CAP XXV

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HACE CINCO AÑOS
CÁRCEL DE WRIGHTON

—¿Quieres más leche?
Eso fue lo primero que le dijo Victor Vale a Mitchell Turner.
Estaban sentados en la cafetería. Mitch llevaba tres días preguntándose cómo
sería la voz de Victor, si alguna vez se decidiría a hablar. Si podía hablar.
Durante el almuerzo, de hecho, Mitch había empezado a imaginar que no podía,
que por debajo del cuello de su camisa de recluso tenía una cicatriz horrible que
le dibujaba una sonrisa en la garganta, o que detrás de sus labios curvos no tenía
lengua. Parecía extraño, pero la cárcel era aburrida, y la imaginación de Mitch
solía tomar rumbos insólitos. Por eso, cuando Victor por fin abrió la boca y le
preguntó con dicción perfecta si quería otro cartón de leche, Mitch quedó entre
la sorpresa y la decepción.
—Eh… Sí. Claro —respondió con dificultad.
Detestó haber sonado tan estúpido, tan lerdo, pero Victor solo rio entre dientes
y se levantó de la mesa.
—Mantiene el cuerpo fuerte —dijo, antes de cruzar la cafetería hasta el
mostrador.
En cuanto se retiró, Mitch supo que debería haberlo seguido. Llevaba tres días
siguiendo a su compañero de celda como si fuera su sombra, pero la pregunta lo
había tomado desprevenido, y ahora tenía el mal presentimiento de que acababa de sacrificar su oportunidad de acabar con la maldición. Estiró el cuello en busca
de Victor, pero alguien lo aplastó contra la mesa y le rodeó el hombro con un
brazo. Desde el otro lado del salón podía haber parecido un gesto amistoso, pero
Mitch vio la hoja afilada en la mano de Ian Packer, apuntando a su mejilla.
Mitch lo doblaba en tamaño, pero era consciente del daño que podía infligirle
Ian antes de que alcanzara a quitárselo de encima. Además, Packer era una de
esas personas que, más allá de su altura, tenían poder, influencia en la cárcel.
Demasiado para un lugar tan reducido.
—Hola, hola —dijo Packer, con feo aliento—. ¿Estás haciendo de cachorrito?
—¿Qué quieres? —gruñó Mitch, con los ojos clavados en la bandeja que tenía
delante.
—Hace un año que quiero que seas el perro guardián de mi grupo, que te tengo
paciencia con todo tu pacifismo —a Mitch lo sorprendió (y hasta lo impresionó
un poco) que Packer conociera la palabra pacifismo—, y un buen día aparece ese
cabrón remilgado y no te separas de él. —Chasqueó la lengua junto al oído de
Mitch—. Debería darle una buena paliza por desperdiciar tu tiempo y tu talento,
Turner.
Un cartón pequeño de leche se apoyó en su bandeja, y al levantar la vista
Mitch vio a Victor allí de pie, observando la situación con leve interés. Packer
aferró con más fuerza la hoja afilada al volcar su atención al recién llegado, y a
Mitch se le fue el alma al suelo. Otro compañero de celda perdido.
Pero Victor ladeó la cabeza y miró a Parker con curiosidad.
—¿Eso es una navaja? —preguntó, mientras apoyaba el pie en el banco, y la
mano, en la rodilla—. En aislamiento no las teníamos. —¿Aislamiento?, pensó
Mitch—. Siempre he querido ver una.
—Ah, pues voy a mostrártela bien de cerca, gilipollas.
El brazo de Packer desapareció de los hombros de Mitch. Se lanzó hacia
Victor, que no hizo más que bajar el pie al suelo y cerrar el puño, y Packer, a
mitad de camino, cayó al suelo, gritando. Mitch lo miró, sorprendido,confundido por lo que acababa de ocurrir… y no ocurrir. Victor ni siquiera lo
había tocado.
Todos en la estancia entraron en movimiento al oír los gritos: los demás
reclusos se pusieron de pie y los guardias acudieron, mientras Mitch, sentado, y
Victor de pie, observaban cómo Packer aullaba y se retorcía en el suelo, con la
mano ensangrentada por aferrar el metal afilado mientras se agitaba y gritaba.
Hubo un momento, antes de que nadie llegara, en que Mitch vio sonreír a Victor.
Una sonrisa de lobo, fina y mordaz.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó un guardia, al llegar a la mesa junto con
otro.
Mitch miró a Victor, que se limitó a encogerse de hombros. La sonrisa se
había borrado, y tenía el ceño levemente fruncido con preocupación.
—No tengo ni idea —respondió—. Este tío venía a hablar. Estaba bien, y de
pronto… —Victor chasqueó los dedos, y Mitch se sobresaltó—… empezó a
tener convulsiones. Sería mejor que le echaran un vistazo antes de que se haga
daño.
Los guardias sujetaron a Packer, que seguía retorciéndose, en el suelo. Le
quitaron la hoja de la mano cortada mientras los gritos del hombre se iban
convirtiendo en gemidos y luego cesaban. Packer se había desmayado. En algún
momento entre el ataque de Packer a Victor, que lo había derribado con solo
mirarlo, y la llegada de los guardias, Mitch se había levantado del banco y ahora
estaba detrás de su compañero de celda, bebiendo sorbos de su leche y
observando los acontecimientos, maravillado en parte por la escena, y en parte
porque, por una vez, no lo habían culpado a él.
Pero ¿qué diablos había sucedido?
Seguramente Mitch formuló la pregunta en un susurro, porque Victor lo miró
con una ceja pálida levantada y se volvió en dirección a las celdas. Mitch lo
siguió.
—¿Y bien? —le preguntó Victor mientras caminaban por los pasillos deconcreto—. ¿Te parece que estoy desperdiciando tu tiempo y tu talento?
Mitch observó a aquel hombre imposible que iba a su lado. Algo había
cambiado. La incomodidad, la aversión que había sentido durante tres días había
desaparecido. Todos los demás parecían apartarse a su paso, pero Mitch no
sentía otra cosa más que asombro y, debía reconocerlo, un poco de miedo.
Cuando llegaron a la celda y Mitch seguía sin responder, Victor se detuvo,
apoyó la espalda contra los barrotes y lo miró. Ni sus hombros enormes ni sus
grandes puños con sus nudillos cubiertos de cicatrices, ni los tatuajes que tenía
hasta en el cuello; lo miró a la cara. Lo miró a los ojos, aunque para hacerlo tuvo
que levantar un poco la vista.
—No necesito un guardaespaldas —dijo Victor.
—Ya lo veo —respondió Mitch.
Victor soltó una risa que parecía una tos.
—Bueno —dijo—, pero no quiero que todos los demás se den cuenta.
Mitch había estado en lo cierto. Victor Vale era un lobo entre ovejas. Y no era
fácil lograr que cuatrocientos sesenta y tres delincuentes rudos hicieran el papel
de ovejas.
—¿Qué es lo que quieres, entonces? —le preguntó.
Los labios de Victor se curvaron en aquella sonrisa peligrosa.
—Un amigo.
—¿Eso es todo? —preguntó Mitch, incrédulo.
—Un buen amigo, señor Turner, es muy difícil de encontrar.
Mitch observó a Victor apartarse de los barrotes, entrar a la celda y levantar
del catre un libro de la biblioteca antes de acomodarse allí.
Mitch no sabía qué acababa de ocurrir en la cafetería, pero una década
entrando y saliendo de la cárcel le había enseñado algo. Había personas a las que
era mejor no acercarse, personas que envenenaban todo lo que estaba a su
alcance. Había personas con las que uno quería quedarse, capaces de persuadir a
cualquiera y de resolver cualquier cosa. Y luego estaban aquellos con quienes convenía quedarse a su lado, porque eso significaba no estorbarles el camino.
Mitch no sabía quién era, qué era ni qué estaba tramando Victor Vale; lo único
que sabía era que no quería ser un estorbo para él.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora