Hace dos días
El hotel ESQUIREVictor sostuvo abierta la puerta mientras Mitch entraba con Sydney, herida y
empapada, en brazos. Mitch era enorme, tenía la cabeza rapada, estaba tatuado
prácticamente hasta el último centímetro de piel que se veía, y era casi tan ancho
como alta era la niña. Ella podría haber caminado, pero Mitch había decidido
que sería más fácil cargarla que tratar de que se sostuviera sobre sus hombros.
Además, había acarreado dos maletas, que dejó caer junto a la puerta.
—Estaremos bien, creo —dijo, recorriendo alegremente con la mirada la suite
de lujo.
Victor apoyó en el suelo otra maleta mucho más pequeña; se quitó el abrigo
mojado, que se le había adherido, y lo colgó. Le indicó a Mitch que dejara a la
chica en el baño y remangó su camisa. Sydney estiró el cuello mientras
atravesaba la habitación en brazos de Mitch. El Hotel Esquire, ubicado en la
zona céntrica de Merit, tenía un estilo decadente que le dio la impresión de que
habían quitado muebles, al punto de que miró el suelo para ver si había marcas
de patas de sillones o sofás. Pero el suelo era de madera, o de algo que imitaba la
madera, y el del baño era de piedra y baldosas. Mitch dejó a la niña en la ducha
—un espacio grande de mármol, sin puertas— y desapareció.
Sydney se estremeció; no sentía más que un frío apagado en todo el cuerpo.
Minutos más tarde, apareció Victor con los brazos cargados de prendas diversas.
—Algo de esto debería irte bien —dijo, al tiempo que apoyaba la pila junto al
lavabo. Se quedó esperando fuera del baño mientras ella se quitaba la ropa
mojada y examinaba la pila, preguntándose de dónde había sacado esa ropa
nueva. Era como si hubiera confiscado el contenido de una lavandería, pero las
prendas estaban secas y tibias, así que no se quejó.
—Sydney —habló por fin, y su voz quedó apagada por la camiseta que estaba
a mitad de camino sobre su cabeza y por la puerta del baño—. Así me llamo.
—Encantado —respondió Victor desde el pasillo.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó Sydney mientras examinaba las
camisetas.
—¿El qué? —preguntó Victor.
—¿Cómo hiciste que dejara de dolerme?
—Es… un don.
—Un don —masculló Sydney con amargura.
—¿Alguna vez has conocido a alguien que tuviera un don? —preguntó Victor
desde fuera.
Sydney no respondió, y siguió un silencio interrumpido tan solo por el sonido
de la ropa al rozarse, al probársela y descartarla. Cuando al fin volvió a hablar, lo
único que dijo fue:
—Ya puedes entrar.
Victor entró, y la encontró vestida con pantalones deportivos demasiado
grandes y una camiseta de tirantes finos demasiado larga, pero ambas cosas
servirían por el momento. Le pidió que se sentara muy quieta junto al lavabo
mientras le examinaba el brazo. Cuando terminó de limpiarle los últimos
vestigios de sangre, frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —le preguntó ella.
—Te dispararon —observó Victor.
—Es obvio.
—¿Estabas jugando con un arma o algo así?
—No.
—¿Cuándo ocurrió esto? —preguntó Victor, presionándole la muñeca con los
dedos.
—Ayer.
Victor no apartó la mirada del brazo de Sydney.
—¿Vas a contarme qué está pasando?
—¿A qué te refieres? —preguntó Sydney sin mucha expresión.
—Bueno, Sydney, tienes una bala en el brazo, el pulso demasiado lento para
alguien de tu edad, y tu temperatura es unos cinco grados más baja que lo
normal.
Sydney se puso tensa pero no dijo nada.
—¿Tienes alguna otra herida?
Sydney se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Voy a devolverte el dolor, un poquito —dijo Victor—. Para ver si estás
herida en otra parte.
Ella asintió brevemente. Victor le apretó un poco más el brazo, y el frío
apagado que la envolvía se aplacó cuando empezó a sentir dolor, y luego fuertes
puntadas en distintas partes del cuerpo. Sydney ahogó una exclamación, pero lo
soportó y le dijo qué partes le dolían más. Lo observó mientras él trabajaba, con
manos imposiblemente leves, como si temiera romperla. Todo en él era leve;
tenía tez, cabello y ojos claros, y sus manos danzaban en el aire por encima de su
piel y la tocaban solo cuando era imprescindible.
—Bien —dijo Victor, una vez que terminó de vendarla y de retirar lo que
quedaba de dolor—. Fuera de la herida de bala y de una torcedura de tobillo,
parece que estás bastante bien.
—Fuera de eso —comentó Sydney secamente.
—Todo es relativo —repuso Victor—. Estás viva.
—Así es.
—¿Vas a contarme qué te ocurrió?
—¿Eres médico? —preguntó ella a su vez.
—Iba a serlo. Hace mucho tiempo.
—¿Y qué pasó?
Victor suspiró y se recostó contra el toallero.
—Hagamos un trato: una respuesta por una respuesta.
Sydney vaciló, pero finalmente asintió.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Victor.
—Trece —mintió, porque detestaba tener doce años—. ¿Y tú?
—Treinta y dos. ¿Qué te pasó?
—Alguien intentó matarme.
—Ya lo veo. Pero ¿por qué alguien querría hacer eso?
Ella meneó la cabeza.
—No es tu turno. ¿Por qué no pudiste terminar tus estudios?
—Fui a la cárcel —respondió—. ¿Por qué alguien querría matarte?
Sydney se rascó la espinilla con el talón, señal de que estaba a punto de
mentir, pero Victor aún no la conocía tanto como para saberlo.
—Ni idea.
Sydney iba a preguntarle por la cárcel, pero a último momento cambió de idea.
—¿Por qué me recogiste en la carretera?
—Tengo debilidad por las criaturas perdidas —respondió. Y luego la
sorprendió al preguntarle—: ¿Tienes un don, Sydney?
Al cabo de un largo rato, ella meneó la cabeza.
Victor bajó la vista, y Sydney vio algo en su cara, como si una sombra hubiera
cruzado por él, y por primera vez desde que el coche se había detenido a su lado,
sintió temor. No un miedo arrasador, sino un pánico leve y constante que se
extendía por su piel.
Pero luego Victor alzó la mirada y la sombra desapareció.
—Descansa un poco, Sydney —dijo—. Usa la habitación contigua.
Dio media vuelta y salió antes de que ella llegase a darle las gracias.
Victor se dirigió a la cocina de la suite, separada del resto de la sala principal tan
solo por una encimera de mármol, y se sirvió una copa de la provisión que Mitch
venía acumulando desde que habían salido de Wrighton, que había traído del
coche. La chica estaba mintiendo y él lo sabía, pero contuvo el impulso de
recurrir a sus métodos habituales. Era una niña, y estaba visiblemente asustada.
Además, ya le habían hecho suficiente daño.
Victor le cedió el otro dormitorio a Mitch. El sofá le resultaría pequeño y, de
todos modos, él no dormía mucho. Si llegaba a cansarse, no le importaba dormir
en el sofá de felpa. Eso había sido lo que más le desagradaba de estar en la
cárcel. Más que la gente o la comida; incluso más que el hecho de que era una
cárcel.
La maldita cama.
Victor tomó su vaso y caminó por el suelo de madera laminada de la suite. Era
de un realismo notable, pero no crujía, y sentía el cemento por debajo. Lo sabía
por haber estado tanto tiempo pisando cemento.
Toda una pared de la estancia constaba de ventanales del suelo al techo, con
puertas-balcón en el centro. Las abrió y salió a una terraza, a siete pisos de
altura. El aire estaba frío, descubrió con agrado; apoyó los codos en la barandilla
de metal helado con el vaso en la mano, a pesar de que el hielo enfriaba el cristal
hasta el punto de hacer que le dolieran los dedos. Aunque no lo sentía.
Victor observó la ciudad. Incluso a esa hora, Merit estaba viva; era un lugar
vibrante y bullicioso, lleno de personas que él podía presentir sin siquiera
estirarse. Pero en ese momento, rodeado por el aire frío y metálico de la ciudad y
los millones de cuerpos que vivían, respiraban y sentían, no estaba pensando en
ninguno de ellos. Sus ojos recorrían los edificios, pero su mente vagaba más allá
de todo aquello.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...