TRES HORAS Y MEDIA ANTES
DE MEDIANOCHE
EL HOTEL ESQUIRE—
¿De verdad tienes un plan? —le preguntó Sydney más tarde.
Victor abrió los ojos lentamente y respondió lo mismo que aquel día en el
cementerio, cuando ella le había preguntado si la Cárcel de Wrighton lo había
soltado. Las mismas palabras, en el mismo tono y con la misma mirada.
—Por supuesto —dijo.
—¿Y es un buen plan? —insistió Sydney.
Sus piernas colgaban desde el sofá, balanceándose, y en cada barrido sus botas
rozaban las orejas de Dol. Al perro no parecía molestarle.
—No —respondió Victor—. Probablemente no.
Sydney emitió un sonido, algo que era entre un suspiro y una tos. Victor aún
no dominaba aquel lenguaje, pero supuso que era una especie de afirmativo
triste, la versión preadolescente de Lo entiendo u OK. El reloj de pared marcaba
casi las nueve de la noche. Victor volvió a cerrar los ojos.
—No lo entiendo —añadió Sydney unos minutos después. Estaba rascando la
oreja de Dol con el zapato. Con el movimiento, la cabeza del perro se mecía
suavemente a uno y otro lado.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Victor, aún con los ojos cerrados.
—Si quieres encontrar a Eli, y Eli quiere encontrarte a ti, ¿para qué hacer todo
esto? ¿Por qué no os encontráis y fin del asunto?
Victor parpadeó y observó a la niña rubia que estaba a su lado en el sofá. Lo
miraba con ojos grandes, esperando, pero eran ojos que ya estaban perdiendo su
inocencia. La poca que le quedaba en aquella carretera bajo la lluvia se había
desvanecido ante el modo pragmático de actuar de Victor, sus promesas y sus
amenazas. La habían traicionado, tiroteado, salvado, curado, hecho daño, vuelto
a curar, obligado a resucitar a dos hombres, solo para ser testigo del nuevo
asesinato de uno de ellos. Había quedado enredada en aquello, primero por Eli y
luego por Victor. Era como una criatura, pero no lo era, y Victor no pudo sino
preguntarse si al convertirse en EO habría quedado vacía como él, como todos;
si se le habrían cortado los lazos que la unían a algo vital y humano. No estaba
protegiéndola si la trataba como a una niña normal. Ella no era normal.
—Me has preguntado si tengo un plan —dijo, inclinándose hacia adelante—.
Al principio, no lo tenía. Tenía opciones, sí, ideas y factores, pero no un plan.
—Pero ahora tienes uno.
—Sí. Pero por Eli, y por tu hermana, tengo una sola oportunidad de que salga
bien. El que da el primer paso sacrifica el elemento sorpresa, y no puedo
permitirme eso ahora. Eli tiene a una sirena de su lado, lo que significa que
podría contar con toda la ciudad. Tal vez ya lo hace. Yo tengo a un hacker, un
perro medio muerto y una niña. Eso es difícilmente un arsenal.
Sydney frunció el ceño y tomó la carpeta de los EO vivos. Se la acercó.
—Pues hazte uno. O al menos, fortalece el que tienes. Inténtalo. Eli ve a los
EO, a nosotros, como monstruos. Pero tú no, ¿verdad?
Victor no estaba seguro de lo que pensaba de los EO. Hasta que había
recogido a Sydney a un lado de la carretera, había conocido a un solo EO,
excluido él mismo, y era Eli. Si hubiera tenido que formarse una opinión sobre la
base de ellos dos, hubiera dicho que los ExtraOrdinarios estaban dañados, por no
decir más. Pero aquellas palabras que empleaba la gente —humanos, monstruos,
héroes, villanos—, para Victor eran solo cuestión de semántica. Alguien podía
considerarse un héroe y, sin embargo, ir por ahí asesinando a docenas de
personas. A otro podían tildarlo de villano por intentar detenerlo. Muchos seres
humanos eran monstruosos, y muchos monstruos sabían jugar a ser humanos. La
diferencia entre Victor y Eli, sospechaba, no residía en su opinión sobre los EO,
sino en cómo reaccionaban a ellos. Eli parecía empeñado en masacrarlos, pero
Victor no veía por qué había que destruir una habilidad útil tan solo por su
origen. Los EO eran armas, sí, pero armas con mente, voluntad y cuerpo, cosas
que se podían doblegar, torcer, romper y aprovechar.
Pero había muchos factores desconocidos. Se desconocía si los EO seguían
con vida. Se desconocía cuáles eran sus poderes. Se desconocía si serían
receptivos, y si bien Victor contaba con un argumento convincente, ya que por
otro lado los querían muertos y él quería aprovecharlos con vida, el hecho era
que reclutar a un EO implicaba introducir en su ecuación elementos
imprevisibles y poco confiables. A eso se sumaba el hecho de que
probablemente Eli estaba eliminando las opciones de Victor, y le parecía más
esfuerzo del que valía la pena.
—Por favor, Victor —pidió Sydney, aún con la carpeta en la mano.
Entonces, para apaciguarla, y para matar el tiempo, Victor tomó la carpeta y
levantó la cubierta. La página de la chica de pelo azul se había eliminado, y solo
quedaban dos perfiles.
El primero pertenecía a un hombre llamado Zachary Flinch. Victor había leído
antes la página de ese hombre, así que sabía que era un callejón sin salida. Todo
lo que decía sobre el sospechoso de ser EO era demasiado ambiguo —la
habilidad de un EO parecía tener por lo menos una relación tangencial con la
naturaleza de la muerte o bien con el estado mental del sujeto, pero aun así era
un juego de adivinanzas— y el hecho de que todos lo hubieran abandonado
después del accidente sugería problemas. Y Victor no tenía tiempo para tantos
problemas.
Pasó al siguiente perfil, el que aún no había llegado a ver; recorrió la página
con la mirada, y se detuvo.
Dominic Rusher tenía poco menos de treinta años, un exsoldado que había
tenido la mala suerte de pisar muy cerca de una mina terrestre en el extranjero.
La explosión había destrozado muchos de los huesos de Dominic y lo había
dejado en coma durante dos semanas, pero lo que atrajo la atención de Victor no
fue el coma ni su nuevo hábito de desaparecer. Fue la breve anotación médica
que había al pie de la página. Según los registros del hospital militar, a Rusher le
habían recetado 35 miligramos de metahidricona.
Era una dosis elevada de un opioide sintético ambiguo, pero Victor había
pasado un verano bastante lento en la cárcel memorizando la extensa lista de
analgésicos disponibles con receta, sus usos, dosis y nombres oficiales, además
de sus nombres médicos, así que reconoció la droga en cuanto la vio. No solo
eso, sino que además estaba seguro de que Eli no la reconocería, a menos que
hubiera pasado la misma cantidad de tiempo estudiando medicamentos.
Aparentemente, el destino volvía a sonreírle a Victor.
Faltando tan pocas horas para su encuentro de medianoche, sabía que no había
tiempo ni lugar para desarrollar confianza ni lealtad, pero quizás podía
reemplazarlas por necesidad. Y la necesidad, Victor lo había aprendido, podía
ser tan poderosa como cualquier vínculo emocional. Lo emocional era neurótico,
complicado, pero la necesidad podía ser simple, tan primigenia como el miedo o
el dolor. La necesidad podía ser la base de la lealtad. Y Victor sabía con
exactitud qué necesitaba Dominic. Podía proporcionárselo, si el poder de este
valía la pena. Había una sola manera de averiguarlo.
Victor plegó la hoja con el perfil y la guardó en el bolsillo.
—Toma tu abrigo, Mitch. Vamos a salir.
—¿En coche o a pie?
—En coche.
—De ninguna manera. ¿No te has enterado de la policía? Que yo sepa, ese vehículo es robado.
—Bueno, pues entonces tendremos que asegurarnos de no llamar la atención.
Mitch masculló algo nada simpático mientras tomaba su abrigo. Sydney corrió
a buscar el suyo al dormitorio, donde lo había abandonado.
—No, Syd —dijo Victor cuando ella reapareció, poniéndose ya la chaqueta
roja grande—. Tú tienes que quedarte aquí.
—Pero ¡la idea ha sido mía! —protestó.
—Y es buena, pero aun así tienes que quedarte.
—¿Por qué? —gimoteó—. Y no me digas que es demasiado peligroso. Me
dijiste eso por lo del policía, y después me hiciste ir de todos modos.
Victor rio con aire burlón.
—Es demasiado peligroso, pero no es por eso que tienes que quedarte. Ya
hemos llamado la atención sin que nos acompañe una niña perdida, y además
necesito que hagas algo por mí.
Sydney se cruzó de brazos y lo observó con escepticismo.
—Si no estoy de vuelta para las diez y media —le dijo—, necesito que aprietes
el botón que dice «Publicar» en el ordenador de Mitch, y subas mi perfil a la
base de datos. Él ya tiene la ventana preparada.
—¿Por qué a las diez y media? —preguntó Mitch, mientras se abrochaba el
abrigo.
—Da tiempo suficiente para que alguien lo vea, pero con suerte, no tanto
como para que estén preparados. Es un riesgo, lo sé.
—No es el mayor que estás asumiendo —señaló Mitch.
—¿Eso es todo? —preguntó Sydney.
—No —respondió Victor. Tanteó los bolsillos de su chaqueta. Su mano
desapareció, y luego salió con un mechero azul. Él no fumaba, pero siempre le
servía para algo—. A las once, necesito que empieces a quemar las carpetas.
Todas. Hazlo en el fregadero. —Le entregó el mechero—. Una página cada vez,
¿entiendes?
Syd sostuvo el pequeño mechero azul y lo hizo girar en sus manos.
—Esto es muy importante —dijo Victor—. No podemos dejar pruebas a la
vista, ¿de acuerdo? ¿Entiendes ahora por qué te necesito aquí?
Por fin Sydney asintió. Dol gimoteó levemente.
—Vas a regresar, ¿verdad? —preguntó Sydney cuando llegaron a la puerta.
Victor miró por encima de su hombro.
—Claro que sí —dijo—. Ese es mi mechero preferido.
Sydney casi sonrió cuando se cerró la puerta.
—Entiendo lo de quemar los papeles, pero ¿por qué una página cada vez? —
preguntó Mitch mientras él y Victor bajaban por la escalera.
—Para mantenerla ocupada.
Mitch introdujo las manos en los bolsillos de su abrigo.
—No vamos a regresar, ¿verdad?
—Esta noche, no.
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Una obsesión perversa
Genç KurguVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...