CAP XXXVI

29 4 0
                                    

ANOCHE
EL HOTEL ESQUIRE


—¿Qué es lo que ha pasado allí, Sydney?
Victor seguía quitándose la tierra de las botas mientras subían la escalera hacia
la habitación del hotel; no le gustaban los ascensores. Sydney iba a su lado,
subiendo los escalones de dos en dos.
—¿Por qué Barry no regresó como debía?
Sydney se mordió el labio.
—No lo sé —respondió, con la respiración agitada por el ejercicio—. He
estado intentando entenderlo. Tal vez… ¿tal vez porque los EO ya han tenido su
segunda oportunidad?
—¿Te pareció diferente —insistió Victor— cuando intentaste resucitarlo?
Sydney se envolvió con los brazos y asintió.
—No lo sentí correctamente. Por lo general, hay una especie de hilo, algo que
puedo sujetar, pero con él, me costó mucho sujetarlo, y se me escapaba todo el
tiempo. No pude aferrarlo bien.
Victor calló hasta que llegaron al séptimo piso.
—Si tuvieras que hacer otro intento…
Pero la pregunta de Victor quedó inconclusa cuando llegaron a la habitación.
Se oían voces al otro lado de la puerta, voces bajas que reflejaban urgencia.
Victor tomó la pistola que llevaba a la espalda mientras giraba la llave, y abrió la puerta de la suite. Solo se veía la cabeza tatuada de Mitch por encima del
respaldo del sofá, frente al televisor. Las voces siguieron hablando en la pantalla
en blanco y negro. Victor suspiró, se le aflojaron los hombros y guardó la
pistola. Debería haber sabido que no era nada, haber sentido la ausencia de
nuevos cuerpos. Atribuyó el desliz a la distracción mientras Sydney entraba por
delante y las personas discutían en la pantalla, con trajes elegantes y voces
atenuadas. Mitch tenía debilidad por los clásicos. En numerosas ocasiones,
Victor había conseguido que en el televisor que había en el comedor de la cárcel,
que por lo general estaba sintonizado en programas de deportes o viejas
comedias, se pusieran películas antiguas en blanco y negro. Victor valoraba
aquellas incongruencias de Mitch. Lo hacían interesante.
Sydney se quitó el calzado junto a la puerta y fue a lavarse la tierra y la
sensación de muerte que le quedaban bajo las uñas. El gigantesco perro negro,
que estaba acostado en el suelo junto al sofá, alzó la vista y movió la cola
alegremente. En algún momento, entre la resurrección del perro y la partida
hacia el cementerio para revivir a Barry, Victor había limpiado la sangre y la
suciedad del pelaje de Dol, y el animal parecía casi normal al levantarse y seguir
a Sydney con paso perezoso.
—Oye, Vic —dijo Mitch, llamándolo con la mano sin apartar la vista de los
hombres vestidos de esmoquin en la pantalla. El portátil estaba a su lado, y
conectada a él había una impresora pequeña y muy nueva que no estaba allí
cuando habían salido.
—No te traigo conmigo para que calientes el sofá, Mitch —repuso Victor,
camino a la cocina.
—¿Has encontrado a Barry?
—Sí.
Victor se sirvió un vaso de agua y se apoyó pesadamente en la encimera,
observando cómo subían las burbujas en el vaso.
—¿Ha accedido a entregar tu mensaje?
—Sí.
—¿Y dónde está? Sé que no lo habrás dejado ir.
—Claro que no. —Victor sonrió—. Lo volví a guardar hasta mañana.
—Cuánta frialdad.
Victor se encogió de hombros y bebió un sorbo.
—Lo soltaré por la mañana para que cumpla su cometido. ¿Y tú, qué has
estado haciendo? —preguntó, señalándolo con el vaso—. Detesto interrumpir
Casablanca para hablar de trabajo, pero…
Mitch se puso de pie y se desperezó.
—¿Estás listo para el mayor caso del mundo de buenas noticias/malas
noticias?
—Adelante.
—La matriz de búsqueda todavía está seleccionando. —Extendió una carpeta
—. Pero esto es lo que tenemos hasta ahora. Cada uno tiene suficientes
marcadores para ser candidato a EO.
Victor tomó la carpeta y empezó a distribuir las hojas sobre la encimera. Había
ocho en total.
—Esa es la buena noticia —dijo Mitch.
Victor observó los perfiles. Cada página tenía un bloque de texto, líneas de
datos robados: nombres, edades y breves resúmenes médicos tras unas pocas
líneas sobre los accidentes o traumas respectivos, notas psiquiátricas, denuncias
policiales, recetas de analgésicos y antipsicóticos. Información destilada, vidas
desordenadas puestas en orden. Junto al texto de cada perfil había una fotografía.
Un hombre de cerca de sesenta años. Una chica bonita de cabello negro. Un
adolescente. Todas las fotos eran espontáneas; los ojos de los sujetos miraban a
la cámara o cerca de ella, pero nunca directamente al fotógrafo. Y todas las fotos
estaban tachadas con una x trazada con marcador negro de trazo grueso.
—¿Qué son las x? —preguntó Victor.
—Esa es la mala noticia. Todos están muertos.
Victor alzó la mirada bruscamente.
—¿Todos?
Mitch miró los papeles con ojos tristes, casi reverentes.
—Parece que tu sospecha sobre Eli era acertada. Estos son solo del área de
Merit, como me pediste. Cuando empecé a tener resultados, abrí una nueva
búsqueda, y expandí los parámetros para cubrir los últimos diez años y la mayor
parte del país. No imprimí esos resultados, eran demasiados… pero no cabe duda
de que es algo sistemático.
Victor volvió a mirar los archivos, y allí se quedó. No lograba apartar los ojos
de las gruesas x que tachaban las fotografías. Tal vez debía sentirse responsable
por haber soltado a un monstruo en el mundo, por los cadáveres que ese
monstruo iba dejando a su paso —al fin y al cabo, él había hecho de Eli lo que
era; lo había instado a poner a prueba su teoría, lo había hecho regresar de la
muerte, le había quitado a Angie—, pero contemplando los rostros de los
muertos, no sentía más que una discreta alegría, una reivindicación. Había estado
en lo cierto con respecto a Eli, todo el tiempo. Eli podía predicar cuanto quisiera
acerca de que Victor era un demonio con piel robada, pero las pruebas de la
maldad del propio Eli estaban allí, sobre la encimera, a la vista.
—Eli está haciendo estragos —observó Mitch mientras levantaba otra pila,
mucho más pequeña, que estaba junto a la impresora, y la colocó sobre la
encimera—. Pero aquí hay algo positivo para ti.
Tres fotografías lo observaban, miraban de reojo o de frente a Victor, y lo
tomaron desprevenido. Una cuarta estaba imprimiéndose con un suave zumbido.
Cuando la máquina expulsó la hoja, Mitch puso la película en pausa y llevó el
papel a la encimera. Ninguna de las fotos estaba tachada.
—¿Estos siguen vivos?
—Por ahora. —Mitch asintió.
Justo entonces reapareció Sydney, con pantalones de correr y camiseta,
seguida por Dol. Victor se preguntó, distraído, si las cosas que ella traía de vuelta sentían una conexión con ella, o si Dol simplemente poseía el afecto
incondicional inherente a la mayoría de los caninos, y observó que el perro era
tan alto que podía mirarla a los ojos. Ella le palmeó la cabeza y sacó un refresco
de la nevera. Se sentó en uno de los taburetes que estaban junto a la encimera y
tomó el refresco con las dos manos.
Victor estaba apilando los perfiles de los muertos y colocándolos a un lado. No
había necesidad de que Sydney los mirara por ahora.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ella asintió.
—Siempre me siento rara después. Me da frío.
—Entonces, ¿no preferirías beber algo caliente? —preguntó Mitch.
—No. Me gusta tener esto en las manos. Me gusta saber que al menos la lata
está más fría que yo.
Mitch se encogió de hombros. Sydney se inclinó hacia adelante para examinar
los cuatro perfiles, mientras el programa seguía trabajando en el fondo.
—¿Todos son EO? —murmuró.
—No necesariamente —respondió Victor—, pero si tenemos suerte, habrá uno
o dos.
Victor recorrió con la mirada el collage de datos privados que había junto a las
fotografías. Tres de los posibles EO eran jóvenes, pero uno era mayor. Sydney
extendió la mano y tomó uno de los perfiles. Era de una chica llamada Beth
Kirk, y tenía el pelo azul eléctrico.
—¿Cómo sabemos por cuál va a ir primero? ¿Por dónde empezamos?
—La matriz tiene sus limitaciones —explicó Mitch—. Tendremos que
adivinar. Elegir uno y, con suerte, llegar antes que Eli.
Victor se encogió de hombros.
—No es necesario. Ahora no tienen importancia.
No le importaba la chica del cabello azul, ni ninguno de los otros. Lo que los
muertos demostraban sobre Eli le importaba más que lo que los vivos le ofrecían a él. El caso era que él los había querido solo como señuelos, pero gracias a
Sydney —a su don, y al mensaje que habían creado con él—, estos EO ahora
eran superfluos para sus planes.
La respuesta consternó a Sydney.
—Pero tenemos que prevenirlos.
Victor le quitó el perfil de Beth Kirk y lo colocó boca abajo sobre la encimera.
—¿Prefieres que los prevenga —preguntó suavemente— o que los salve? —
Observó cómo el enojo se borraba del rostro de Sydney—. Es un desperdicio ir
por las víctimas y no por el asesino. Y cuando Eli reciba nuestro mensaje, ni
siquiera necesitaremos buscarlo.
—¿Por qué? —preguntó Sydney.
La boca de Victor se curvó hacia arriba.
—Porque él va a buscarnos a nosotros.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora