CAP I

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ESTA MAÑANA
TERNIS COLLEGE


Eli Ever estaba sentado en el fondo del seminario de Historia, recorriendo con el
dedo la veta de la madera del escritorio y esperando que terminara la clase.
Estaban en un auditorio en Ternis College, una facultad exclusiva a
aproximadamente una hora de Merit. Tres filas más adelante y dos espacios a la
izquierda, estaba sentada una chica de cabello azul llamada Beth. Su pelo no era
tan raro, pero Eli sabía que Beth había empezado a teñírselo de ese color cuando
se le había puesto completamente blanco como consecuencia de un trauma que
casi la había matado. De hecho, técnicamente sí la había matado. Durante cuatro
minutos y medio.
Sin embargo, allí estaba Beth, viva y tomando apuntes con mucha atención
sobre la guerra de la Independencia, o la guerra de Cuba, o la Segunda Guerra
Mundial —Eli ni siquiera estaba seguro del nombre del curso, mucho menos del
conflicto bélico que estaba enseñando el profesor— mientras a ella le caían los
mechones azules sobre la cara y rozaban el papel.
Eli no soportaba la historia. Pensaba que probablemente no había cambiado
tanto en los diez años transcurridos desde que él había cursado la asignatura;
había sido uno más de los muchos requisitos previos de la Universidad
Lockland, cuyo propósito era hacer de cada estudiante un pequeño compendio de
conocimiento. Miraba el techo, luego los espacios entre las anotaciones con letra entre cursiva e imprenta del profesor, luego otra vez el pelo azul, después el
reloj. Faltaba muy poco para que terminara la clase. Se le aceleró el pulso al
sacar de la bandolera la carpeta delgada, el expediente que Serena había
recopilado para él. Explicaba con minuciosos detalles la historia de la chica de
pelo azul, su accidente —una tragedia, en realidad: era la única sobreviviente de
un choque muy grave— y su posterior recuperación. Eli rozó la foto de Beth con
las puntas de los dedos, preguntándose dónde la habrían conseguido. Le gustaba
ese pelo.
El reloj siguió marcando los minutos. Eli guardó la carpeta en su bolso y
deslizó sobre su nariz unas gafas de montura gruesa; no eran recetadas, no tenían
aumento, pero las había elegido porque había observado que eran la tendencia en
el campus de Ternis College. Desde luego, desde el punto de vista de la edad,
nunca era un problema aparentar el personaje que quería representar, pero los
estilos cambiaban, casi demasiado rápido para mantenerse al día. Beth podía
optar por destacar si así lo deseaba, pero Eli hacía todo lo posible por
confundirse con los demás.
Por suerte, el profesor terminó la clase unos minutos antes y les deseó a todos
un buen fin de semana. Hubo un roce de sillas contra el suelo. Se levantaron
mochilas. Eli se puso de pie y siguió el cabello azul que salía del auditorio y se
alejaba por el pasillo, en medio de una ola de alumnos. Cuando llegaron a la
salida, Eli sostuvo la puerta abierta. Ella le dio las gracias, se colocó un mechón
color cobalto detrás de la oreja y caminó a través del campus.
Eli la siguió.
Mientras andaba, tanteó su chaqueta a la altura donde normalmente llevaba la
pistola, por costumbre, pero el bolsillo estaba vacío. El expediente le había
aportado suficiente información para que se cuidara de cualquier cosa que
pudiera sucumbir al magnetismo, así que había dejado el arma en la guantera.
Tendría que hacerlo a la antigua, lo cual no le molestaba. No lo hacía muy a
menudo, pero no podía negar que usar las manos era algo sencillo y satisfactorio.
Ternis era una universidad pequeña, una de esas pequeñas universidades
privadas con edificios desiguales y muchos senderos bordeados por árboles.
Beth y él iban por uno de los senderos más grandes que cruzaban el campus, y
había suficientes alumnos como para que la persecución de Eli pasara
inadvertida. Avanzó a una distancia segura, inhalando el aire fresco de la
primavera, disfrutando la belleza del cielo al caer la tarde y las primeras hojas
verdes. Una de ellas se soltó de un árbol y cayó sobre el pelo azul de Beth, y
mientras se colocaba los guantes Eli admiró la forma en la que los dos colores
parecían más brillantes así.
Cuando estaban cerca del aparcamiento, Eli empezó a apretar el paso y se
acercó a ella hasta que casi podía tocarla.
—¡Oye! —la llamó, simulando estar agitado.
La chica aminoró la velocidad y se dio vuelta para mirarlo, pero siguió
caminando. Pronto la alcanzó.
—Te llamas Beth, ¿no?
—Sí —respondió ella—. Tú estás conmigo en la clase de Historia de Phillips.
Solo habían sido las últimas dos clases, pero las dos veces Eli se había
asegurado de llamar su atención.
—Así es —respondió, con su mejor sonrisa de universitario—. Me llamo
Nicholas.
A Eli siempre le había gustado ese nombre. Nicholas, Frederick y Peter, esos
eran los nombres que usaba con más frecuencia. Eran nombres importantes,
nombres de gobernantes, conquistadores, reyes. Él y Beth caminaron por el
aparcamiento, fila tras fila de coches, mientras los edificios de la universidad
iban empequeñeciéndose detrás de ellos.
—Disculpa, ¿puedo pedirte un favor? —preguntó Eli.
—¿Cuál?
Beth se colocó un mechón suelto detrás de la oreja.
—No sé dónde tenía la cabeza durante la clase —explicó Eli—, pero me perdí lo que ha mandado de tarea. ¿Has tomado nota de eso?
—Claro —respondió ella, al llegar al coche.
—Gracias —dijo Eli, mordiéndose el labio—. Supongo que había mejores
cosas que la pizarra para mirar.
Ella sonrió con timidez mientras colocaba su bolso sobre el capó, abría la
cremallera y hurgaba en su interior.
—Cualquier cosa es mejor que la pizarra—dijo, al tiempo que sacaba su
cuaderno.
Beth acababa de darse vuelta hacia él cuando la mano de Eli se cerró sobre su
garganta y la empujó contra el costado del coche. Ella ahogó una exclamación, y
Eli la apretó más. Beth soltó el cuaderno y le arañó la cara, con lo cual le arrancó
las gafas de montura negra y le dejó profundos arañazos en la piel. Eli sintió que
le sangraba la mejilla, pero no se molestó en limpiársela. Detrás de la muchacha,
el coche empezó a temblar y el metal amenazaba con curvarse, pero ella era
demasiado joven y el coche, demasiado pesado; Beth estaba quedándose sin aire
y sin fuerzas para resistirse.
En otras ocasiones, él había hablado con los EO, intentado explicarles la
lógica, la necesidad de sus actos; había intentado hacerles entender, antes de que
murieran, que en realidad ya estaban muertos, ya eran polvo, que se mantenía
unido por algo oscuro pero débil. Pero no lo escuchaban y, al final, sus actos
transmitían lo que sus palabras no habían podido. Había hecho una excepción
con la hermana pequeña de Serena, y no le había ido bien. No, era inútil
desperdiciar palabras con ellos.
Por eso Eli sujetó a la chica contra el coche y esperó con paciencia hasta que la
resistencia se hizo más lenta, más débil, y cesó. Permaneció absolutamente
inmóvil, disfrutando de la quietud. Siempre le sucedía, allí mismo, cuando la luz
—él decía la vida, pero eso no era correcto; no era vida, solo algo que se hacía
pasar por ella— abandonaba sus ojos. Un momento de paz, un grado de
equilibrio que se devolvía al mundo. Lo antinatural vuelto natural.
Después, el momento pasó; Eli apartó los dedos enguantados de la garganta de
Beth y observó cómo su cuerpo se deslizaba por el metal combado de la puerta
del coche hasta caer al suelo, con el cabello azul sobre el rostro. Eli hizo la señal
de la cruz mientras los arañazos rojos iban cerrándose y sanando en su mejilla, y
solo quedaba la piel lisa y despejada bajo la sangre que iba secándose. Se agachó
para recoger sus gafas de atrezo, que estaban caídas junto al cuerpo. Mientras
volvía a colocárselas sobre la nariz, sonó su teléfono, y lo sacó del bolsillo de la
chaqueta.
—Línea del Héroe —atendió con voz suave—. ¿En qué puedo servirle?
Eli había esperado oír la risa lenta de Serena —lo del héroe era un chiste privado
—, pero la voz que oyó en la línea era ronca y, sin ninguna duda, masculina.
—¿Señor Ever? —preguntó el hombre.
—¿Quién habla?
—Soy el agente Dane, de la policía de Merit. Nos han avisado que hay un
asalto en el Banco Tidings Well, en la Quinta y Harbor.
Eli frunció el ceño.
—Yo tengo mi propio trabajo, oficial. No me diga que la policía quiere que
haga también el suyo. ¿Y cómo ha conseguido este número? No es así cómo
acordamos comunicarnos.
—La chica. Me lo dio ella.
Algo explotó en el fondo, y la línea se llenó de estática.
—Mejor que sea urgente.
—Lo es —respondió el oficial Dane—. El ladrón es un EO.
Eli se frotó la frente.
—¿No tienen tácticas especiales? Seguramente se las enseñan en alguna parte.
No puedo ir y…
—El problema no es que sea un EO, señor Ever.
—Pues dígame, entonces —dijo Eli, con los dientes apretados—. ¿Cuál es?
—Lo han identificado como Barry Lynch. Usted… Es decir, él… se supone
que está muerto.
Una larga pausa.
—Voy para allá —dijo Eli—. ¿Eso es todo?
—No. Está armando un escándalo. Pide a gritos verle específicamente a usted.
¿Lo matamos?
Eli cerró los ojos mientras llegaba al coche.
—No. No lo maten hasta que yo llegue.
Eli cortó.
Abrió la puerta, subió al coche y llamó a un número por marcación rápida.
Atendió una voz de mujer, pero la interrumpió.
—Tenemos un problema. Barry ha vuelto.
—Lo estoy viendo en las noticias. Creí que tú lo…
—Sí, lo maté, Serena. Estaba bien muerto.
—Entonces, ¿cómo…?
—¿Cómo puede estar asaltando un banco en la Quinta y Harbor? —completó,
furioso, mientras ponía el coche en marcha—. ¿Cómo es que de pronto no está
muerto? Es una buena pregunta. ¿Quién podría haber resucitado a Lynch?
Hubo un largo silencio en la línea, hasta que Serena respondió.
—Me dijiste que la habías matado.
Eli aferró el volante.
—Y eso creía.
Al menos, había tenido esa esperanza.
—¿Como también mataste a Barry?
—Puede que estuviera más seguro con respecto a Lynch que a Sydney. Barry
estaba decidida e innegablemente muerto.
—Me dijiste que la seguiste. Dijiste que terminaste…
—Hablaremos de esto más tarde —interrumpió—. Tengo que ir a matar a Barry Lynch. Otra vez.
Serena dejó que el teléfono resbalara entre sus dedos. El aparato cayó sobre la
cama con un golpe suave y ella se volvió hacia el televisor del hotel, donde
continuaba la cobertura del asalto. A pesar de que la acción se estaba
desarrollando en el interior del banco y las cámaras estaban en la calle, tras una
gruesa valla de cinta amarilla, la escena estaba provocando todo un alboroto. Al
fin y al cabo, el robo de la semana anterior en Smith & Lauder había salido en
todos los periódicos. El héroe civil había salido ileso de la pelea. El ladrón había
salido en una bolsa de plástico.
No era de extrañar, pues, que el público estuviera desconcertado al ver al
ladrón con vida y en condiciones de asaltar otro banco. Su nombre pasaba como
una cinta de teletipo por el pie de la pantalla, en letras gruesas que anunciaban
Barry Lynch vive Barry Lynch vive Barry Lynch vive…
Y eso significaba que Sydney estaba viva. A Serena no le cabía duda de que
aquella hazaña rara e inquietante había sido obra de su hermana.
Bebió un sorbo de café demasiado caliente e hizo una ligera mueca cuando le
quemó la garganta, pero no lo dejó. Se aferró al hecho de que su poder no
afectaba a los objetos inanimados. Estos no tenían mente ni sentimientos. No
podía ordenarle al café que no la quemara, ni a los cuchillos, que no la cortaran.
A las personas que sostenían esos objetos podía dominarlas, pero no a los
objetos en sí. Bebió otro sorbo y sus ojos volvieron al televisor, donde se veía
una fotografía del EO previamente muerto que ocupaba la mitad derecha de la
pantalla.
Pero ¿por qué lo había hecho Sydney?
Eli le había jurado que su hermana estaba muerta. Serena le había advertido
que no mintiera, y él la había mirado a los ojos y le había dicho que había
disparado a Sydney. Y en realidad, no había mentido, ¿verdad? Serena misma había estado allí cuando él había apretado el gatillo. Apretó la mandíbula. Eli
podía resistirse cada vez un poquito más; iba encontrando puntos débiles en el
poder de Serena. Redirecciones, omisiones, evasiones, retrasos. No era que ella
no valorara esos pequeños desafíos, pues los valoraba; pero pensaba en Sydney,
viva, herida y en la ciudad, y le costaba respirar.
Las cosas no deberían haber salido así.
Serena cerró los ojos, y en su mente vio el campo, el cadáver y el rostro
asustado de su hermana. Aquel día, Sydney se había esforzado por demostrar
valentía, pero no podía disimular el miedo, no ante Serena, que conocía al
dedillo el rostro de su hermana, que se había sentado en el borde de su cama
tantas noches, alisando aquellos pliegues de preocupación con el pulgar en la
oscuridad. Serena no debería haberse dado vuelta, no debería haber llamado a su
hermana. Había sido un reflejo, un eco de su vida anterior. Se había recordado
una y otra vez que la chica que estaba en el campo no era realmente su hermana.
Serena sabía que aquella chiquilla que se parecía a Sydney no era Sydney, así
como sabía que ella misma no era Serena. Pero eso no importó un segundo antes
de que Eli apretara el gatillo. Había visto a Sydney tan pequeña y asustada, y tan
viva, que se le había olvidado que no lo estaba.
Abrió los ojos y volvió a posarlos en el titular que seguía pasando por la
pantalla —Barry Lynch vive Barry Lynch vive Barry Lynch vive—, y apagó la
televisión.
Eli lo expresaba mejor. Decía que los EO eran sombras, con las formas de las
personas que las habían creado, pero grises por dentro. Serena lo sentía así.
Desde que había despertado en el hospital, se sentía como si le faltara algo
colorido, brillante y vital. Eli decía que eso que le faltaba era el alma. Afirmaba
que él era diferente, y Serena dejaba que pensara eso porque la única alternativa
era contradecirlo, y entonces él lo creería.
Pero ¿y si tenía razón? La idea de haber perdido el alma le producía una
tristeza lejana. Le dolía pensar en la pobre Syd como una sombra hueca, y se le hacía más fácil creer a Eli cuando este decía que devolver a los EO a la tierra era
un acto de piedad. Había sido más difícil cuando Sydney llegó a su puerta, con el
rostro encendido por el frío y los ojos azules brillantes, como si la luz aún
habitara en ellos. Serena había vacilado, había tropezado con las dudas que
susurraban en su mente mientras se internaban en el campo.
Eli afirmaba que el pecado de Sydney era doble. No solo era una EO,
antinatural e indebida, sino que además poseía el poder de corromper a otros, de
envenenarlos al llenarles el cuerpo con algo que se parecía a la vida, pero no lo
era. Tal vez era eso lo que Serena había visto en los ojos de Sydney: una luz
falsa que había confundido con la vida de su hermana. Con su alma.
Tal vez.
Fuera cual fuese la razón, el hecho era que Serena había dudado, y ahora su
hermana, la sombra que habitaba su forma, estaba viva y, aparentemente, en la
ciudad. Serena se puso el abrigo y salió en busca de Sydney.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora