CAP XVll

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CINCO HORAS ANTES DE
MEDIANOCHE
EL HOTEL ESQUIRE


Sydney estaba sentada en el sofá, con Dol a sus pies y la carpeta de los EO
ejecutados abierta sobre su regazo, cuando entró Mitch. El sol estaba poniéndose
detrás de los ventanales, y ella levantó la vista mientras él sacaba el cartón de
leche con cacao de la nevera. Parecía cansado, y apoyó los codos, manchados
con algo blanco, similar a la tiza, en la encimera de granito oscuro.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—¿Y Victor?
—Ha salido.
Mitch maldijo por lo bajo.
—Está loco. La zona está repleta de policías después de lo de hoy.
—¿Después de qué? —preguntó Sydney, mezclando los papeles en la carpeta
—. ¿De matar al policía o de atender la llamada de Eli?
Mitch sonrió con amargura.
—Ambas cosas.
Sydney observó la cara de una mujer muerta sobre su falda.
—No puede estar hablando en serio —dijo en voz baja—. Sobre encontrarse
con Eli a medianoche. No lo dice en serio, ¿verdad? —Victor siempre habla en serio —respondió Mitch—. Pero no lo habría dicho
si no tuviera un plan.
Mitch se apartó de la encimera y se fue por el pasillo; un momento después,
Sydney oyó que cerraba la puerta del baño y abría la ducha. Volvió a leer los
perfiles, intentando convencerse de que lo hacía porque no había nada bueno en
televisión. Lo cierto era que no quería pensar en lo que ocurriría a medianoche, o
peor, lo que ocurriría después. Odiaba las preguntas que acudían a su mente en
cuanto se desconcentraba. ¿Y si ganaba Eli, y si perdía Victor, y si Serena…? Ni
siquiera sabía qué pensar de su hermana, qué esperanza podía tener respecto de
ella, qué temer. Había algunas partes traicioneras de ella que aún querían sentir
los brazos de Serena rodeándola, pero sabía que ahora tenía que huir de su
hermana, no acercársele.
Sydney se forzó a seguir recorriendo los perfiles de la carpeta, a enfocarse en
las vidas y en las muertes de otros EO —intentando no imaginar la fotografía de
Victor entre ellos, con una x negra sobre su expresión serena y clara—, y a tratar
de adivinar cuáles eran sus poderes, aunque sabía que podían ser cualquier cosa.
Victor le había explicado que dependían de la persona, de lo que quería y de sus
últimos pensamientos.
El último perfil era el de ella. Había vuelto a imprimirlo después de que Victor
se había llevado la primera copia, y ahora sus ojos recorrían la fotografía de su
cara. A diferencia de las otras imágenes instantáneas que llenaban la carpeta, su
foto estaba preparada: cabeza erguida, hombros hacia atrás, ojos mirando
directamente a la cámara. Era una foto del anuario escolar del año anterior,
realizada alrededor de una semana antes del accidente, y a Sydney le había
encantado porque, de alguna manera, como por arte de magia, la cámara la había
captado en el instante anterior a una sonrisa, y con el mentón levantado con aire
orgulloso y el levísimo pliegue en la comisura de la boca, estaba igual a Serena.
La única diferencia entre esta copia de la foto y la original era que esta no
estaba tachada con una x. A esa altura Eli ya sabía que ella estaba allí, viva, y Sydney deseó que él hubiera sentido náuseas al enterarse de que el cadáver de
Barry había vuelto a entrar al banco, al solucionar el rompecabezas y
comprender que era obra de ella, que unos disparos en el bosque no equivalían a
una chica muerta. Tal vez debería haberle perturbado ver su propio perfil en la
carpeta de EO muertos, y así había sido al principio, pero la conmoción ya había
pasado, y la existencia del perfil en la papelera digital, el hecho de que la
hubieran subestimado, de que la hubieran dado por muerta, y más que nada, el
hecho de que no lo estaba, la hicieron sonreír.
—¿A qué viene esa sonrisa?
Sydney levantó la vista y vio a Mitch recién duchado, con una toalla al cuello.
No se había percatado de cuánto tiempo había transcurrido. Eso le sucedía más
de lo que le gustaba admitir. Parpadeaba, y el sol estaba en otra posición, o el
programa de televisión había terminado, o alguien estaba terminando una
conversación que ella no había oído iniciar.
—Espero que Victor le haga daño —respondió alegremente—. Mucho.
—Cielos. Tres días y ya te le estás pareciendo. —Mitch se dejó caer en una
silla y se pasó la mano por la cabeza rapada—. Mira, Sydney, hay algo que
tienes que entender sobre Victor…
—No es un hombre malo —lo interrumpió ella.
—En este juego no hay hombres buenos —repuso Mitch.
Pero a Sydney no le importaba eso de buenos. No estaba segura de creer en
eso.
—No tengo miedo de Victor.
—Lo sé —respondió Mitch con tristeza.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora