CAP XXVl

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HACE DOS DÍAS
EL HOTEL ESQUIRE


Victor estaba de pie en el baño, esperando que el hotel se aquietara. Detrás de la
puerta, oyó que Mitch llevaba a Sydney de vuelta a la cama, murmurando una
disculpa en su nombre. No deberían haberla recogido, pero no podía quitarse el
presentimiento de que les vendría bien. Sydney tenía secretos, y Victor pensaba
averiguarlos. Sin embargo, no había querido hacerle daño. Se enorgullecía de su
autocontrol, pero a pesar de todo su esfuerzo, no había encontrado el modo de
dominar por completo su poder durante el sueño. Y por eso no dormía, o al
menos, no mucho.
Se lavó con agua fría las manos y la cara, esperando que desapareciera aquel
leve zumbido eléctrico. Al ver que no cesaba, lo llevó hacia adentro, e hizo una
mueca de dolor cuando el zumbido se esfumó en el aire y reapareció en sus
huesos, en sus músculos. Se aferró al lavabo de granito mientras su cuerpo
trasladaba la corriente a tierra, y al cabo de un largo rato el estremecimiento
cesó, y Victor quedó cansado, pero nuevamente estable.
Se miró al espejo y empezó a desabotonarse la camisa, y al hacerlo fueron
quedando al descubierto, una por una, las cicatrices de los balazos del arma de
Eli. Pasó los dedos por encima de ellas, de los tres puntos donde le había
disparado como quien hace la señal de la cruz. Una bajo las costillas, una por
encima del corazón, y una que en realidad le había dado en la espalda, pero por haber sido un disparo muy cercano lo había atravesado de lado a lado. Victor
había memorizado la ubicación de las cicatrices para devolverle el favor a Eli
cuando lo viera. Qué diablos, si las balas quedaban en su cuerpo, aunque hubiera
chances de que Eli curara sus heridas en torno a ellas. A Victor le producía cierto
placer pensar en eso.
Quizá con las heridas hubiera ganado cierto respeto en la cárcel, pero cuando
por fin se había integrado, ya se le habían borrado. Además, Victor había
encontrado otras maneras de imponerse en Wrighton, desde la incomodidad sutil
que sentían los otros reclusos cuando hacían algo que le desagradaba, hasta el
intenso dolor instantáneo que usaba con menos frecuencia, un dolor que los
dejaba sin aliento a sus pies. Pero Victor no solo provocaba dolor; también lo
quitaba. Había aprendido a otorgar insensibilidad al dolor, a usarlo como
moneda de cambio. Asombrado por los extremos a los que llegaban los hombres
con tal de evitar cualquier forma de sufrimiento, Victor se había convertido en
traficante de una droga que solo él podía proveer. En ciertos aspectos, la cárcel
había sido agradable.
Pero ni siquiera allí había podido quitarse a Eli de la mente. Este le empañaba
el bienestar aferrándose a sus pensamientos, susurrando en su mente, arruinando
su paz. Y al cabo de diez años de espera, había llegado el turno de Victor de
meterse en la mente de Eli y arruinarle un poco la vida.
Volvió a abotonarse la camisa y las cicatrices desaparecieron otra vez, de la
vista, pero no de la memoria.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora