CAP XXVII

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HACE DIEZ AÑOS
UNIVERSIDAD LOCKLAND


Victor se encaramó en el alféizar de su ventana, agradecido por haberla dejado
entreabierta y porque vivían en la planta baja, por lo que solo tuvo que trepar la
altura equivalente a los cinco escalones que llevaban de la calle a la entrada del
edificio. Se detuvo en el alféizar, mientras la aurora empezaba a iluminar todo lo
que lo rodeaba, y aguzó el oído. El apartamento estaba en silencio, pero Victor
sabía que Eli se encontraba en casa. Podía sentirlo.
Su corazón se alborotó ligeramente por la emoción de lo que iba a suceder,
pero eso fue todo: un leve alboroto. Nada de pánico. Aquella nueva calma
empezaba a perturbarlo. A Victor le costaba evaluarla. La ausencia de dolor
conducía a la ausencia de miedo, y la ausencia de miedo llevaba a la
despreocupación por las consecuencias. Sabía que era una mala idea fugarse de
la celda, así como sabía que lo que estaba por hacer también era una mala idea.
Era una idea peor. Ahora podía seguir mejor el rastro de sus pensamientos, y se
maravillaba por el modo en que llegaban a soluciones que pasaban por alto la
cautela y tendían a lo inmediato, a lo violento, a lo temerario, así como un
lisiado tiende a apoyarse en su pierna sana. La mente de Victor siempre se había
visto atraída por esas soluciones, pero lo había frenado la comprensión de lo que
estaba bien y lo que estaba mal, o al menos, lo que sabía que los demás
consideraban que estaba bien o mal. Pero ahora, esto… era sencillo. Elegante.
Tardó el tiempo suficiente para alisarse el pelo frente al espejo, consternado
por el aspecto que le habían dado la cruda muerte y media noche en una celda.
Luego se miró a los ojos —la nueva calma los había aclarado un tono— y su
reflejo sonrió. Fue una sonrisa fría, ligeramente ajena, que rayaba en la
arrogancia, pero a Victor no le importó. Más bien, le gustó esa sonrisa. Parecía
algo que se vería en la cara de Eli.
Victor salió de su cuarto y recorrió el pasillo lentamente hacia la cocina. Sobre
la mesa había un juego de cuchillos y un cuaderno que tenía media página
cubierta por la letra apretada de Eli y salpicada de sangre. En cuanto a Eli, Victor
lo vio en el sofá de la sala de estar, con la cabeza inclinada en gesto pensativo, o
quizás en oración. Se detuvo un momento a observarlo. Le resultó extraño que
Eli no notara la presencia de Victor como este podía percibir la suya. Eso era lo
malo de tener una capacidad que se dirigía hacia adentro, como la sanación. Más
egocéntrico, imposible, pensó, mientras recogía un cuchillo grande y raspaba la
mesa con su punta.
Eli se levantó del sofá con un solo movimiento ágil.
—Vic.
—Estoy decepcionado —dijo Victor.
—¿Qué haces aquí?
—Me has entregado.
—Has matado a Angie.
Las palabras se demoraron ligeramente en la garganta de Eli. Le sorprendió la
emoción que delataba la voz de su amigo.
—¿La querías? —le preguntó—. ¿O solo estás enfadado porque te quité algo?
—Era una persona, Victor, no una cosa, y tú la asesinaste.
—Fue un accidente —replicó—. Y, en realidad, la culpa es tuya. Si me
hubieras ayudado…
Eli se pasó las manos por la cara.
—¿Cómo pudiste hacer esto?
—¿Cómo pudiste hacerlo tú? —preguntó Victor a su vez, al tiempo que
levantaba el cuchillo de la mesa—. Llamaste a la policía y me acusaste de ser un
EO. Yo no te delaté, ¿sabes? Y habría podido hacerlo. —Se rascó la cabeza con
la punta del cuchillo—. ¿Por qué les dijiste semejante tontería? ¿Sabías que hay
agentes especiales que intervienen si se sospecha que hay un EO? Un tipo
llamado Stell. ¿Lo sabías?
—Te has vuelto loco. —Eli dio un paso al lado, siempre de espaldas a la pared
—. Deja ese cuchillo. No puedes hacerme daño.
Victor sonrió al oír el desafío. Un rápido paso adelante y Eli intentó retroceder
por instinto, pero se topó con la pared, y Victor lo atacó.
El cuchillo entró. Fue más fácil de lo que había imaginado. Como en un truco
de magia, en un momento se veía el metal y al instante desapareció, hundido
hasta el mango en el abdomen de Eli.
—¿Sabes de qué me he dado cuenta? —Victor se inclinó hacia él al hablar—.
¿Aquella noche, cuando te vi quitándote los trozos de cristal de la mano? De que
no puedes curarte hasta que retire el cuchillo.
Lo retorció, y Eli gimió. Sus pies dejaron de sostenerlo y empezó a deslizarse
por la pared, pero Victor lo levantó con el mango del cuchillo.
—Y ni siquiera estoy usando aún mi nuevo truco —dijo—. No es tan
espectacular como el tuyo, pero sí bastante efectivo. ¿Quieres verlo?
Victor no esperó la respuesta. El aire empezó a vibrar en torno a él. No se
molestó en graduarlo. Más. Era lo único que le importaba. Más. Eli gritó, y el
sonido hizo que Victor se sintiera bien. No bien como se puede sentir uno
cuando hay sol y la vida es maravillosa, claro, sino bien por imponer un castigo.
Por tener el control. Eli lo había traicionado. Merecía sufrir un poco. Se curaría.
Cuando todo terminara, ni siquiera le quedaría una cicatriz. Lo menos que podía
hacer Victor era impresionarlo. Soltó el mango del cuchillo y observó cómo el
cuerpo de Eli se desplomaba en el suelo.
—Un apunte para tu tesis —dijo, mientras su amigo estaba allí tendido, luchando por respirar—. Tú creías que, de alguna manera, nuestros poderes eran
un reflejo de nuestra naturaleza. Dios jugando con espejos; pero te equivocaste.
No se trata de Dios. Se trata de nosotros. De cómo pensamos. Del pensamiento
que tiene la fuerza suficiente para mantenernos con vida. Para traernos de vuelta.
¿Quieres saber por qué lo sé? —Dirigió su atención a la mesa, en busca de algo
nuevo y afilado—. Porque cuando estaba muriendo, no podía pensar en otra cosa
más que en el dolor. —Giró el selector en su mente y dejó que la habitación se
llenara de los gritos de Eli—. Y en lo mucho que deseaba hacerlo desaparecer.
Victor volvió a bajar la intensidad, y oyó que los gritos de Eli se apagaban
cuando él llegaba a la mesa. Estaba examinando los diversos cuchillos cuando
hubo un estallido. Un sonido muy repentino y muy fuerte. A treinta centímetros
de él se desprendió cartón yeso de la pared, y cuando se dio vuelta, Victor vio a
Eli aferrándose el abdomen con una mano, y en la otra tenía una pistola. El
cuchillo estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre de tamaño
satisfactorio, y Victor se preguntó con curiosidad científica cuánto tardaría el
cuerpo de Eli en regenerarla. Entonces sonó el segundo disparo, mucho más
cerca de su cabeza, y Victor frunció el ceño.
—¿Sabes usar eso? —preguntó, mientras pasaba el pulgar por la hoja de un
cuchillo largo y fino.
A Eli le temblaban las manos visiblemente al empuñar la pistola.
—Angie está muerta… —dijo Eli.
—Sí, lo sé…
—Pero tú también. —No fue una amenaza—. No sé quién eres, pero no eres
Victor. Eres algo que se le metió bajo la piel. Un demonio que vive en su cuerpo.
—Ay —repuso Victor, y por alguna razón, esa palabra le dio risa. No podía
parar de reír. Eli parecía asqueado, y eso le dio deseos de volver a apuñalarlo.
Tanteó detrás de él para tomar el cuchillo más cercano, y vio que los dedos de
Eli se afirmaban en la pistola.
—Eres otra cosa —insistió—. Victor murió.
—Los dos morimos, Eli. Y los dos regresamos.
—No, no, no lo creo. No del todo. Algo está mal, falta algo. ¿No te das
cuenta? Yo sí —dijo Eli, y parecía asustado.
Victor estaba decepcionado. Había tenido la esperanza de que Eli también
sintiera aquella calma, pero aparentemente sentía algo muy distinto.
—Tal vez tengas razón —admitió Victor. Estaba dispuesto a reconocer que
sentía algo diferente—. Pero si a mí me falta algo, a ti también. En la vida se
hacen concesiones. ¿O acaso creíste que, porque te pusiste en manos de Dios, Él
iba a devolverte tal como eras, pero mejor?
—Y lo hizo —gruñó Eli, y apretó el gatillo.
Esta vez no erró. Victor sintió el impacto; bajó la vista hacia el orificio que
tenía en la camisa y se alegró de haber apagado el dolor. Lo tocó y sus dedos
salieron rojos. Como a lo lejos, supo que no era un buen lugar donde recibir un
disparo.
Victor suspiró, sin levantar la vista.
—Me parece que te sientes superior, ¿no crees?
Eli dio un paso hacia él. La herida en su abdomen ya había sanado, y su rostro
había recuperado el color. Victor sabía que necesitaba seguir hablando.
—Admítelo —dijo—, tú también te sientes distinto. La muerte nos quita algo.
¿Qué te quitó a ti?
Eli volvió a levantar la pistola.
—El miedo.
Victor logró esbozar una sonrisa oscura. A Eli le temblaban las manos, y tenía
la mandíbula apretada.
—Yo todavía veo miedo.
—No tengo miedo —replicó Eli—. Solo lo lamento.
Volvió a disparar. El impacto hizo que Victor retrocediera un paso. Aferró el
cuchillo más cercano y lo clavó en el brazo extendido de Eli. La pistola cayó al
suelo con estrépito, y Eli se echó hacia atrás para evitar otro ataque.
Victor estaba decidido a seguir, pero se le nubló la vista. Solo por un
momento. Parpadeó, desesperado por volver a enfocar sus ojos.
—Podrás apagar el dolor —dijo Eli—, pero no puedes detener la hemorragia.
Victor dio un paso adelante, pero la habitación se inclinó. Se sostuvo contra la
mesa. Había mucha sangre en el suelo. No estaba seguro de cuánta era suya.
Cuando volvió a levantar la vista, Eli estaba allí. Y Victor cayó al suelo. Se
levantó en cuatro patas pero no logró hacer que su cuerpo se alzara más. Un
brazo cedió bajo su peso. Sus ojos volvieron a desenfocarse.
Eli estaba hablando, pero Victor no llegaba a entender lo que decía. Y
entonces oyó el roce de la pistola contra el suelo cuando Eli la recogió y luego la
amartilló. Algo lo golpeó en la espalda, como un puñetazo leve, y su cuerpo dejó
de escuchar. La oscuridad empezó a encerrar su campo visual, lo que tanto había
ansiado cuando estaba en la mesa y el dolor era demasiado.
Una oscuridad densa.
Empezó a hundirse en ella mientras oía a Eli moviéndose por la habitación,
hablando por teléfono, diciendo algo sobre atención médica. Disfrazaba la voz
para parecer asustado, pero su rostro, aun borroso como lo veía, estaba sereno y
compuesto. Victor vio alejarse los zapatos de Eli y luego todo se desvaneció.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora