CAP XXXI

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HACE UN AÑO
PARQUE BRIGHTON


Sydney habló con Serena sobre el incidente en la morgue, y su hermana rio.
Sin embargo, no fue una risa alegre ni ligera. A Sydney ni siquiera le pareció
una risa de alguien que piensa: «Dios, mi hermana tiene daño cerebral o delirios
por haberse ahogado». Fue una risa que reflejaba algo más, y Sydney se puso
nerviosa.
Entonces Serena le dijo, con mucha calma y en voz baja (lo cual debería
haberle extrañado a Sydney sin más, porque Serena nunca había sido muy
calmada y silenciosa), que no le dijera a nadie más lo que había ocurrido en la
morgue, ni con el cuerpo en el pasillo, ni nada remotamente relacionado con la
resurrección de personas muertas, y Sydney misma se asombró al hacerle caso.
Desde ese momento, no tuvo deseos de compartir aquella noticia extraña con
nadie más que con Serena, y esta aparentemente no quería saber nada de eso.
Entonces Sydney hizo lo único que podía hacer. Volvió al colegio e intentó no
tocar nada que estuviera muerto. Logró terminar el año lectivo. Logró pasar el
verano… A pesar de que, de alguna manera, Serena había convencido al cuerpo
docente de que le permitieran hacer un viaje a Ámsterdam como parte de sus
estudios, y no volvió a casa, y cuando Sydney se enteró se enojó tanto que casi
quería decirle o mostrarle a alguien lo que podía hacer, con tal de fastidiar a su
hermana. Pero no lo hizo. Parecía que Serena siempre llamaba justo antes de que Sydney perdiera los estribos. Hablaban de cosas sin importancia; simplemente
llenaban el momento preguntando «cómo estás», y «cómo están papá y mamá»,
y «qué tal el colegio», y Sydney se aferraba a la voz de su hermana aunque las
palabras eran huecas. Y luego, cuando presentía que la conversación llegaba a su
fin, le pedía a Serena que viniera a casa, y Serena respondía que «No, esta vez
no», y Sydney se sentía perdida, sola, hasta que su hermana le decía «No me voy
para siempre, no me voy para siempre», y por alguna razón, Sydney le creía.
Pero aunque creía en esas palabras con una fe simple e inquebrantable, eso no
significaba que la hicieran feliz. El corazón enlentecido de Sydney empezó a
decaer durante el otoño, y luego llegó Navidad y Serena no vino, y por alguna
razón, a sus padres —que siempre habían insistido en una sola cosa: que
estuvieran todos juntos para Navidad, como si una festividad completa
compensara los otros trescientos sesenta y cuatro días— no pareció importarles.
Casi ni lo notaron. Pero Sydney, sí, y se sintió como un cristal resquebrajado.
Por eso no era de extrañar que, cuando Serena llamó por fin y la invitó a que
fuera a visitarla, Sydney se rompiera.
—Ven a visitarme —dijo Serena—. ¡Va a ser divertido!
Hacía casi un año que Serena evitaba a su hermana pequeña. Sydney había
mantenido su pelo corto, por algún vago sentido de la deferencia, o quizá
simplemente por nostalgia, pero no estaba contenta. Ni con su hermana mayor,
ni con el alboroto que había invadido su corazón ante la oferta de aquella. Se
odiaba por seguir idolatrando a Serena.
—Tengo clases —respondió.
—Ven en las vacaciones de primavera —insistió Serena—. Puedes quedarte
hasta tu cumpleaños. De todas formas, mamá y papá no saben celebrar nada.
Siempre lo planeaba todo yo. Y ya sabes que mis regalos son los mejores.
Sydney se estremeció al recordar cómo había pasado su anterior cumpleaños.
Como si le leyera la mente, Serena dijo:
—Aquí, en Merit, no hace tanto frío. Nos sentaremos al aire libre, tranquilas.
Te hará bien.
Serena hablaba con demasiada dulzura. Sydney debería haberlo notado. De ahí
en más lo sabría por siempre, pero en ese momento, cuando era importante que
lo supiera, no lo supo.
—Está bien —respondió por fin, intentando disimular su entusiasmo—. Eso
me gustaría.
—¡Genial! —Serena parecía muy feliz. Sydney podía oír la sonrisa en su voz.
Ella también sonrió—. Cuando vengas, quiero presentarte a alguien —añadió
Serena, como si acabara de ocurrírsele.
—¿A quién? —preguntó Sydney.
—A un amigo.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora