CAP XI

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EL OTOÑO PASADO
UNIVERSIDAD DE MERIT


Serena Clarke vivía sola. Eli se dio cuenta en cuanto entraron, cuando ella se
quitó los zapatos en la puerta. El apartamento estaba limpio, tranquilo, unificado.
Estaba decorado con un mismo gusto, y Serena no miró alrededor para ver si
había alguien antes de volverse hacia él y levantar la pistola.
—Espera —dijo Eli, y se quitó la chaqueta—. Esta es mi preferida. Prefiero
que no tenga agujeros.
Sacó un pequeño cilindro del bolsillo y se lo arrojó.
—¿Sabes usar una pistola? —le preguntó.
Serena asintió mientras enroscaba el silenciador.
—Años de películas policiales. Y una vez encontré la Colt de mi padre, y
aprendí sola. Con latas en el bosque, y todo eso.
—¿Y tienes puntería?
Eli se desabotonó la camisa y también se la quitó; la dejó sobre la mesita del
vestíbulo junto con su chaqueta. Serena lo miró de arriba abajo y otra vez arriba
con aprobación, y luego apretó el gatillo. Él ahogó una exclamación y trastabilló,
y en el hombro se le formó una mancha roja. El dolor fue breve y agudo; la bala
lo atravesó limpiamente y se incrustó en la pared detrás de él. Observó cómo los
ojos de Serena se dilataban al ver que la herida empezaba a cerrarse
instantáneamente y su piel volvía a unirse. Aplaudió despacio, con el arma aún en la mano. Eli se frotó el hombro y la miró a los ojos.
—¿Contenta? —gruñó.
—No seas tan amargo —dijo Serena, y dejó la pistola sobre la mesa.
—El solo hecho de que pueda curarme —replicó Eli, extendiéndose para
tomar su camisa— no significa que no me duela.
Serena lo agarró del brazo con una mano, apoyó la otra en la cara de Eli y lo
miró a los ojos. Eli sintió que se caía dentro de esos ojos.
—¿Quieres que te bese el hombro? —le preguntó, rozando los labios de él con
los suyos—. ¿Eso te hará sentir mejor?
Allí estaba otra vez, en su pecho, aquel extraño alboroto, como un deseo,
polvoriento después de una década, pero allí estaba. Tal vez era un truco. Tal vez
aquella sensación, aquel dolor simple y mortal, no provenía de él. O tal vez sí.
Tal vez podía ser. Asintió una vez, solo lo suficiente para que sus labios se
unieran; luego ella se dio vuelta y lo guio hacia el dormitorio.
—No me mates esta noche —añadió, mientras entraban a la habitación a
oscuras.
Y a él nunca se le ocurrió hacerlo.
Serena y Eli estaban juntos, enredados en las sábanas. Estaban frente a frente, y
ella le acariciaba la mejilla, la garganta, el pecho. La mano de Serena parecía
fascinada con el lugar donde le había disparado: ahora no quedaba más que piel
lisa, que brillaba en la penumbra. Luego su mano bajó hacia las costillas y la
espalda, y se apoyó en la trama de cicatrices viejas que él tenía allí. Inhaló,
sorprendida.
—Son de antes —explicó Eli con voz queda—. Ya nada me deja marcas.
Los labios de ella se separaron, pero no alcanzó a preguntarle qué había
pasado, porque Eli agregó:
—Por favor. No preguntes.
Y ella no lo hizo. En lugar de eso, llevó la mano hacia el pecho sin cicatrices
de Eli y la dejó apoyada sobre su corazón.
—¿A dónde vas a ir después de matarme?
—No lo sé —respondió él con sinceridad—. Tendré que volver a empezar.
—¿Con la siguiente también vas a dormir? —preguntó, y Eli rio.
—La seducción no es parte de mi método.
—Pues, en ese caso, me siento especial.
—Lo eres.
Lo dijo en un susurro. Y era verdad. Especial. Diferente. Fascinante. Peligrosa.
La mano de Serena volvió a deslizarse hasta la cama, y Eli pensó que tal vez se
había quedado dormida. Le gustaba observarla así, sabiendo que podía matarla,
pero sin desear hacerlo. Le daba la sensación de que otra vez tenía él el control.
O estaba más cerca de tenerlo. Estar con Serena le parecía un sueño, un
interludio. Lo hacía sentir nuevamente humano. Lo hacía olvidar.
—Tiene que haber una manera más fácil —dijo ella, adormilada—. De
encontrarlos… si pudieras acceder a las redes indicadas…
—Si pudiera —susurró Eli.
Y los dos se durmieron.
El sol entraba a raudales pero la habitación estaba fresca. Eli se estremeció y se
incorporó. El otro lado de la cama estaba vacío. Buscó sus pantalones, y pasó
varios minutos buscando su camisa hasta que recordó que la había dejado junto a
la entrada; salió descalzo del dormitorio. Serena no estaba. La pistola seguía
sobre la mesa; Eli la guardó en la cinturilla de los pantalones, contra su espalda,
y fue a la cocina a preparar café.
A Eli le fascinaban las cocinas. La forma en que las personas ordenaban su
vida, las alacenas que usaban, los lugares donde guardaban la comida, y la
comida que guardaban. Había pasado la última década estudiando a la gente, y era asombroso lo mucho que se podía aprender de sus hogares. De sus
dormitorios, sus baños, sus armarios, desde luego, pero también de sus cocinas.
Serena guardaba el café en el estante más bajo sobre la encimera, justo al lado
del fregadero, lo cual significaba que bebía mucho café. Había una cafetera
negra pequeña, para llenar de dos a cuatro tazas, contra la pared de azulejos: otro
indicio de que vivía sola. El apartamento era demasiado bueno para un
estudiante de primer o segundo curso, uno de esos que se ganan por sorteo
solamente, y Eli se preguntó, distraído, mientras sacaba un filtro, si ella habría
usado sus talentos también para conseguirlo.
Encontró las tazas de café a la izquierda del fregadero, y le dio unos golpecitos
a la cafetera, como si así pudiera acelerar la preparación. En cuanto estuvo listo,
llenó su taza y bebió un largo sorbo. Ahora que estaba solo, su mente estaba
regresando fielmente al tema de cómo iba a eliminar a Serena, cuando se abrió la
puerta de calle y entró ella, acompañada por dos hombres. Uno era un agente de
policía, y el otro era el detective Stell. A Eli le dio un vuelco el corazón, pero
logró esbozar una sonrisa cauta por encima de su taza, al tiempo que se
recostaba contra la encimera para esconder la pistola que tenía en la parte de
atrás de los pantalones.
—Buenos días —saludó.
—… días —respondió Stell, y Eli vio que su rostro se llenaba de confusión
por debajo de una calma artificial, que pronto reconoció como obra de Serena.
Habían pasado casi diez años, durante los cuales Eli había pensado
constantemente en Stell, mirando hacia atrás de vez en cuando para ver si lo
seguía. Stell no lo había seguido, pero era obvio que ahora lo reconocía. (¿Cómo
podía no reconocerlo? Eli era una fotografía, no había cambiado). Sin embargo,
ni él ni el agente hicieron amago de sacar sus armas, así que eso ya era
prometedor. Eli miró a Serena, que estaba radiante.
—Te he traído un regalo —anunció, señalando a los hombres.
—No te hubieras molestado —respondió Eli lentamente.
—Te presento al agente Frederick Dane, y a su jefe, el detective Stell.
—Señor Cardale —lo saludó Stell.
—Ahora me llamo Ever.
—¿Se conocen? —preguntó Serena.
—El detective Stell trabajó en el caso de Victor —respondió Eli—. En
Lockland.
Los ojos de Serena se dilataron al comprender. Eli le había hablado sobre
aquel día. Había omitido la mayoría de los detalles, y ahora, mirando al único
hombre que alguna vez había tenido motivos para sospechar de él, de tener algo
que ver con los ExtraOrdinarios, deseó haberle contado toda la verdad.
—Hace ya un tiempo —comentó Stell—. Sin embargo, usted no ha cambiado,
señor Card… Ever. No ha cambiado nada…
—¿Qué lo trae a Merit? —lo interrumpió Eli.
—Pedí el traslado hace unos meses.
—¿Buscando un cambio de paisaje?
—Siguiendo una serie de asesinatos.
Eli sabía que debería haber variado la secuencia, el sistema, pero había tenido
una racha de buena suerte. Merit había atraído a una cantidad impresionante de
EO, por su población y por sus muchos rincones oscuros. La gente venía a Merit
pensando que allí podía esconderse. Pero no de él.
—Eli —dijo Serena—. Estás fastidiando mi sorpresa. Stell, Dane y yo hemos
tenido una larga charla, y está todo arreglado. Van a ayudarnos.
—¿Ayudarnos? —preguntó Eli.
Serena se volvió hacia los hombres y sonrió.
—Tomen asiento.
Los dos hombres se sentaron, obedientes, a la mesa de la cocina.
—Eli, ¿puedes servirles café?
Eli no estaba seguro de cómo hacer eso sin darles la espalda y que vieran el
arma, así que extendió la mano y atrajo a Serena cerca de él. Otro pequeño desafío. El movimiento tuvo la fluidez de un abrazo romántico, pero la aferró
con fuerza.
—¿Qué estás haciendo? —le gruñó al oído.
—He estado pensando —respondió ella, echando la cabeza hacia atrás contra
el pecho de él— en lo complicado que debe ser buscar a cada EO. —Ni siquiera
se molestó en bajar la voz—. Y entonces pensé: tiene que haber una manera más
fácil. Resulta que el departamento de policía de Merit tiene una base de datos de
personas de interés. Claro que no es para los EO, pero la matriz de búsqueda…
Así se llama, ¿verdad? —El agente Dane asintió—. Sí, bueno, es
suficientemente amplia para que podamos usarla para eso. —Serena parecía
absolutamente orgullosa de sí misma—. Entonces fui a la comisaría y pedí
hablar con alguien que tuviera que ver con la investigación de los EO,
¿recuerdas que me contaste que algunos estaban entrenados para ello? Y el
hombre que me atendió me llevó con estos dos caballeros. Dane es el protegido
de Stell, y los dos han aceptado compartir su motor de búsqueda con nosotros.
—Otra vez nosotros —dijo Eli en voz alta. Serena lo ignoró.
—Tenemos todo resuelto, creo. ¿Verdad, agente Dane?
El hombre alto y delgado, de cabello oscuro muy corto, asintió y puso una
carpeta fina sobre la mesa.
—La primera tanda —dijo.
—Gracias, agente —respondió Serena, mientras recogía la carpeta—. Esto nos
mantendrá ocupados por un tiempo.
Nos. Nos. Nos. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Pero incluso mientras los
pensamientos de Eli se disparaban, logró mantener la mano lejos de la pistola
que tenía en la espalda y concentrarse en las instrucciones que Serena les estaba
dando ahora a los policías.
—El señor Ever va a mantener esta ciudad a salvo —les dijo, con un brillo en
sus ojos azules—. Es un héroe, ¿no creen, agentes?
El agente Dane asintió. Al principio, Stell se limitó a mirar a Eli, pero a la larga él también asintió.
—Un héroe —repitieron.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora