CAP XXXIII

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AYER
EL HOTEL ESQUIRE


Victor permaneció de pie, muy quieto, mientras escuchaba el relato de Sydney.
—¿Eso es todo? —le preguntó cuando terminó, aunque se dio cuenta de que
no lo era; de que, cuando la historia salió de los labios de Sydney, le faltaban
algunos fragmentos. La había observado hacer pausas cada vez que abría la
boca, para filtrar la naturaleza específica de su poder. Al final, solo había
admitido que ella tenía una capacidad, y que el nuevo novio de su hermana, Eli,
había exigido una demostración y luego había intentado ejecutarla por ello
—ejecutarla, esa era la palabra que había empleado—, pero eso era todo.
Ejecutar a los EO… La mente de Victor se aceleró. ¿A qué estaba jugando Eli?
¿Había habido otros? Seguramente. El incidente en el banco con Barry Lynch,
¿cómo encajaba eso en la historia? ¿Acaso Eli había concebido una escena para
asesinar al hombre en pleno día?
¿Un héroe? Ahora Victor se burlaba de la palabra. Así había llamado el
periódico a Eli. Y por un momento, Victor había creído en el titular. Había
estado dispuesto a asumir el papel de villano cuando pensaba que Eli era
realmente un héroe. Ahora que la verdad acerca de su antiguo amigo estaba
resultando ser mucho más oscura, disfrutaría al asumir el rol de oposición, de
adversario, de enemigo.
—Eso es todo —mintió Sydney, y Victor no se enfadó. No sintió la necesidad de hacerle daño, de arrancarle lo que faltaba de la verdad (no podía culparla por
vacilar; al fin y al cabo, la última vez que le había revelado sus poderes a
alguien, casi había muerto por ello), porque aunque no le hubiera contado todo,
sí le había dicho algo sumamente importante. Eli no solo estaba cerca. Estaba
allí mismo. En Merit. O al menos, lo había estado un día y medio atrás. Victor
apoyó los codos en la encimera y observó a la chica menuda cuyo camino se
había cruzado con el suyo.
Victor nunca había creído en el destino. Esas cosas se parecían demasiado a la
divinidad para su gusto, al poder superior y al otorgamiento de libre albedrío.
No, él prefería ver el mundo desde el punto de vista de la probabilidad,
reconocer el rol del azar y asumir el control siempre que fuera posible. Pero
incluso él tenía que admitir que, si en efecto existía el destino, estaba
sonriéndole. El periódico, la chica, la ciudad. Si Victor hubiera tenido siquiera
un poco del fervor religioso de Eli, quizá hubiera pensado que Dios estaba
señalándole un camino, una misión. No estaba dispuesto a llegar tan lejos, pero
aun así apreciaba la demostración de apoyo.
—Sydney… —Victor intentó contener su entusiasmo y se obligó a hablar con
una calma que no sentía—. La universidad de tu hermana, ¿cómo se llama?
—Es la Universidad de Merit. Está del otro lado de la ciudad. Es inmensa.
—Y el apartamento donde estaba viviendo tu hermana, ¿recuerdas cómo llegar
allí?
Sydney vaciló, arrancando trocitos al pan que aún tenía sobre la falda.
Victor aferró la encimera.
—Es importante.
Al ver que Sydney no se movía, Victor la tomó del brazo y apretó con los
dedos el punto donde le habían disparado. Le había quitado el dolor, pero quería
que ella recordara tanto lo que había hecho Eli como lo que él podía hacer.
Sydney se paralizó, y Victor, con su mano libre, se bajó el cuello de la camisa
para mostrarle la primera de las tres cicatrices que le había dejado la pistola de Eli.
—Somos dos: a mí también intentó matarme. —Soltó el brazo de ella y el
cuello de su camisa—. Nosotros hemos tenido suerte. ¿Cuántos otros EO no la
tuvieron? Y si no lo detenemos, ¿cuántos EO más no la tendrán?
Los ojos azules de Sydney estaban muy abiertos y no parpadeaban.
—¿Recuerdas dónde vive tu hermana?
Por primera vez, Mitch habló.
—No dejaremos que Eli vuelva a hacerte daño —le dijo, por encima de su
vaso de leche con cacao—. Solo para que lo sepas.
Victor había abierto el ordenador portátil de Mitch. Abrió un mapa del campus
y giró la pantalla hacia ella.
—¿Te acuerdas?
Al cabo de un largo rato, Sydney asintió.
—Sé cómo llegar allí.
Sydney no podía parar de temblar.
No tenía nada que ver con la fría mañana de marzo, pero sí con el miedo. Iba
en el asiento delantero, indicando el camino. Mitch conducía. Victor iba sentado
atrás, jugando con algo afilado. A Sydney, que había mirado hacia atrás una o
dos veces, le pareció una especie de cuchillo que se podía abrir y cerrar. Se
volvió hacia adelante y abrazó sus rodillas mientras las calles iban pasando. Las
mismas calles que había visto pasar unos días antes, por la ventanilla del taxi que
la había llevado a casa de Serena. Las mismas calles que había visto pasar por la
ventanilla del coche de Serena mientras viajaban hacia el campo.
—Dobla a la derecha —dijo Sydney, con un esfuerzo consciente de contener
el castañeteo de sus dientes. Sus dedos se acercaron al lugar de su brazo por
donde había atravesado la bala. Cerró los ojos pero vio a su hermana, sintió sus
brazos rodeándola, la lata fría de refresco en la mano y los ojos de Eli cuando Serena dijo «Muéstranos». El campo, el cadáver, el disparo, el bosque y…
Decidió mantener los ojos abiertos.
—Otra vez a la derecha —añadió.
En el asiento trasero, Victor abrió el cuchillo y volvió a cerrarlo. Sydney
recordó que había detestado que Eli fuera sentado detrás de ella, el peso de los
ojos de él en el respaldo del asiento, en ella. Con Victor, no le importaba.
—Aquí es —anunció.
El coche aminoró la marcha y se detuvo junto al borde de la acera. Sydney
miró por la ventanilla los edificios de apartamentos que marcaban el límite este
del campus. Todo parecía estar igual, y sintió que eso estaba mal, como si el
mundo debiera haber registrado los acontecimientos de los últimos días, como si
debiera haber cambiado, como había cambiado ella. Sintió aire fresco en la cara
y se dio cuenta, con sorpresa, de que Victor le había abierto la puerta del coche.
Mitch estaba en el sendero que llevaba al apartamento, dando una patada a un
trozo suelto de cemento.
—¿Vienes? —le preguntó Victor.
Sydney no lograba que sus pies obedecieran.
—Sydney, mírame. —Apoyó las manos en el techo del coche y se inclinó
hacia adentro—. Nadie va a hacerte daño. ¿Sabes por qué? —Ella meneó la
cabeza, y Victor sonrió—. Porque yo se lo haré primero.
Le sostuvo la puerta bien abierta.
—Ahora baja.
Y Sydney bajó.
Formaban un cuadro singular, los tres, llamando a la puerta del apartamento 3 A:
Mitch, inmenso y tatuado; Victor, vestido de negro de pies a cabeza —acicalado
y elegante, más como un parisiense que como un ladrón—, y entre ellos dos,
Sydney, con leggins y un abrigo rojo muy grande. Esa ropa había aparecido esa mañana, y aún conservaba la tibieza de la secadora. Incluso eran de una talla más
acorde a ella. Le gustaba la chaqueta en particular.
Tras golpear amablemente varias veces, Mitch sacó unas ganzúas del bolsillo
de su chaqueta, y estaba diciendo algo sobre lo fácil que era abrir esas cerraduras
universitarias de un modo que dio qué pensar a Sydney sobre la vida que habría
tenido antes de ir a la cárcel, cuando se abrió la puerta.
Una chica de pijama rosa y verde los miró, y su expresión confirmó lo
inusitado del aspecto colectivo del trío.
Sin embargo, la chica no era Serena. Sydney se desanimó.
—¿Venden galletas? —les preguntó.
Mitch rio.
—¿Conoces a Serena Clarke? —le preguntó Victor.
—Sí, claro —respondió la chica—. Me cedió el apartamento ayer. Dijo que ya
no lo necesitaba, y mi compañera de cuarto estaba volviéndome loca, así que
Serena me dijo que podía vivir aquí hasta fin de año. De todas formas, ya voy a
graduarme, gracias a Dios; estoy harta de esta facultad de mierda.
Sydney carraspeó.
—¿Sabes a dónde se ha ido?
—Probablemente a vivir con ese novio que tiene. Es un bombón, pero bastante
idiota, a decir verdad. Es uno de esos tipos absorbentes, siempre quiere estar con
ella…
—¿Sabes dónde vive él? —preguntó Victor.
La chica del pijama rosa y verde meneó la cabeza y se encogió de hombros.
—No. Desde que empezaron a salir, en el otoño pasado, ella se volvió muy
rara. Casi no la veo. ¡Y eso que éramos inseparables! Como las películas y el
chocolate en los días de menstruación. Hasta que apareció él y ¡bam!, Eli esto y
Eli lo otro…
Sydney y Victor se tensaron al oír el nombre.
—Entonces, ¿no tienes idea —la interrumpió Victor— de dónde podríamos encontrarlos?
La chica volvió a encogerse de hombros.
—Merit es una ciudad grande, pero ayer vi a Serena en clase (fue cuando me
dio las llaves), así que no puede haberse ido muy lejos. —Sus ojos pasaron de
uno a otro, y se detuvieron en Sydney—. Tú te le pareces mucho. ¿Eres su
hermana pequeña? ¿Shelly?
Sydney abrió la boca pero Victor ya estaba apartándola.
—Solo somos amigos —respondió él, y empezó a desandar el sendero con
Sydney. Mitch los siguió.
—Bueno, si los veis —dijo la chica—, dadle las gracias a Serena por el
apartamento. Ah, y decidle a Eli que es un cretino.
—Está bien —respondió Victor, mientras los tres regresaban al coche.
—Esto es imposible —murmuró Sydney, mientras se sentaba en el sofá.
—Vamos, no es para tanto —respondió Mitch—. Hace una semana, Eli podría
haber estado en cualquier parte del mundo. Ahora, gracias a ti, sabemos en qué
ciudad está.
—Si todavía está aquí —acotó Sydney.
Victor caminaba hacia uno y otro lado a lo largo del sofá.
—Está aquí.
Sentía la espina clavada a fondo bajo su piel. Tan cerca. Cómo deseaba salir a
la calle y gritar el nombre de su antiguo amigo hasta que saliera. ¡Qué fácil
hubiera sido! Rápido, eficiente… y tonto. Necesitaba una manera de atraerlo sin
ponerse en evidencia. Estaba alcanzando a Eli, pero quería ir un paso adelante
cuando lo enfrentara. Tenía que hallar la forma de que Eli viniera a él.
—¿Y ahora qué? —preguntó Mitch.
Victor alzó la vista.
—Sydney no fue la primera. Y apostaría a que no será la última. ¿Puedes hacerme una matriz de búsqueda?
Mitch hizo crujir sus enormes nudillos.
—¿De qué clase?
—Quiero encontrar a posibles EO. Ver si hay otros a los que Eli ya ha llegado.
O a los que aún no ha encontrado.
—¿Te preocupa su seguridad? —preguntó Mitch.
En realidad, Victor había pensado más bien en usarlos como carnada, pero no
lo dijo delante de Sydney.
—Limita la búsqueda al último año, dentro del estado, y busca los que estén
marcados —dijo, intentando recordar la tesis de Eli. Él había hablado de
marcadores una o dos veces, en los espacios entre otros temas—. Busca en
denuncias policiales, evaluaciones laborales, registros escolares y médicos.
Busca cualquier indicio de experiencia cercana a la muerte; probablemente
estarán clasificados como traumas: inestabilidad psicológica posterior, conductas
extrañas, permisos en el trabajo, discrepancias en los registros psiquiátricos,
incertidumbre en los informes policiales… —Empezó a caminar otra vez—. Y
ya que estás, investiga los registros universitarios de Serena Clarke, sus horarios
de clases. Si Eli está ligado a ella de alguna manera, puede ser más fácil
encontrarla a ella que a él.
—¿Esos registros no son confidenciales? —preguntó Sydney.
Mitch esbozó una sonrisa radiante, abrió su portátil y lo colocó sobre la
encimera.
—Mitchell —dijo Victor—. Cuéntale a Sydney por qué estuviste en la cárcel.
—Por hackear —explicó Mitch alegremente.
Sydney rio.
—¿En serio? Yo creía que eras más bien uno de esos que mataron a alguien
con sus propias manos.
—Siempre he sido corpulento —respondió Mitch—. No es mi culpa.
Volvió a hacer sonar sus nudillos. Sus manos eran más grandes que el teclado.
—¿Y los tatuajes?
—Es mejor aparentar.
—Victor no aparenta.
—Depende de lo que esperes ver. Disimula muy bien.
Victor no les prestaba atención. Seguía caminando.
Eli estaba cerca. Estaba en esa ciudad. O lo había estado. ¿Qué diablos podía
hacer la hermana de Sydney, que a Eli le resultaba tan valiosa? Si Eli estaba
ejecutando EO, ¿por qué no había matado a Serena? Sin embargo, Victor se
alegró de que le hubiera perdonado la vida. Ella le había dado un motivo para
quedarse en Merit, y Victor necesitaba que Eli no se fuera. Los enormes dedos
de Mitch se movían rápidamente sobre el teclado. Ventana tras ventana se
desplegaban en la pantalla negra reluciente. Victor no podía dejar de caminar.
Sabía que la búsqueda llevaría tiempo, pero había una vibración en el aire, y él
no lograba que sus pies se detuvieran, no podía obligarse a hallar la quietud, la
paz, ahora que Eli estaba por fin a su alcance. Necesitaba libertad.
Necesitaba aire.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora