HACE DOS DÍAS
EL HOTEL ESQUIRE
Mitch llevó a Sydney de vuelta a su habitación y cerró la puerta. Ella
permaneció en la oscuridad durante varios minutos, aturdida por el eco del dolor,
la fotografía en el periódico y los ojos pálidos, muertos, de Victor hasta que
había vuelto en sí. Se estremeció. Habían sido dos largos días. Había pasado la
noche anterior bajo un paso elevado, escondida en un rincón donde se unían dos
placas de cemento, intentando mantenerse seca. El invierno se había
transformado en una primavera fría y lluviosa. Había empezado a llover el día
anterior a aquel en que le habían disparado, y desde entonces no había parado.
Hundió los dedos en el puño de la sudadera robada. Aún sentía la piel extraña.
Le había quemado todo el brazo; la herida de bala había sido como el centro
ardiente de una trama de dolor, y luego alguien lo había apagado. Esa era la
única imagen que se le ocurría, como si alguien hubiera cercenado aquello que la
conectaba al dolor, y en su lugar no había quedado otra sensación más que un
hormigueo. Sydney se frotó la piel, esperando recuperar las sensaciones. No le
gustaba aquel entumecimiento. Le recordaba al frío, y Sydney detestaba tener
frío.
Apoyó el oído contra la puerta en busca de señales de Victor, pero la puerta
del baño seguía bien cerrada, y finalmente, mientras iba disminuyendo el
hormigueo en su piel, volvió a meterse en la cama demasiado grande de aquel hotel extraño, se acurrucó e intentó conciliar el sueño. Al principio no pudo, y en
un momento de debilidad deseó que Serena estuviera allí. Su hermana se sentaría
en el borde de la cama y le acariciaría el pelo, pues decía que ese gesto aquietaba
los pensamientos. Sydney cerraba los ojos y dejaba que todo se acallara, primero
su mente y luego el mundo, mientras las caricias de su hermana la conducían al
sueño. Pero se contuvo, entrelazó los dedos con las sábanas y recordó que
Serena —la que habría hecho esas cosas— ya no estaba. Ese pensamiento fue
como agua fría que volvió a acelerarle el corazón, así que decidió no pensar en
Serena y probó con un truco que le había enseñado una de sus niñeras. Consistía
en contar, no de forma ascendente ni descendente, sino simplemente uno-dos-
uno-dos mientras inhalaba y exhalaba. Uno-dos. Suave y constante, como los
latidos del corazón, hasta que por fin la habitación del hotel se desvaneció y ella
se durmió.
Y cuando se durmió, soñó con agua.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...