CAP XVlll

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HACE CINCO AÑOS
CÁRCEL DE WRIGHTON


La tercera vez que Mitchell Turner fue a la cárcel, su maldición lo siguió.
No importaba a dónde fuera, ni lo que hiciera (o no hiciera), seguía muriendo
gente. Perdió dos compañeros de celda a manos de otros, a otro que se suicidó y
a un amigo, que se desplomó en el patio durante la hora de ejercicios. Por eso,
cuando el delgado y refinado Victor Vale apareció una tarde en la puerta de su
celda, pálido con el uniforme gris oscuro de la cárcel, pensó que no duraría
mucho. Probablemente lo habían condenado por lavado de dinero, tal vez un
esquema Ponzi. Algo con el suficiente peso como para que las personas
indicadas se enfadaran mucho y lo enviaran a un lugar de máxima seguridad,
pero bastante liviano como para que pareciera totalmente fuera de lugar allí.
Mitch debería haberlo echado de allí, pero dado que aún le perturbaba la muerte
de su último compañero de celda, se decidió a mantener a Victor con vida.
Dio por sentado que no sería tarea fácil.
Victor no le dirigió la palabra durante tres días. Mitch, cabe reconocerlo,
tampoco le habló a él. Aquel hombre tenía algo, algo que no lograba identificar,
pero le producía un desagrado primario, visceral, y cada vez que Victor se
acercaba, él se apartaba vagamente. Los otros reclusos hacían lo mismo, en las
raras ocasiones en que Victor se aventuró a estar entre ellos aquella primera
semana. Pero, aunque lo hacía sentir incómodo, Mitch seguía a Victor, lo acompañaba, siempre atento a un posible atacante, a una amenaza. Según
parecía, la maldición de Mitch se basaba en su proximidad con la gente. Cuando
estaba cerca de alguien, esa persona salía herida. Pero no llegaba a descubrir
cuánto era demasiado cerca, cuán próximo tenía que estar para condenar una
vida, y se le ocurrió que tal vez, si lograba que su proximidad salvara a una
persona en lugar de condenarla… Tal vez entonces podría romper la maldición.
Victor no le preguntó por qué siempre estaba tan cerca, pero tampoco le pidió
que no lo hiciera.
Mitch sabía que llegaría el ataque. Siempre llegaba. Una manera que tenían los
viejos de poner a prueba a los nuevos. A veces no era tan malo: algunos
puñetazos, una paliza. Pero otras veces, cuando los hombres estaban sedientos de
sangre o querían ajustar cuentas con alguien, las cosas podían desbandarse.
Mitch seguía a Victor a la sala común, al patio, al comedor. Él se sentaba de
un lado de la mesa, Victor del otro, picoteando su almuerzo, mientras Mitch se
pasaba todo el tiempo vigilando la estancia. Victor jamás levantaba la vista de su
plato. Tampoco miraba su plato, no exactamente. Sus ojos tenían una intensidad
desenfocada, como si estuviera en otra parte y no le preocupara la jaula que lo
rodeaba ni los monstruos que allí vivían.
Como un depredador, se dio cuenta Mitch un día. Había visto suficientes
documentales sobre la naturaleza en el televisor de la sala común para saber que
las presas tenían ojos a los lados de la cabeza, estaban constantemente en
guardia, mientras que los ojos de los depredadores miraban hacia adelante,
juntos, sin temor. A pesar de que Victor tenía la mitad del tamaño de la mayoría
de los reclusos, y no tenía aspecto de haber participado nunca en una pelea, y
menos aún, de haberla ganado, todo en él lo identificaba como depredador.
Y por primera vez, Mitch se preguntó si realmente era Victor quien necesitaba
protección.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora