CAP Xl

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Hace diez años
Universidad LOCKLAND

—¿Y bien? —preguntó Victor esa noche, más tarde. Habían bebido alcohol. Un
par de vasos. Tenían una provisión de cerveza en la cocina para las reuniones
sociales, y bajo el lavabo del baño, otra de bebidas blancas para los días muy
malos o muy buenos.
—No hay manera —dijo Eli. Vio el vaso en la mano de Victor y fue al baño a
servirse uno.
—Eso no es estrictamente cierto —replicó Victor.
—No hay manera de tener suficiente control —aclaró Eli con un largo sorbo
—. De asegurar la supervivencia, y ni hablar de evitar discapacidades. Las
experiencias cercanas a la muerte son eso: cercanas a la muerte. El riesgo es
demasiado grande.
—Pero si diera resultado…
—Pero si no…
—Podríamos crear control, Eli.
—No el suficiente.
—Me preguntaste si alguna vez quería creer en algo. La respuesta es sí. Quiero
creer en esto. Quiero creer que hay algo más. —Vic echó un toque de whisky
por encima del borde del vaso—. Que podemos ser más. Diablos, podríamos ser
héroes.
—Podríamos terminar muertos —le recordó Eli.
—Es un riesgo que todos asumimos al estar vivos.
Eli se pasó los dedos por el pelo. Estaba inquieto, inseguro. A Victor le
gustaba verlo así.
—Es solo una teoría.
—Nada de lo que tú haces, Eli, es teórico. Lo veo en ti. —Victor se
enorgulleció de poder enunciar la observación en un solo intento, dado su grado
de embriaguez. No obstante, necesitaba dejar de hablar. No le gustaba que los
demás supieran cuánto los observaba, los imitaba—. Lo veo —concluyó en voz
baja.
—Creo que ya has bebido suficiente.
Victor observó el líquido ambarino.
Los momentos que definen una vida no siempre son evidentes. No siempre
tienen escrito PRECIPICIO, y nueve de cada diez veces no hay ninguna cuerda
que nos obligue a agacharnos para pasar, ninguna línea que cruzar, ningún pacto
de sangre, ninguna carta oficial redactada en papel elegante. No siempre son
extensos, cargados de significado. Entre un sorbo y otro, Victor cometió el peor
error de su vida, y no consistió en más que una línea. Cuatro palabritas.
—Yo lo haré primero.
Lo había pensado en el coche mientras viajaban desde el aeropuerto, cuando
había preguntado: ¿por qué no? Lo había pensado mientras almorzaban, y luego
mientras caminaba por el campus, terminando su café; lo había pensado durante
todo el camino de regreso a las residencias y a los apartamentos de mayor
categoría que estaban más allá. En algún punto entre el tercer vaso y el cuarto, el
signo de interrogación se había convertido en un punto. No había opción, en
realidad. Era la única manera de ser más que un espectador de las grandes
proezas de Eli. De ser participante. De contribuir.
—¿Qué tienes? —preguntó.
—¿Qué estás preguntándome?
Victor arqueó una ceja pálida; no le hizo gracia. Eli no consumía drogas, pero
siempre las tenía; en el campus —y Victor estaba seguro de que era así en
cualquier campus— esa era la manera más rápida de hacer dinero, o de hacer
amigos. Entonces, aparentemente, Eli entendió a dónde quería llegar.
—No.
Victor ya había entrado en el baño, y enseguida salió con la botella de whisky,
que aún estaba muy llena.
—¿Qué tienes? —preguntó otra vez.
—No.
Victor suspiró, se acercó a la mesita de café, tomó un papel y garabateó una
nota. Comprobad los libros en el primer estante.
—Listo —dijo, al tiempo que se la entregaba a Eli, que frunció el ceño. Vic se
encogió de hombros y bebió otro sorbo.
—He trabajado mucho con esos libros —explicó, sosteniéndose con el
apoyabrazos del sofá—. Son poemas. Y son una nota de suicidio mejor que
cualquier cosa que se me pueda ocurrir ahora.
—No —repitió Eli una vez más. Pero la palabra se oyó lejana y apagada, y en
sus ojos la luz empezó a encenderse—. Esto no funcionará.
Incluso mientras lo decía, caminó hacia su cuarto, hacia la mesita auxiliar
donde Victor sabía que tenía las píldoras.
Victor se apartó del sofá y lo siguió.
Media hora más tarde, acostado con una botella vacía de whisky y un frasco
vacío de analgésicos sobre la mesa más cercana, Victor empezó a preguntarse si
había cometido un error.
Su corazón latía como un martillo neumático, impulsando sangre por sus venas
a demasiada velocidad. Se le nubló la vista, y cerró los ojos. Había sido un error.
De pronto se incorporó, seguro de que iba a vomitar, pero unas manos lo empujaron contra la cama y lo sostuvieron allí.
—No —dijo Eli, y solo lo soltó cuando Victor tragó en seco y se concentró en
las placas del techo.
»Acuérdate de lo que hablamos —iba diciendo Eli. Decía algo acerca de
resistirse. De la voluntad.
Victor no le prestaba atención; no podía oír mucho más allá de su pulso, y
¿cómo era posible que su corazón siguiera acelerándose? Había dejado de
preguntarse si era un error. Ahora estaba seguro. Seguro de que, en sus veintidós
años de vida, aquel plan era el peor que se le había ocurrido. El método estaba
mal, decía la parte racional de Victor, la que iba apagándose, la que había estado
estudiando la adrenalina, el dolor y el miedo. No debería haber tomado las
anfetaminas con whisky; no debería haber hecho nada que le embotara los
nervios y los sentidos, que facilitara el proceso, pero había estado nervioso…
había tenido miedo. Ahora estaba entumeciéndose, y eso lo asustaba más que el
dolor, porque significaba que podía simplemente… apagarse poco a poco.
Ir apagándose hasta morir, sin darse cuenta.
Aquello estaba mal mal mal… pero esa voz empezaba a alejarse, y en su lugar
sentía cada vez más…
Podía salir bien.
Se obligó a pensarlo entre el pánico que lo aturdía. Podía salir bien, y si así
era, quería poder conservar el poder, la evidencia, la prueba. Él quería ser la
prueba. Sin eso, Eli era el padre de la criatura, y Victor, apenas el muro contra el
cual Eli probaba sus ideas. En cambio, si lo lograba, Victor era la criatura,
esencial e inseparable de las teorías de Eli. Intentó contar las placas, pero perdía
la cuenta. Aunque su corazón funcionaba forzosamente, sus pensamientos fluían
como jarabe, y los nuevos llegaban antes de que los anteriores llegaran a
desaparecer. Los números empezaron a superponerse, a volverse borrosos. Todo
empezó a volverse borroso. Sentía las puntas de los dedos entumecidas, y se
preocupó. No tenía frío exactamente, sino que era como si la energía de su cuerpo comenzara a volcarse hacia adentro, a apagarse, empezando por las
partes más pequeñas. Al menos, las náuseas también fueron menguando. Solo el
pulso acelerado le advirtió que su cuerpo estaba fallando.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Eli, al tiempo que se inclinaba hacia él
desde una silla que había acercado a la cama. Él no había bebido, pero sus ojos
brillaban, encendidos. No parecía preocupado. No parecía tener miedo. Pero, por
otra parte, no era él quien estaba a punto de morir.
Victor sentía que su boca no estaba bien. Tuvo que concentrarse demasiado
para formar las palabras.
—No muy bien —logró responder.
Habían optado por una sobredosis tradicional por varios motivos. Si fallaba,
sería lo más fácil de explicar. Además, Eli podía esperar hasta que se iniciara la
crisis para llamar a emergencias. Si llegaban al hospital demasiado pronto,
significaba que no sería una experiencia cercana a la muerte, sino solo una muy
desagradable.
El entumecimiento avanzaba por el cuerpo de Victor. Subía por sus
extremidades, por su cabeza.
Su corazón omitió un latido, y luego siguió palpitando a toda velocidad de un
modo desconcertante.
Eli estaba hablando otra vez, en voz baja y con urgencia.
Cada vez que Victor parpadeaba, se le hacía más difícil volver a abrir los ojos.
Y entonces, por un momento, sintió miedo. Miedo de morir. Miedo de Eli.
Miedo de todo lo que podía ocurrir. Miedo de que no ocurriera nada. Fue muy
repentino e intenso.
Pero pronto, eso también se perdió en el entumecimiento.
Su corazón omitió otro latido, y hubo un instante en el que debería haber
sentido dolor, pero había bebido demasiado para sentirlo. Cerró los ojos para
concentrarse en resistir, pero solo logró que la oscuridad lo absorbiera. Oía
hablar a Eli, y seguramente era importante porque nunca levantaba así la voz, pero Victor estaba hundiéndose, a través de su piel, de la cama y del suelo, hacia
la negrura.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora