TREINTA MINUTOS ANTES DE
MEDIANOCHE
EL HOTEL ESQUIRE
Quemar los papeles le llevó más tiempo del que Sydney había calculado, y al
llegar a la séptima u octava hoja, la novedad de destrozar algo se había perdido,
y en su lugar había quedado un complicado sentido de la obligación. Estaba
junto al fregadero, quieta sobre el libro de Victor, acercando una página cada vez
a la llama del pequeño mechero azul, y esperaba hasta que cada una se redujera a
una capa de cenizas antes de empezar con la siguiente. Tenía la fuerte sospecha
de que Victor le había encomendado esa tarea solo para mantenerla ocupada. No
le molestaba tanto. Era mejor que estar sentada sin hacer nada, mirando el reloj y
preguntándose cuándo regresarían.
Si regresaban.
Dol estaba de pie a su lado, casi apoyando el hocico en la encimera junto a los
papeles que quedaban; gemía levemente cada vez que ella acercaba una hoja a la
llama del mechero. Sydney esperaba tanto como se atrevía antes de dejar caer la
hoja en llamas al fregadero, un poquito más cada vez, y luego observaba cómo
se ennegrecían y arrugaban los rostros tachados de las víctimas de Eli, mientras
el fuego consumía sus nombres, sus fechas, sus vidas.
Sydney sintió un escalofrío. La habitación estaba helada, con las puertas del balcón abiertas, y Dol ya había
salido una vez, inquieto por el fuego; pero tenía que dejarlas así por el humo que
se levantaba de las páginas chamuscadas, y Sydney pasó toda la tarea esperando
a que sonaran las alarmas. Tuvo que resistir la tentación de quemar el resto de la
carpeta de una sola vez y terminar, pero le preocupaban las alarmas y por eso
siguió trabajando en forma lenta y metódica. La cantidad de humo que creaba
una sola hoja no parecía suficiente para dispararlas, pero si quemaba toda la
carpeta de una vez sin duda se dispararían.
Dol pronto perdió el interés y volvió a salir al balcón. A Sydney no le gustaba
que estuviera allí afuera, así que lo llamó para que entrara, y casi se chamuscó
los dedos porque se le olvidó soltar la página que tenía en la mano.
Sonó un teléfono en el bolsillo de Sydney.
Victor se lo había comprado. O, mejor dicho, Victor lo había comprado, y
luego se lo había regalado al ver lo que ella era capaz de hacer. A los ojos de
Sydney, el teléfono era una invitación a quedarse. Ella, Mitch y Victor tenían el
mismo modelo, y eso, en cierto modo, la hacía feliz. Era como pertenecer a un
club. En el colegio, ella había querido pertenecer a un club, pero nunca había
sido buena para los deportes, no le importaba ser delegada estudiantil (de todos
modos, en su curso era un chiste), y desde que había resucitado a un hámster en
la clase de ciencias, no se atrevía a participar mucho en un club de ciencias
naturales fuera del horario de clases. De todas formas, en el instituto los clubes
serían más divertidos, había razonado.
Si lograba llegar con vida al instituto.
Volvió a sonar el teléfono. Sydney dejó el mechero y sacó el teléfono del
bolsillo.
—¿Hola? —descolgó.
—Hola, Syd. —Era Mitch—. ¿Todo bien por allí?
—Estoy terminando con los papeles —respondió.
Tomó de nuevo el mechero y prendió fuego otra hoja. Era el perfil de la chica de pelo azul. El mismo azul, casi, que el del mechero. Sydney la observó
mientras la cara de la chica se deformaba hasta desaparecer.
—¿Vais a pensar con qué más me mantenéis ocupada?
Mitch rio, pero no parecía muy contento.
—Eres una niña. Ve un poco de televisión. Volveremos más tarde.
—Oye, Mitch —dijo Sydney, con voz más queda—. Tú… vas a volver,
¿verdad?
—En cuanto pueda, Syd. Te lo prometo.
—Más te vale. —Encendió otra hoja—. Si no, me tomaré toda tu leche con
cacao.
—No te atreverías —repuso Mitch, y Sydney casi pudo oír la sonrisa en su voz
antes de cortar.
Sydney guardó el teléfono y prendió fuego a la última hoja. Era la suya.
Acercó el mechero al ángulo de la página y sostuvo el papel de modo tal que el
fuego consumiera primero un lado antes de llegar a la foto, la versión en papel
de la niña rubia de pelo corto y ojos celestes. Luego quemó la imagen y
finalmente no quedó nada. Dejó que el fuego le lamiera los dedos antes de soltar
el papel al fregadero, y sonrió.
Esa chica estaba muerta.
Alguien llamó a la puerta de la habitación, y casi se le cayó el mechero.
Llamaron por segunda vez.
Sydney contuvo el aliento. Dol se irguió, emitió una especie de gruñido y se
colocó directamente entre ella y la puerta.
Llamaron por tercera vez, y luego alguien habló.
—¿Sydney?
Ni aunque se pusiera de puntillas, Sydney conseguiría espiar por la mirilla,
pero no era necesario. Reconoció la voz; la conocía mejor que a la suya. Levantó
una mano y se tapó la boca para contener la sorpresa, la respuesta, el sonido de
su respiración, como si no pudiera confiar en sus labios para nada.
—Sydney, por favor. —Le llegó la voz de Serena a través de la puerta, suave y
baja.
Por un momento, Sydney casi lo olvidó todo: el hotel, el disparo y el lago roto,
y fue como si estuvieran en casa jugando al escondite, y Sydney se hubiera
escondido demasiado bien o Serena se hubiera dado por vencida, o se hubiera
aburrido, e implorara a su hermana pequeña que saliera de su escondite. De
haber estado en casa, Serena le hubiera dicho que tenía galletas o limonada, o
¿qué tal si iban a ver esa película que Sydney quería ver? Podían hacer palomitas
de maíz. Nada de eso era verdad, claro. Incluso entonces, Serena era capaz de
decir cualquier cosa con tal de hacer salir a su hermana pequeña, y a Sydney no
le importaba, en realidad, porque había ganado.
Pero no estaban en casa.
Estaban muy lejos de casa.
Y ese juego estaba amañado, porque su hermana no necesitaba mentir, ni
sobornarla, ni hacer trampa. Lo único que necesitaba hacer era decir las palabras.
—Sydney, ven a abrir la puerta.
Sydney dejó el mechero, se alejó del libro de Victor y cruzó la habitación.
Apoyó la mano en la madera por un momento, hasta que sus dedos traicioneros
se dirigieron al picaporte de la puerta y lo giraron. Serena estaba en la entrada,
con una chaqueta verde de lana, de estilo marinero, y unos leggins enfundados
en botas negras de tacón alto. Tenía las manos apoyadas en el marco de la
puerta, a ambos lados. Una mano estaba vacía; en la otra tenía una pistola. La
mano que sostenía la pistola se deslizó por el marco de la puerta con un roce
metálico hasta apoyarse en el costado de Serena. Al ver el arma, Sydney se echó
levemente hacia atrás.
—Hola, Sydney —dijo Serena mientras, con aire distraído, se golpeteaba los
leggins con la pistola.
—Hola, Serena —respondió su hermana.
—No corras.
A Sydney no se le había ocurrido hacerlo. Pero no pudo discernir si había
tenido la idea de hacerlo y las palabras de su hermana la habían disuadido, o si
era tan valiente que ni siquiera se le había ocurrido escapar, o si simplemente era
lo bastante lista para saber que no podía librarse dos veces de las balas,
especialmente sin un bosque a mano y sin ventaja.
Por la razón que fuese, Sydney se quedó muy pero muy quieta.
Dol gruñó cuando Serena entró a la habitación, pero cuando ella le ordenó
sentarse, el perro obedeció y sus patas traseras se plegaron a regañadientes.
Serena pasó junto a su hermana menor, observó las cenizas en el fregadero y el
cartón de leche con cacao que estaba sobre la encimera (Sydney había decidido
beberla, al menos en parte, si Mitch no regresaba pronto), y luego se volvió
hacia su hermana pequeña.
—¿Tienes teléfono? —le preguntó.
Sydney asintió, y su mano se dirigió con voluntad propia al bolsillo para sacar
el móvil que Victor le había regalado. El que era igual al de él y al de Mitch. El
que los convertía en un equipo. Serena extendió la mano, y la mano de Sydney
se extendió sola y depositó el aparato en la mano de su hermana. Serena salió
entonces al balcón, donde las puertas aún estaban abiertas para que se disipara el
humo, y arrojó el teléfono por encima de la barandilla, hacia la noche.
A Sydney se le fue el alma al suelo junto con el rectángulo de metal. Le
gustaba mucho ese teléfono.
Después, Serena cerró las puertas del balcón y se sentó en el respaldo del sofá,
frente a su hermana y con la pistola apoyada sobre una rodilla. Se sentaba igual
que Sydney, o mejor dicho, Sydney se sentaba como siempre se había sentado
ella, con solo la mitad de su peso, como si fuera a necesitar levantarse a toda
prisa en cualquier momento. Pero mientras que Sydney parecía estar al acecho
cuando se sentaba así, a Serena le daba un aspecto informal, incluso indolente, a
pesar de la pistola.
—Feliz cumpleaños —dijo.
—Todavía no es medianoche —respondió Sydney en voz baja.
Puedes venir y quedarte hasta tu cumpleaños, le había prometido Serena.
Sonrió con tristeza.
—Solías quedarte despierta hasta que daban las doce, a pesar de que mamá te
decía que no lo hicieras porque sabía que al día siguiente estarías cansada. Te
quedabas despierta leyendo, y esperabas, y cuando el reloj daba las doce,
encendías una vela que habías escondido debajo de la cama y pedías un deseo.
Había una chaqueta sobre el respaldo del sofá, la que Sydney se había quitado
cuando Victor le pidió que se quedara, y Serena se puso a juguetear con uno de
los botones.
—Era como una fiesta secreta de cumpleaños —añadió suavemente—. Solo
para ti, antes de que los demás pudieran celebrar algo contigo.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Sydney.
—Soy tu hermana mayor —respondió Serena—. Es mi trabajo saber las cosas.
—Dime, entonces —pidió Sydney—. ¿Por qué me odias?
Serena la miró a los ojos.
—No te odio.
—Pero quieres que muera. Crees que no estoy bien. Que estoy rota.
—Creo que todos lo estamos —repuso Serena, al tiempo que le arrojaba el
abrigo rojo—. Ponte esto.
—Yo no me siento rota —replicó Sydney en voz baja mientras se ponía las
mangas demasiado grandes—. Y aunque lo esté, puedo componer a otros.
Serena observó a su hermana.
—No puedes componer a los muertos, Syd. Los EO son la prueba de eso.
Además, no te corresponde intentarlo.
—Y a ti no te corresponde controlar la vida de la gente —replicó Sydney.
Serena arqueó una ceja, divertida.
—¿Quién te ha enseñado a cantar tan alto? La Sydney que yo conocía apenas
sabía gorjear.
—Ya no soy aquella Sydney.
Serena se puso seria. Aferró el arma con fuerza.
—Vamos a dar un paseo —anunció.
Sydney fue echando vistazos hacia atrás, mientras sus pies seguían a Serena
hacia la puerta con la misma obediencia simple que había hecho que sus manos
le entregaran el teléfono. Extremidades traicioneras. Quería dejar una nota, una
pista, algo, pero Serena se impacientó, la tomó por la manga y tiró de ella hacia
el pasillo. Dol se quedó sentado en mitad de la habitación, y gimió cuando ellas
pasaron.
—¿Puede venir?
Serena se detuvo un momento y extrajo el cargador de la pistola para ver
cuántas balas tenía.
—Está bien —dijo, al tiempo que volvía a colocarlo—. ¿Dónde está su correa?
—No tiene.
Serena sostuvo la puerta abierta y suspiró.
—Sigue a Sydney —le ordenó a Dol.
El perro se levantó de inmediato, se acercó y se colocó al lado de Sydney, muy
cerca de ella.
Serena los condujo por la escalera de cemento que bajaba junto al ascensor
hasta el garaje del hotel, una estructura de paredes abiertas ubicada contra la
espina dorsal del Esquire. El lugar olía a gasolina, había poca luz y el aire estaba
muy frío, porque soplaba un viento lateral en ráfagas cortas e intensas.
—¿Vamos en coche? —preguntó Sydney, arrebujándose en su abrigo.
—No —respondió Serena, volviéndose hacia su hermana.
Alzó la pistola hasta la frente de Sydney y se la apoyó contra la piel, entre sus
ojos celestes. Dol gruñó. Sydney levantó una mano y se la apoyó en el lomo para
tranquilizarlo, pero sin dejar de mirar a Serena, aunque no era fácil enfocar la
vista alrededor del cañón del arma.
—Antes teníamos los mismos ojos. —Observó Serena—. Ahora tú los tienes más claros.
—Me gusta que por fin seamos diferentes —respondió Sydney, conteniendo
un estremecimiento—. No quiero ser tú.
Se hizo silencio entre las hermanas. Un silencio lleno de piezas en
movimiento.
—No necesito que seas yo —respondió Serena finalmente—. Pero sí necesito
que seas valiente. Necesito que seas fuerte.
Sydney cerró los ojos con fuerza.
—No tengo miedo.
Serena estaba en el garaje con el dedo en el gatillo, el cañón apoyado entre los
ojos de Sydney, y se paralizó. La chica que estaba al otro lado de la pistola era y
no era su hermana. Tal vez Eli se equivocaba y no todos los EO estaban rotos, al
menos no del mismo modo. O quizás Eli tenía razón y la Sydney que ella
conocía ya no estaba; pero aun así, esta nueva Sydney no estaba hueca, no era
oscura, no estaba realmente muerta. Esta Sydney estaba viva como la anterior
nunca lo había estado. Tenía un brillo interior que se le notaba en la piel.
Sus dedos se relajaron, y apartó el arma del rostro de su hermana. Sydney
mantuvo los ojos bien cerrados. La pistola le había dejado una marca en la
frente, una pequeña mella donde había estado apoyada, y Serena extendió la
mano y se la suavizó con el pulgar. Solo entonces Sydney abrió los ojos, y la
fortaleza que había en ellos vaciló.
—¿Por qué…? —empezó a preguntar.
—Ahora necesito que pongas atención —la interrumpió Serena con su tono
parejo, al que nadie, ni siquiera Eli, sabía negarse. Un poder absoluto—.
Necesito que hagas lo que te digo.
Colocó la pistola en las manos de Sydney; luego la tomó por los hombros y le
dio un apretón.
—Vete —le dijo.
—¿A dónde? —preguntó Sydney.
—A algún lugar seguro.
Serena la soltó y le dio un empujoncito hacia atrás, como alejándola; un gesto
que alguna vez habría resultado juguetón, normal. Pero la expresión de sus ojos,
la pistola en las manos de Sydney y la noche cada vez más fría fueron vívidos
recordatorios de que ya nada era normal. Sydney guardó la pistola en su abrigo,
pero no apartó los ojos de su hermana ni se movió.
—Vete —insistió Serena.
Esta vez, Sydney obedeció. Dio media vuelta, aferró a Dol por la piel del
pescuezo y los dos echaron a correr entre los coches. Serena los observó hasta
que su hermana se redujo a un puntito rojo, y luego, a nada. Al menos tendría
una oportunidad.
Sonó un teléfono en el bolsillo de la chaqueta de Serena. Esta se frotó los ojos
y atendió.
—Ya he llegado —anunció Eli—. ¿Dónde estás?
Serena se enderezó.
—Estoy en camino.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...