CAP XXlX

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HACE UN AÑO
PARQUE BRIGHTON

Sydney Clarke murió en un día fresco de marzo.
Ocurrió poco antes del almuerzo, y todo fue por culpa de Serena.
Las hermanas Clarke eran idénticas, a pesar de que Serena le llevaba siete años
y casi veinte centímetros. El parecido se debía, en parte, a los genes y, por otra
parte, a la adoración que Sydney sentía por su hermana mayor. Se vestía como
Serena, se comportaba como Serena, y era, en casi todos los aspectos, una
versión en miniatura de su hermana. Una sombra, distorsionada por la edad y no
por el sol. Tenían los mismos ojos azules y el mismo pelo rubio, pero Serena
hacía que Sydney lo llevara muy corto para que la gente no las mirara tanto. Así
de llamativa era la semejanza.
Y tanto como se parecían entre sí, tenían poco parecido con sus padres…
Aunque ellos no estaban presentes con tanta frecuencia como para poder
compararlos. Serena solía decirle que aquellas personas en realidad no eran sus
padres, que las niñas habían llegado a la costa en un pequeño bote azul desde
algún lugar lejano, o que las habían encontrado en el vagón de primera clase de
un tren, o que las habían traído de contrabando unos espías. Si Sydney
cuestionaba esa historia, Serena simplemente insistía en que su hermana no la
recordaba porque entonces era demasiado pequeña. Aun así, Sydney estaba casi
segura de que eran fantasías, pero nunca tenía toda la certeza; Serena era muy buena contando cuentos. Siempre había sido convincente (esa era la palabra que
ella usaba para no decir que mentía).
Había sido idea de Serena salir a caminar por el lago congelado y hacer un
pícnic. Solían hacerlo cerca de Año Nuevo, cuando el lago que estaba en el
centro del parque Brighton era solo un bloque de hielo, pero como Serena se
había ido a la universidad, esa vez no habían podido. Fue, entonces, un fin de
semana largo de marzo, hacia el final de las vacaciones de primavera de Serena
y unos días antes de que Sydney cumpliera doce años, cuando por fin decidieron
guardar su almuerzo y salir al hielo. Serena se había puesto la manta de pícnic a
modo de capa, y le estaba contando a su hermana pequeña el último cuento sobre
cómo las dos habían llegado a llevar el apellido Clarke. Tenía que ver con
piratas, o superhéroes, aunque Sydney no estaba prestando atención; estaba
demasiado ocupada intentando guardar en su mente imágenes de su hermana,
como fotografías mentales a las que pudiera recurrir cuando Serena volviera a
marcharse. Llegaron a lo que la hermana mayor consideró una buena parte del
lago y esta se quitó la manta de los hombros, la extendió sobre el hielo y empezó
a descargar sobre ella la ecléctica selección de comida que había encontrado en
la alacena.
Ahora bien, el problema de marzo (que no se daba en enero ni en febrero) era
que, aunque aún hacía bastante frío, el espesor del hielo iba en disminución y no
era regular. En las horas más templadas del día, el lago helado cercano a su casa
empezaba a derretirse. Ni siquiera se percibía el cambio, a menos que se
rompiera cuando uno lo pisaba.
Que fue lo que ocurrió.
Mientras colocaban la comida para el pícnic, se fueron formando grietas
pequeñas y silenciosas bajo una fina capa de nieve, y cuando el sonido del hielo
que se resquebrajaba llegó a ser lo bastante fuerte como para oírlo, fue
demasiado tarde. Serena acababa de empezar otro cuento cuando el hielo cedió,
y ambas se hundieron en el agua oscura y semicongelada.
El frío hizo que todo el aire saliera de los pulmones de Sydney, y aunque
Serena le había enseñado a nadar, se le enredaron las piernas en la manta y esta
la arrastró hacia el fondo. El agua helada le hacía daño en la piel, en los ojos.
Intentó alcanzar la superficie y las piernas de Serena, pero fue en vano. Seguía
hundiéndose y extendiendo los brazos, y mientras se hundía más y más lejos de
su hermana, no podía pensar en otra cosa más que regresa regresa regresa. Y
entonces el mundo empezó a congelarse a su alrededor, y hacía mucho frío, y
eso también empezó a desvanecerse, y solo quedó la oscuridad.
Más tarde, Sydney se enteró de que, en efecto, Serena había regresado, que la
había sacado por el agua helada hasta la superficie del lago y luego se había
desplomado a su lado.
Alguien había visto los cuerpos en el hielo.
Cuando llegó el equipo de rescate, Serena apenas respiraba y su corazón se
empecinaba en seguir latiendo —hasta que se detuvo— y Sydney estaba del
color blanco azulado del mármol, igualmente inmóvil. Las dos estaban muertas,
pero dado que técnicamente también estaban congeladas, no se las podía declarar
oficialmente muertas, así que llevaron a las hermanas Clarke al hospital para
hacerlas entrar en calor.
Lo que ocurrió después fue un milagro. Las hermanas revivieron. Recuperaron
el pulso y respiraron una vez, y otra —en realidad, de eso se trataba la vida— y
despertaron, y se incorporaron, y hablaron, y estaban, en todos los aspectos
discernibles, vivas.
Había un solo problema.
Sydney no entraba en calor. Se sentía más o menos bien, pero tenía el pulso
demasiado lento, y la temperatura, demasiado baja —oyó decir a los médicos
que, con esos parámetros, hubiera debido estar en coma— y consideraron que su
estado era demasiado frágil para que abandonara el hospital.
Lo de Serena fue totalmente distinto. A Sydney le pareció que estaba
comportándose de un modo extraño, incluso más malhumorada que de costumbre, pero nadie más —ni los médicos ni las enfermeras ni los psicólogos,
ni siquiera sus padres, que habían adelantado su regreso de un viaje al enterarse
del accidente— parecía notar el cambio. Serena se quejaba de que tenía
jaquecas, así que le daban analgésicos. Se quejó del hospital, y le dieron el alta.
Así, sin más. Sydney los había oído hablar del estado de su hermana, pero
cuando ella se acercó y dijo que quería salir, se hicieron a un lado y la dejaron
pasar. Serena siempre se había salido con la suya, pero nunca así. Nunca sin
dificultad.
—¿Te vas? ¿Así sin más?
Sydney estaba sentada en su cama. Serena estaba en la puerta, con ropa de
calle. Tenía una caja en las manos.
—Estoy perdiendo clases. Además, odio los hospitales, Syd —explicó—. Tú
lo sabes.
Por supuesto que Sydney lo sabía. Ella también odiaba los hospitales.
—Pero no lo entiendo. ¿Te dejan salir?
—Eso parece.
—Entonces diles que me dejen salir a mí también.
Serena se acercó a la cama y acarició el pelo de Sydney.
—Tú necesitas quedarte un poco más.
Sydney no pudo seguir insistiendo, y asintió, con lágrimas en las mejillas.
Serena se las enjugó con el pulgar, y dijo:
—No me voy para siempre.
Al oírla, Sydney recordó cuánto había deseado que su hermana regresara
mientras se hundía bajo el agua.
—¿Te acuerdas —le preguntó a su hermana mayor— de lo que pensabas
cuando estabas en el lago, cuando se rompió el hielo?
Serena frunció el ceño.
—¿Quieres decir, además de mierda, qué fría está?
Sydney casi sonrió. Serena, no. Retiró la mano del rostro de Sydney.
—Recuerdo que pensé no. No, así no. —Dejó la caja que tenía en las manos en
la mesita de noche—. Feliz cumpleaños, Syd.
Y entonces Serena se marchó. Y Sydney, no. Pidió salir, pero se lo negaron.
Insistió, suplicó, juró que estaba bien, y se lo negaron. Era su cumpleaños, y no
quería pasarlo sola en un lugar como ese. No podía pasarlo allí. Pero aun así se
lo negaron.
Sus padres trabajaban. Tuvieron que irse.
Una semana, le prometieron. Quédate una semana.
No le dejaron muchas opciones. Sydney se quedó.
Sydney odiaba las noches en el hospital.
Había demasiado silencio en todo la planta, demasiada calma. Era el único
momento en que el pánico se apoderaba de ella, pánico de no poder salir nunca
de allí, de no poder volver a casa. Quedaría allí olvidada, con la misma ropa
pálida que usaban todos los demás, confundiéndose entre los pacientes, las
enfermeras y las paredes, y su familia estaría afuera, en el mundo, y ella se
desangraría como un recuerdo, como una camiseta descolorida que se ha lavado
demasiadas veces. Como si Serena supiera con exactitud lo que ella necesitaba,
la caja que dejó junto a la cama de Sydney contenía una bufanda púrpura. Tenía
más color que cualquier otra cosa en su pequeña maleta.
Sydney se aferró a aquella banda de color; se envolvía el cuello con ella a
pesar de que no tenía mucho frío (en realidad, según los médicos, lo tenía, pero
no sentía mucho frío), y empezó a caminar. Se paseaba por el sector del hospital
en el que estaba, y disfrutaba cuando los ojos de las enfermeras se desviaban
hacia ella. La veían y no la detenían, y eso la hacía sentirse como Serena, que
siempre lograba que el mar se abriera a su paso. Una vez que recorrió la planta
entera tres veces, subió la escalera hasta la siguiente. Estaba pintada en otro tono
de beige. El cambio era tan sutil que los visitantes nunca se hubieran dado cuenta, pero Sydney llevaba tanto tiempo mirando las paredes de su planta que
era capaz de distinguir ese tono entre diez mil colores, doscientos tonos de
blanco.
En ese otro piso, la gente estaba más enferma. Sydney lo percibió con el olfato
incluso antes de oír las toses o de ver la camilla que sacaban de una habitación,
vacía salvo por una sábana grande. Allí el ambiente olía a desinfectantes más
fuertes. Alguien gritó en una habitación que estaba más adelante, y la enfermera
que empujaba la camilla se detuvo, la dejó en el pasillo y se dirigió a toda prisa a
la habitación de ese paciente. Sydney la siguió para ver de qué se trataba tanto
alboroto.
En la habitación que estaba al final del pasillo había un hombre triste, pero
Sydney no entendió por qué. Se quedó afuera e intentó ver algo, pero en el
interior corrieron una cortina que dividió el espacio en dos y ocultó al hombre, y
la camilla le bloqueaba el paso. Se apoyó en la camilla, apenas un poco, y se
estremeció.
La sábana que había tocado estaba allí para cubrir algo. Ese algo era un
cuerpo. Y cuando lo rozó, el cuerpo se crispó. Sydney retrocedió de un salto y se
cubrió la boca para no gritar. De pie contra la pared beige, miró a las enfermeras
que estaban en la habitación y luego el cuerpo que estaba sobre la camilla, bajo
la sábana. Se crispó por segunda vez. Sydney se envolvió las manos con los
extremos de la bufanda púrpura. Volvió a sentirse helada, pero de un modo
diferente. No era por el agua. Era por miedo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó una enfermera que tenía un uniforme de un
tono beige verdoso poco favorecedor. Sydney no tenía idea de qué responder, así
que se limitó a señalar. La enfermera la tomó por la muñeca y empezó a llevarla
por el pasillo.
—No —dijo Syd, por fin—. Mire.
La enfermera suspiró y echó un vistazo atrás, hacia la sábana, que volvió a
crisparse.
La enfermera gritó.
A Sydney le asignaron terapia.
Los médicos dijeron que era para ayudarla a sobrellevar el trauma de haber
visto un cadáver (aunque en realidad no había llegado a verlo), y Sydney habría
protestado, pero después de su excursión no autorizada a la planta superior la
confinaron a su habitación, y no tenía otra forma de pasar el tiempo, de modo
que aceptó. Sin embargo, no mencionó que había tocado el cuerpo un momento
antes de que reviviera.
La recuperación de aquella persona se consideró un milagro.
Sydney rio, más que nada porque habían dicho lo mismo de su propia
recuperación.
Se preguntó si a ella también la habría tocado alguien sin querer.
Al cabo de una semana, la temperatura corporal de Sydney seguía sin subir, pero
por lo demás parecía estable y los médicos accedieron por fin a darle el alta al
día siguiente. Esa noche, Sydney se escabulló de su habitación y bajó a la
morgue, para comprobar si lo que había ocurrido en el pasillo era realmente un
milagro, un incidente feliz, pura casualidad, o si de alguna manera ella había
tenido algo que ver.
Media hora más tarde, salió de la morgue a toda prisa, profundamente
asqueada y manchada de sangre seca, pero con su hipótesis confirmada.
Sydney Clarke podía resucitar a los muertos.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora