HACE DIEZ AÑOS
UNIVERSIDAD LOCKLANDEli inhaló varias bocanadas de aire, aferrándose el pecho. Abrió los ojos con
dificultad y se esforzó por enfocarlos. Observó la habitación a su alrededor, la
vista desde el suelo cubierto de mantas, y por último dirigió su mirada insegura a
Victor.
—Hola —lo saludó, tembloroso.
—Hola —respondió Victor, aún visiblemente lleno de temor y pánico—.
¿Cómo te encuentras?
Eli cerró los ojos y giró la cabeza de un lado a otro.
—Yo… no lo sé… Estoy bien… creo.
¿Bien? Victor le había roto las costillas, le había destrozado por lo menos la
mitad, a juzgar por lo que había sentido, ¿y Eli se encontraba bien? Victor se
había sentido como muerto. Peor aún. Como si le hubieran arrancado, torcido,
retorcido o agarrotado cada fibra de su ser. Aunque, por otra parte, él no había
llegado a morir, ¿verdad? No como, estaba seguro, Eli lo había hecho. Se había
quedado sentado, observándolo, asegurándose de que Eliot Cardale no era un
cadáver helado. Tal vez era conmoción. O las tres inyecciones de epinefrina. Eso
tenía que ser. Pero aun con la conmoción y con una dosis nada saludable de
adrenalina… ¿bien?
—¿Bien? —preguntó en voz alta.
Eli se encogió de hombros.
—¿Puedes…? —Victor no supo cómo completar la pregunta. Si aquella teoría
absurda había dado resultado y, de alguna manera, Eli había adquirido alguna
capacidad tan solo por haber muerto y regresado, ¿lo sabría siquiera? Eli pareció
conocer el final de la pregunta.
—Bueno, no estoy encendiendo fuego con la mente, ni provocando terremotos
ni nada por el estilo. Pero no estoy muerto.
En su voz, Victor lo percibió, hubo un leve temblor de alivio.
Sentados los dos en una pila de mantas húmedas sobre el suelo mojado del
baño, todo aquel experimento les pareció una estupidez. ¿Cómo habían podido
arriesgar tanto? Eli volvió a inhalar largamente y se puso de pie. Victor se
apresuró a tomarlo del brazo, pero Eli lo rechazó.
—He dicho que estoy bien.
Salió del baño, evitando mirar la bañera, y fue a su cuarto a buscar ropa.
Victor hundió la mano por última vez en el agua helada y retiró el tapón. Cuando
terminó de limpiar todo, Eli había vuelto a aparecer en el pasillo, ya vestido.
Victor lo encontró examinándose en un espejo de pared, con el ceño ligeramente
fruncido.
Eli perdió el equilibrio por un instante, y extendió una mano para sostenerse de
la pared.
—Creo que necesito… —empezó a decir.
Victor supuso que la frase terminaría con «un médico», pero en lugar de eso,
Eli lo miró en el espejo, sonrió —no su mejor sonrisa— y dijo:
—Una copa.
Entonces Victor también logró esbozar algo parecido a una sonrisa con sus
propios labios.
—Eso sí puedo hacerlo.
Eli insistió en salir.
Victor pensó que podían emborrachasrse en la comodidad de su apartamento,
pero ya que, de los dos, era Eli quien había experimentado el trauma más
reciente y parecía decidido a estar en público, para celebrar, quizás, Victor
accedió. Ahora los dos estaban absolutamente borrachos —o al menos, lo estaba
Victor; Eli parecía notablemente lúcido tomando en cuenta la cantidad de
alcohol que había consumido—, regresando a paso lento y tambaleante por la
calle que llevaba directamente del bar local hasta su edificio, para eliminar la
necesidad de un vehículo.
A pesar del aire festivo, los dos habían hecho lo posible por evitar el tema de
lo que había ocurrido, y de la suerte que había tenido Eli… y, en realidad,
ambos. Ninguno parecía ansioso por hablar de ello, y a falta de síntomas
ExtraOrdinarios —a no ser el hecho de sentirse extraordinariamente afortunados
— tenían más motivos para dar gracias al cielo que para regodearse. Y gracias
estaban dando, chocando sus vasos imaginarios pero llenos hacia el cielo
mientras caminaban. Vertieron licor imaginario en el cemento como ofrenda a la
tierra, a Dios, al destino o a la fuerza que les había permitido divertirse y
sobrevivir para saber que no había sido más que eso.
Victor se sentía abrigado a pesar de las ráfagas de nieve; se sentía vivo, y hasta
recibía con agrado los últimos vestigios de dolor de su propia y desagradable
cercanía con la muerte. Eli contemplaba el cielo nocturno con una enorme
sonrisa, como aturdido, y entonces bajó a la calle. O al menos, intentó hacerlo.
Pero se le enganchó el pie en el borde de la acera y trastabilló, y cayó en cuatro
patas sobre una pila de nieve sucia, con huellas de neumáticos y cristales rotos.
Ahogó una exclamación, se echó atrás, y Victor vio sangre, una mancha roja en
la calle descolorida y cubierta de nieve. Eli se sentó en el borde de la acera e
inclinó la palma de la mano hacia la farola más cercana para ver mejor la herida,
en la que brillaban los restos de la botella de cerveza que alguien había
abandonado.
—Ay —dijo Victor, al tiempo que se inclinaba sobre él para examinar el corte
y casi perdía el equilibrio. Se sostuvo del poste de luz mientras Eli maldecía por
lo bajo y se extraía el fragmento más grande.
—¿Crees que van a tener que coserme?
Levantó la mano ensangrentada para que Victor la examinara, como si la vista
y el criterio de este fueran mejor que los suyos en ese momento. Victor entornó
los ojos para ver mejor, y estaba a punto de responder con toda la autoridad que
podía, cuando ocurrió algo.
En la palma de la mano de Eli, el corte empezó a cerrarse.
El mundo, que a los ojos de Victor había estado dando vueltas, se detuvo
súbitamente. Había copos de nieve suspendidos en el aire, y el aliento de ambos
pendía en forma de nube por encima de sus labios. No había otro movimiento
que el de la carne de Eli sanándose.
Y seguramente Eli lo sintió, porque bajó la mano sobre su regazo, y los dos se
quedaron observando cómo el corte que había abarcado desde el meñique hasta
el pulgar se cerraba solo. Al cabo de un momento, había dejado de sangrar —la
sangre que ya había perdido ahora estaba secándose en su piel— y la herida no
era más que una arruga, una cicatriz apenas visible, y luego, ni siquiera eso.
El corte simplemente había… desaparecido.
Pasaron horas en unos segundos mientras los dos intentaban asimilar lo que
eso significaba, lo que habían hecho. Era extraordinario.
ExtraOrdinario.
Eli se pasó el pulgar por la piel nueva de la palma de su mano, pero quien
habló primero fue Victor, y lo hizo con una elocuencia y una compostura
perfectamente acordes con la situación.
—¡Me cago en la puta!
Victor se quedó contemplando el punto donde el saliente del edificio en el que vivían limitaba con la noche nublada. Cada vez que cerraba los ojos, sentía que
se caía, más y más cerca de los ladrillos, así que intentaba mantenerlos abiertos
concentrándose en aquella extraña línea allá arriba.
—¿Vienes? —le preguntó Eli.
Estaba sosteniendo la puerta abierta, prácticamente saltando de impaciencia
por entrar y buscar alguna otra cosa que pudiera dañarlo físicamente. Sus ojos
brillaban con fervor. Y si bien Victor no lo culpaba, tampoco tenía deseos de
quedarse a ver cómo Eli se clavaba cosas toda la noche. Lo había visto hacer
pruebas durante todo el regreso a casa, dejando un reguero de gotas rojas en la
nieve, por la sangre que había alcanzado a salir antes de que las heridas llegaran
a cerrarse. Había visto la capacidad. Eli era un EO, en carne (regenerable) y
hueso. Victor había sentido algo cuando Eli había vuelto a la vida aparentemente
sin nada EO: alivio. Ahora, con las nuevas capacidades de Eli ante sus ojos
mareados durante todo el camino a casa, su alivio se había transformado en un
asomo de pánico. Quedaría relegado a un papel secundario: el del que toma
notas, el que sirve de caja de resonancia para las ideas del protagonista.
No.
—Vic, ¿vienes o no?
A Victor lo carcomían por igual la curiosidad y los celos, y la única manera
que conocía de sofocar ambas cosas, para acallar el deseo de hacerle daño a Eli
—o al menos, de intentarlo— era alejarse.
Meneó la cabeza, pero se detuvo abruptamente cuando el mundo siguió
moviéndose de un lado a otro.
—Ve tú —respondió, esforzándose por esbozar una sonrisa que no se reflejó
en sus ojos—. Ve a jugar con algunos objetos cortantes. Yo necesito caminar un
poco.
Bajó la escalinata y estuvo a punto de caerse dos veces en tres escalones.
—¿Puedes caminar, Vale?
Victor le hizo señas de que entrara.
—No voy a conducir. Solo a tomar un poco de aire.
Dicho eso, se alejó en la oscuridad, con dos objetivos en mente.
El primero era sencillo: poner la mayor distancia posible entre él y Eli antes de
hacer algo de lo cual pudiera arrepentirse.
El segundo era más complicado, y le dolía el cuerpo de pensar siquiera en ello,
pero no tenía opción.
Tenía que planear su siguiente intento de morir.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...