CAP XXXII

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HACE UNOS DÍAS
UNIVERSIDAD DE MERIT

S

erena abrazó a su hermana pequeña.
—Pero ¡mira cómo estás creciendo! —exclamó, mientras la llevaba adentro.
En realidad, Sydney apenas había crecido. No más de dos centímetros en el
año transcurrido desde el accidente. Pero tampoco era solo su estatura. Las uñas,
el cabello, todo en Sydney crecía muy lentamente. Como el hielo que se derrite.
Cuando Serena hizo un comentario jocoso sobre su pelo aún corto, Sydney
fingió que se había acostumbrado a usarlo así, insinuando que ya no tenía nada
que ver con Serena. No obstante, abrazó a su hermana, y cuando esta la abrazó a
su vez, Sydney sintió como si los hilos que se habían cortado, cientos y cientos
de ellos, estuvieran uniéndolas nuevamente. Algo en ella empezó a
descongelarse. Hasta que una voz masculina carraspeó.
—Ah, Sydney —dijo su hermana, al tiempo que se apartaba—, te presento a
Eli.
Sonrió al pronunciar su nombre. Un joven de edad universitaria, que estaba
sentado en un sillón en el apartamento de Serena —uno de los que suelen
reservarse para los estudiantes de familias más adineradas—, se puso de pie al
oír su nombre y se acercó. Era guapo, de hombros anchos, firme apretón de
manos, y ojos pardos pero iluminados por un brillo casi alcohólico. A Sydney le
costó dejar de mirarlo.
—Hola, Eli —lo saludó.
—Me han hablado mucho de ti —dijo él.
Sydney no respondió, porque Serena nunca había mencionado a Eli hasta la
llamada telefónica, e incluso entonces había dicho que era solo un amigo. A
juzgar por el modo en que se miraban, esa no era toda la verdad.
—Ven —dijo Serena—. Pon tus cosas en su sitio y luego podemos conocernos
todos.
Al ver que Sydney vacilaba, Serena tomó la maleta de su hermana y la dejó a
solas con Eli un momento. Sydney se preguntó por qué se sentía como una oveja
en la guarida del lobo. Había algo peligroso en Eli, en aquella sonrisa serena y
en sus movimientos perezosos. Él se recostó en el apoyabrazos del sillón donde
había estado sentado.
—¿Así que estás en octavo curso? —preguntó Eli.
Sydney asintió.
—¿Y tú estás en segundo curso? —preguntó—. ¿Como Serena?
Eli rio sin sonido.
—En realidad, estoy en cuarto.
—¿Cuánto hace que sales con mi hermana?
La sonrisa de Eli vaciló.
—Te gusta hacer preguntas.
Sydney frunció el ceño.
—Eso no es una respuesta.
Serena volvió a entrar con un refresco para Sydney.
—¿Estáis congeniando?
Y así, sin más, el rostro de Eli recuperó la sonrisa, tan amplia que Sydney se
preguntó cuánto tardarían en dolerle las mejillas. Sydney aceptó el refresco y
Serena se acercó a Eli y se recostó contra él, como declarando su lealtad. Sydney
bebió un sorbo y lo observó besar el cabello de su hermana y tomarla del
hombro.
—Bien —dijo Serena, observando a su hermana pequeña—, Eli quiere ver tu
truco.
Sydney casi se atragantó con el refresco.
—Yo… no…
—Vamos, Syd —insistió Serena—. Puedes confiar en él.
Sydney se sentía como Alicia en el País de las Maravillas. Como si el refresco
hubiera tenido una etiquetita que decía Bébeme y ahora la habitación estuviera
encogiéndose, o ella estuviera creciendo, o como fuera, pero no había suficiente
sitio. Suficiente aire. ¿O había sido el pastel lo que había hecho crecer a Alicia?
No lo sabía…
Dio un paso atrás.
—¿Qué pasa, hermanita? A mí sí querías mostrármelo.
—Me dijiste que no…
Serena frunció el ceño.
—Bueno, pues ahora te estoy diciendo que sí. —Se apartó de Eli, se acercó a
ella y la envolvió en un abrazo—. No te preocupes, Syd —le susurró al oído—.
Él es como nosotras.
—¿Nosotras? —susurró Sydney.
—¿No te lo dije? —preguntó Serena con voz melosa—. Yo también tengo un
truco.
Sydney se apartó.
—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cuál es?
Se preguntó si había sido eso lo que le había llamado la atención en la risa de
Serena la noche en que le había contado que podía resucitar a los muertos. Un
secreto. Pero ¿por qué su hermana no se lo había contado? ¿Por qué esperar
hasta ahora?
—No —respondió Serena, meneando el dedo—. Hagamos un intercambio. Tú
nos muestras el tuyo y nosotros te mostraremos los nuestros.
Durante un largo rato, Sydney no supo si huir o alegrarse de saber que no era la única. Que ella y Serena… y Eli… tenían algo en común. Serena sostuvo la
cara de su hermana pequeña entre sus manos.
—Tú nos muestras el tuyo —repitió, con voz suave y lentamente.
Sydney respiró hondo y asintió.
—Está bien —dijo—. Pero tenemos que buscar un cadáver.
Eli le abrió la puerta delantera del coche.
—Después de ti.
—¿A dónde vamos? —preguntó Sydney mientras subía.
—A dar un paseo —respondió Serena.
Serena se sentó al volante y Eli se dejó caer en el asiento trasero, detrás de
Sydney. Eso tampoco le hizo gracia; no le gustaba que él pudiera verla y ella a
él, no. Serena preguntó, distraída, por el parque Brighton mientras los edificios
de la universidad iban quedando atrás y en su lugar aparecían estructuras más
pequeñas y dispersas.
—¿Por qué no querías venir a casa? —preguntó Sydney por lo bajo—. Te he
echado de menos. Yo te necesitaba y me prometiste que no te ibas para siempre,
pero…
—No hablemos de eso —replicó Serena—. Lo que importa es que ahora estoy
aquí, y tú también.
Las estructuras quedaron atrás y solo se veían campos.
—Y vamos a pasarla de película —acotó Eli desde el asiento trasero. Sydney
se estremeció—. ¿No es cierto, Serena?
Sydney le echó un vistazo a su hermana, y le sorprendió ver que el rostro de
Serena se ensombrecía por un instante al mirar a Eli por el espejo retrovisor.
—Así es —respondió por fin.
El camino se hizo más angosto y escabroso.
Cuando el coche se detuvo por fin, estaban en el límite entre un campo y un bosque. Eli bajó primero e inició la marcha hacia el campo; el césped le llegaba
a las rodillas. En un momento, se detuvo y bajó la mirada.
—Llegamos.
Sydney siguió la dirección de los ojos de Eli y sintió que el estómago se le
estrujaba.
Allí, en mitad del césped, había un cadáver.
—No es tan fácil encontrar cadáveres —explicó Eli, sin darle mayor
importancia—. Hay que ir a una morgue, o a un cementerio, o conseguirlo uno
mismo.
—Por favor, no me digas que tú…
Eli rio.
—No seas tonta, Syd.
—Eli hace prácticas en el hospital —explicó Serena—. Robó un cadáver de la
morgue.
Sydney tragó en seco. El cadáver estaba vestido. ¿Acaso los cadáveres no
debían estar desnudos?
—Pero ¿qué hace aquí el cadáver? —preguntó—. ¿Por qué no hemos ido a la
morgue y ya?
—Sydney —respondió Eli. A ella no le gustaba nada que usara su nombre así
todo el tiempo. Como si fueran amigos—. En una morgue hay personas. Y no
todas están muertas.
—Bueno, pero no era necesario viajar media hora —replicó ella—. ¿Acaso no
hay campos, o terrenos baldíos, cerca de la universidad? ¿Por qué hemos venido
hasta…?
—Sydney. —La voz de Serena cortó el aire frío de marzo—. Deja de
lloriquear.
Y ella obedeció. La queja se apagó en su garganta. Se frotó los ojos, y al
retirar la mano tenía un manchón negro por el maquillaje que se había puesto en
el taxi, camino a la Universidad de Merit. Había querido impresionar a Serena con un aspecto más adulto. Pero ahora no se sentía adulta. Ahora, lo que más
quería era acurrucarse, o que la tragara la tierra. En lugar de eso, se quedó muy
quieta y observó el cadáver de un hombre de mediana edad, y pensó en la última
vez que había estado junto a un cadáver (no contaba al hámster que había muerto
en la escuela porque nadie sabía siquiera que había muerto, y era pequeñito y
peludo y no tenía ojos humanos). El recuerdo de la morgue, de la piel muerta y
fría contra las puntas de sus dedos. El frío, como cuando se bebe un sorbo
grande de agua helada, tan grande que el escalofrío la recorrió hasta los pies.
Más difícil había sido hacer que volvieran a estar muertos. Había entrado en
pánico. La mujer de la morgue había intentado bajarse de la mesa. Sydney no
había pensado qué haría a continuación, así que echó mano al arma que encontró
primero (un cuchillo, parte del instrumental para autopsias) y se lo clavó a la
mujer en el pecho. Aparentemente, que se pudiera resucitar a los muertos no
significaba que no se pudiera volver a matarlos.
—¿Y bien? —insistió Eli, señalando el cadáver como si estuviera ofreciéndole
un regalo y ella no se mostrara agradecida.
Sydney miró a su hermana en busca de respuestas, de ayuda, pero en algún
punto entre el coche y el cadáver, Serena había cambiado. Parecía tensa, y tenía
la frente fruncida de una forma que siempre intentaba evitar pues decía que no
quería tener arrugas. Y no miraba a su hermana a los ojos. Sydney se volvió
hacia el cadáver y se arrodilló junto a él con recelo.
En realidad, ella no pensaba que lo que hacía fuera resucitar a los muertos. No
eran zombis, que ella supiera —no tenía un contacto prolongado con ellos, sin
contar el hámster, y no sabía en qué diferiría el comportamiento de un zombi
hámster de uno normal—, y no importaba de qué hubieran muerto. El hombre
que estaba bajo la sábana en el hospital aparentemente había sufrido un ataque al
corazón. A la mujer de la morgue ya le habían retirado los órganos. Pero cuando
Sydney los había tocado, no solo habían regresado sino revivido. Estaban bien.
Vivos. Humanos. Y, tal como ella había descubierto en la morgue, tan susceptibles como antes a la mortalidad, solo que no a la forma que los había
matado. Sydney se había quedado perpleja, hasta que había recordado aquel día
en el lago congelado, cuando el agua helada la había tragado y ella había
intentado aferrarse a la pierna de Serena pero un segundo demasiado tarde,
demasiado lenta —regresa, regresa—, y lo mucho que había deseado una
segunda oportunidad.
Eso era lo que Sydney les estaba dando a aquellas personas. Una segunda
oportunidad.
Sus dedos se detuvieron un momento por encima del pecho del muerto
mientras se preguntaba si él merecía una segunda oportunidad, pero luego se
reprendió. ¿Quién era ella para juzgar, decidir, conceder o negar? ¿Acaso el
hecho de que pudiera hacerlo significaba que era lo correcto?
—Cuando quieras —dijo Eli.
Sydney tragó saliva y se obligó a bajar los dedos hasta tocar la piel del muerto.
Al principio no ocurrió nada, y la invadió el pánico al pensar que al fin tenía la
oportunidad de demostrárselo a Serena y estaba fracasando. Pero el pánico
desapareció cuando, momentos después, el frío del agua helada corrió por sus
venas y el hombre se estremeció. Abrió los ojos y se incorporó, todo con tanta
rapidez que Sydney cayó hacia atrás en el césped. El exmuerto miró alrededor,
confundido y enojado, hasta que sus ojos dieron con Eli; entonces todo su rostro
se contorsionó con rabia.
—¿Qué diablos…?
El disparo resonó en los oídos de Sydney. El hombre volvió a caer en el
césped, con un pequeño túnel rojo entre los ojos. Muerto otra vez. Eli bajó la
pistola.
—Impresionante, Sydney —dijo—. Tienes un don único.
Tanto el humor como aquella horrible sonrisa falsa habían desaparecido del
rostro de Eli. En cierto modo, ya no la asustaba tanto, porque ella siempre había
podido ver al monstruo en sus ojos. Ahora por fin había dejado de esconderse.
Pero la pistola, y el modo en que la sostenía, lo hacían bastante temible de todos
modos.
Sydney se puso de pie. Deseó con el corazón que él dejara el arma. Serena se
había alejado varios pasos, y estaba aplastando con la punta del pie un sector del
césped que estaba congelado.
—Eh… ¿gracias? —respondió Sydney, con voz insegura. Su pie se deslizó
hacia atrás sin tener intención de hacerlo—. ¿Ahora vas a enseñarme tu truco?
Eli casi rio.
—Temo que el mío no es tan espectacular.
Entonces levantó la pistola y apuntó a Sydney.
En ese momento, ella no se sorprendió ni sintió conmoción alguna. Fue lo
primero que vio hacer a Eli que le pareció correcto. Genuino. Apropiado en él.
No tenía miedo de morir, no lo creía. Al fin y al cabo, ya lo había hecho una vez.
Pero eso no significaba que estuviera lista. Sintió tristeza y confusión, no por él,
sino por su hermana.
—¿Serena? —preguntó en voz baja, como si tal vez ella no se hubiera dado
cuenta de que su nuevo novio estaba apuntando a su hermana pequeña con una
pistola. Pero Serena se había apartado y no los miraba; tenía los brazos cruzados,
muy apretados contra el pecho.
—Quiero que sepas —dijo Eli, acomodando el arma en la mano—, que
lamentablemente es mi obligación hacer esto. No tengo alternativa.
—Sí la tienes —murmuró Sydney.
—Tu poder está mal, y te convierte en un peligro para…
—No soy yo quien tiene una pistola en la mano.
—No —dijo Eli—, pero tu arma es peor. Tu poder es antinatural. ¿Entiendes,
Sydney? Va contra la naturaleza. Contra Dios. Y esto —agregó, apuntando— es
por el bien de todos.
—¡Espera! —exclamó Serena de pronto—. Tal vez no sea necesario…
Demasiado tarde.
Todo ocurrió muy rápido.
La conmoción y el dolor alcanzaron a Sydney en un solo estallido.
La voz de Serena le había dado un momento, una fracción de un instante, y en
cuanto Sydney vio que los dedos de Eli apretaban el gatillo se echó a un lado,
hacia una rama caída. Recogió la rama y atacó con ella a Eli antes de percatarse
siquiera de la sangre que le bajaba por el brazo. Con la rama logró arrancarle la
pistola, y Sydney dio media vuelta y corrió a más no poder. Llegó al límite del
bosque antes de que él pudiera volver a dispararle. Mientras avanzaba entre los
árboles, oyó que su hermana la llamaba, pero esta vez supo que no debía mirar
atrás.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora