CAP VII

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hace DOS DÍAS

EN LA CARRETERA


La lluvia caía sobre el coche en oleadas. Llovía tanto que los limpiaparabrisas no
alcanzaban a despejar el agua, sino que solo la movían de un lado al otro, pero ni
Mitch ni Victor se quejaban. Al fin y al cabo, el coche era robado. Y
obviamente, bien robado: llevaban casi una semana usándolo sin incidentes,
desde que se habían apropiado de él en un parador, a pocos kilómetros de la
cárcel.
El coche pasó junto a un cartel que anunciaba: MERIT - 37 KILÓMETROS.
Mitch iba conduciendo, y Victor veía pasar el mundo detrás del aguacero. Le
parecía que iban muy rápido. Todo le parecía rápido después de diez años en una
celda. Todo le daba una sensación de libertad. Durante los primeros días, habían
viajado sin rumbo; la necesidad de estar en movimiento pesaba más que la
necesidad de llegar a algún lugar. Victor no había sabido, al principio, a dónde
iban. Aún no había decidido por dónde iniciar la búsqueda. Diez años eran
tiempo suficiente para planear la fuga hasta el último detalle. Al cabo de una
hora, tenía ropa nueva; al cabo de un día, tenía dinero; pero después de una
semana aún no sabía cómo empezar a buscar a Eli.
Hasta esa mañana.
Había comprado un ejemplar de The National Mark, un periódico de
circulación nacional, en una gasolinera; lo había hojeado, distraído, y el destino le había sonreído. O al menos, alguien había sonreído. Directamente desde una
fotografía impresa a la derecha de una noticia titulada:

         HÉROE CIVIL SALVA UN BANCO

El banco estaba en Merit, una extensa metrópolis a mitad de camino entre las
paredes coronadas por alambre de púa de Wrighton y las cercas de hierro forjado
de Lockland. Él y Mitch habían estado viajando hacia allá tan solo porque era un
lugar adonde ir. Una ciudad llena de personas a las que Victor podría interrogar,
persuadir, forzar. Y una ciudad que ya empezaba a prometer, pensó, levantando
el periódico plegado.
Había comprado el ejemplar de The National Mark, pero solo se había
quedado con esa página, y la había guardado en su bolsillo casi con reverencia.
Era un comienzo.
Ahora Victor iba con los ojos cerrados y la cabeza recostada contra el respaldo
mientras Mitch conducía.
¿Dónde estás, Eli?, se preguntó.
¿Dónde estás dónde estás dónde estás dónde estás?
La pregunta resonaba en su mente. Se la había formulado todos los días
durante una década. Algunos días, distraído; otros, con una necesidad de saber
tan intensa que llegaba a doler. En verdad le dolía, y para Victor, eso era algo.
Volvió a acomodarse en el asiento mientras el mundo pasaba a toda velocidad.
No habían tomado la autopista —la mayoría de los fugitivos sabían que no les
convenía—, pero el límite de velocidad de la carretera de dos carriles era más
que satisfactorio. Cualquier cosa era mejor que estar quietos, pensó, mientras sus
ojos se desenfocaban.
Tiempo después, el coche se topó con un pozo, y la sacudida arrancó a Victor
de su ensoñación. Parpadeó, giró la cabeza y vio pasar los árboles que bordeaban
la carretera. Bajó la ventanilla hasta la mitad para sentir la velocidad, sin hacer
caso a las protestas de Mitch porque entraba la lluvia. No le importó el agua ni los asientos. Necesitaba sentirla. Empezaba a anochecer, y a la última luz del día
Victor divisó una silueta que se movía por el lado del camino. Era menuda, iba
con la cabeza gacha y como aferrada a sí misma, caminando por la orilla.
Después de pasar junto a ella, Victor frunció el ceño y habló.
—Mitch, vuelve atrás.
—¿Para qué?
Victor volcó su atención hacia el hombre que iba al volante.
—No me hagas volver a pedírtelo.
Mitch no lo hizo. Puso marcha atrás y los neumáticos resbalaron sobre el
pavimento mojado. Pasaron otra vez junto a la figura, pero esta vez en sentido
contrario. Mitch volvió a poner el coche en marcha y se acercó a ella. Victor
bajó del todo la ventanilla y la lluvia entró.
—¿Estás bien? —preguntó.
La figura no respondió. Victor sintió un cosquilleo en el límite de sus sentidos.
Dolor. Y no era suyo.
—Detén el coche —ordenó, y esta vez Mitch obedeció de inmediato… un
poco demasiado rápido. Victor bajó, subió el cierre de su chaqueta hasta la
garganta y se puso a caminar junto al extraño. Le llevaba casi dos cabezas.
»Tienes una herida —le dijo al lío de ropa mojada.
No se dio cuenta por los brazos cruzados apretados sobre el pecho, ni por la
marca oscura en una manga, más oscura incluso que la lluvia, ni por el modo en
que la figura se retrajo cuando él extendió una mano. Victor olía el dolor del
mismo modo en que un lobo olía la sangre. Podía captarlo.
—Detente —dijo, y esta vez la persona aminoró el paso hasta detenerse.
Alrededor caía la lluvia, fría y sin pausa—. Sube al coche.
Entonces la figura lo miró, y la capucha mojada de la chaqueta cayó sobre
unos hombros angostos. Unos ojos celestes, feroces detrás del delineador negro
y corrido, lo miraron desde una cara joven. Victor conocía el dolor demasiado
bien para dejarse engañar por la mirada desafiante, por la mandíbula firme a la que se adhería el cabello rubio. Aquella chica no podía tener más de doce, quizá
trece años.
—Vamos —insistió Victor, señalando con un gesto el coche que se había
detenido a su lado.
La chica siguió mirándolo.
—¿Qué puede pasarte? —le preguntó Victor—. No puede ser peor de lo que
ya te ha ocurrido.
Al ver que ella no hacía amago de acercarse al coche, Victor suspiró y señaló
el brazo de ella.
—Déjame ver eso.
Victor extendió la mano y sus dedos rozaron la chaqueta de la chica. El aire
crepitó como de costumbre en torno a su mano, y la chica soltó un suspiro
audible de alivio. Se frotó la manga.
—Oye, no hagas eso —le advirtió él, al tiempo que le apartaba la mano de la
herida—. Aún no te he curado.
Los ojos de ella oscilaron entre la mano de Victor y la manga de su chaqueta.
—Tengo frío —dijo.
—Me llamo Victor —respondió, y ella esbozó un leve y exhausto asomo de
sonrisa—. Ahora, ¿qué te parece si nos refugiamos de la lluvia?

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora