas con sus glándulas sudoríparas.
—No es necesario —masculló. Con sus padres, había tenido tanta terapia
involuntaria que hubiera para varias vidas.
La señora Pierce volvió a mirarlo con condescendencia.
—A mí me parece que sí.
—Si accedo a verlo, ¿me dará el alta ahora?
—Si no accedes a verlo, Lockland no te volverá a aceptar. Pasarás aquí setenta
y dos horas, y durante ese tiempo vas a reunirte conmigo.
Victor pasó las siguientes horas planeando cómo matar a alguien —
específicamente, a la señora Pierce— en lugar de a sí mismo. Tal vez, si se lo
contaba, ella lo vería como un adelanto, pero Victor lo dudaba.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora