CAP XXXIV

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DIEZ MINUTOS ANTES DE LA
MEDIANOCHE
EL EDIFICIO EN CONSTRUCCIÓN
FALCON PRICE


A Mitch le pareció oír algo que provenía del edificio, detrás de él, pero cuando
aguzó el oído, los sonidos que llegaban al patio eran tan irregulares y leves que
bien podría haber sido el viento entre las cortinas de plástico, o una tubería
suelta. Habría ido a ver qué era, pero las órdenes de Victor habían sido
explícitas, y aunque hubiera tenido ganas de desafiarlo, en ese mismo instante
volvió a chirriar la puerta delantera al abrirse, y una chica entró al patio.
Se parecía a Sydney, pensó Mitch. Si Sydney hubiera crecido treinta
centímetros y tuviera varios años más. El mismo pelo rubio que caía sobre unos
ojos brillantes y azules, aun en la oscuridad. Tenía que ser Serena.
Cuando vio a Mitch esperando, se cruzó de brazos.
—Señor Turner —dijo, adelantándose; sus botas negras esquivaban sin
dificultad los objetos desperdigados por el patio—. Tiene una resiliencia
impresionante a la muerte. ¿Es obra de Sydney?
—Piense que soy un gato —respondió Mitch, al tiempo que se ponía de pie—.
Todavía me quedan varias vidas. Y para que lo sepa —añadió, alzando la pistola
—, me gusta pensar que hay un lugar especial en el Infierno para las chicas que
entregan a sus hermanas pequeñas a los lobos.
Serena se puso seria.
—Debería tener cuidado, con las armas no se juega —dijo—. Tarde o
temprano, va a recibir un balazo.
Mitch amartilló el arma.
—Eso dejó de ser una novedad cuando su novio practicó tiro al blanco con mi
pecho.
—Y sin embargo, aquí está —repuso Serena. Su voz tenía una dulzura lenta,
casi indolente—. Es obvio que su mensaje no ha tenido suficiente impacto.
Mitch aferró la pistola con más fuerza y apuntó a Serena.
Ella sonrió.
—Apuntemos eso en una dirección menos peligrosa —dijo—. Ponga la pistola
contra su sien.
Mitch hizo todo lo posible por mantener la mano quieta, pero fue como si ya
no le perteneciera. Su codo se ablandó, se le dobló el brazo y sus dedos
cambiaron de posición hasta que el cañón se apoyó al lado de su cabeza.
Tragó en seco.
—Hay peores maneras de morir —dijo Serena—. Y cosas peores por las que
morir. Le prometo que lo haré rápido.
Mitch la miró. Aquella chica se asemejaba mucho a Sydney, y sin embargo se
le parecía muy poco. No podía mirarla a los ojos —eran más brillantes que los
de su hermana, pero a la vez vacíos, con una mirada mala, muerta—, así que
observó cómo sus labios formaban las palabras.
—Apriete el gatillo.
Y Mitch obedeció.
Sydney y Dol iban a mitad de camino hacia el centro de la planta baja del
edificio cuando oyó pasos —no de ella ni del perro, sino más pesados— y se detuvo en seco. Apenas llevaba unos días con Victor y Mitch, pero ese poco
tiempo le había bastado para familiarizarse con los sonidos de cada uno. No solo
con sus voces, sino con sus sonidos cuando no hablaban, el modo en que
respiraban, reían y se movían, cómo llenaban un espacio y se trasladaban en él.
Mitch era enorme, pero sus pasos eran cuidadosos, como si fuera consciente de
su tamaño y no quisiera aplastar algo por accidente. Victor era casi silencioso, de
pisadas suaves y tenues como casi todo en él.
Los pasos que Sydney oyó a través de varias capas de plástico eran más
fuertes, el golpeteo orgulloso de unos zapatos de calidad. Eli usaba zapatos
buenos. A pesar del frío y de estar saliendo con una universitaria, y del hecho de
que él mismo parecía un estudiante, el día que lo había conocido llevaba puestos
zapatos de cuero bajo sus vaqueros. Zapatos que producían un sonido muy
marcado al caminar.
Sydney contuvo el aliento; sacó del bolsillo la pistola de Serena y le quitó el
seguro. Una vez, Serena le había enseñado a usar un arma, pero esta era
demasiado grande para sus manos, demasiado pesada y mal balanceada por el
peso del silenciador que tenía enroscado en el extremo. Miró hacia atrás y se
preguntó si podría encontrar el modo de regresar por el laberinto de cortinas de
plástico y salir al patio antes de que Eli…
Sus pensamientos se interrumpieron cuando reparó en que los pasos se habían
detenido.
Observó las cortinas a su alrededor en busca de sombras que se movieran, pero
no vio ninguna, así que siguió avanzando y atravesó otra cortina plástica; allí la
luz era más brillante, quedaban muy pocas cortinas entre ella y el origen de la
luz. Victor ya debía estar allí. No lo oía, pero era porque él siempre era muy
silencioso, se dijo. Siempre era silencioso. Y seguro.
Sydney, mírame, le había dicho. Nadie va a hacerte daño. ¿Sabes por qué?
Porque yo se lo haré primero.
Seguro. Seguro. Seguro.
Hizo a un lado la última cortina. Solo tenía que encontrar a Victor; con él
estaría a salvo.
Eli estaba sentado en una silla en mitad de la habitación, con una mesa hecha
de tablones de madera apoyados en bloques de cemento, sobre la cual había un
juego de cuchillos de cocina, que resplandecían bajo la luz de una lámpara. Esta
no tenía pantalla, así que la bombilla iluminaba toda la habitación, de cortina a
cortina, y a Eli en el medio. De su mano colgaba relajadamente una pistola, y
tenía los ojos distantes, desenfocados.
Hasta que vio a Sydney.
—¿Y esto? —preguntó, poniéndose de pie—. Un monstruito.
Sydney no esperó. Levantó el arma de Serena y le disparó una vez, a la cara.
El arma era pesada y le falló la puntería, pero aunque el retroceso le hizo soltar
el arma, la bala dio en la mandíbula de Eli y lo hizo trastabillar, aferrándose la
cara, con sangre y hueso entre los dedos. Sydney dio media vuelta e intentó
escapar, pero él extendió la mano y alcanzó a aferrarle la manga, y aunque no
logró retenerla, el súbito cambio de dirección la hizo caer a cuatro patas sobre el
cemento.
Dol se lanzó hacia adelante mientras Sydney giraba de espaldas y Eli se
enderezaba; su mandíbula crujía, chasqueaba y se curaba, y solo quedaba un
rastro de sangre en la piel cuando levantó su pistola y apretó el gatillo.
CLIC.
Un leve sonido cuando Mitch apretó el gatillo: el sonido del resorte interno al
empujar el percutor contra el tope mecánico. Porque no había balas.
La pistola estaba descargada.
Mitch lo sabía: la había revisado tres veces para asegurarse.
Vio cómo la sorpresa se extendía en el rostro de Serena, la vio convertirse en
confusión, y empezar a transformarse en algo más duro, pero la transformación nunca llegó a completarse, pues en ese momento se partió la oscuridad. Detrás
de Serena Clarke, las sombras se movieron y se separaron, y dos hombres
aparecieron de la nada. Dominic traía en la mano un bidón rojo con gasolina;
Victor dio un solo paso hacia Serena, le acercó una navaja a la garganta y se la
cortó limpiamente.
Empezó a manar sangre, y los labios de Serena se separaron, pero el corte
había sido profundo y no logró emitir ningún sonido.
—Y Ulises se cubrió los oídos para no oír el canto de las sirenas —recitó
Victor, y se quitó los tapones de los oídos mientras Serena se desplomaba al
suelo de tierra—, pues era la muerte.
—Cielos —dijo Dominic, apartando la vista—. Era apenas una chica.
Victor contempló el cuerpo. Bajo el rostro de Serena estaba formándose un
charco de sangre, brillante y oscura.
—No la insultes —replicó—. Era la mujer más poderosa de la ciudad. Además
de Sydney, claro.
—Hablando de Sydney… —dijo Mitch, mirando a la chica muerta. Desde ese
ángulo parecía más menuda, y con el rostro girado de esa manera, con el pelo
bajo el cuello de la chaqueta, el parecido era impresionante—. ¿Qué vamos a
hacer con esto?
Dominic apoyó el bidón de plástico junto al cadáver.
—Incinerar el cuerpo —respondió Victor, al tiempo que cerraba su navaja—.
No quiero que Sydney la vea. Y mucho menos, que le ponga una mano encima.
Lo último que queremos es que Serena vuelva a la vida.
Mitch acababa de recoger el bidón cuando se oyó un disparo en el interior del
edificio, y el disparo iluminó sus huesos como el flash de una cámara.
—¿Y eso? —gruñó Victor.
—Parece que Eli ha llegado primero —dijo Mitch.
—Pero si yo estoy aquí afuera, ¿a qué diablos le está disparando? —Se aferró
al hombro de Dominic—. Llévame adentro. Ahora.
El sonido de la pistola de Eli resonó contra el cemento y el cuerpo de Dol se
dobló, y aunque no parecía sentir el dolor del balazo, cayó de lado, jadeando. Su
pecho subía y bajaba, subía y bajaba… Hasta que se detuvo. Eli vio que la chica
se extendía hacia el perro, pero volvió a amartillar el arma y apuntó.
«Adiós, Sydney», dijo.
Entonces la oscuridad se movió alrededor de Sydney, y un par de manos
aparecieron de la nada y la tiraron hacia la nada. Eli apretó el gatillo y la bala dio
contra la cortina plástica donde había estado Sydney.
Emitió un sonido de frustración y disparó dos veces más hacia el espacio que
había sido Sydney. Pero ella ya no estaba.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora