HACE DIEZ AÑOS
CENTRO MÉDICO LOCKLANDEli se sentó pesadamente en la silla que estaba junto a la cama de Victor y dejó
caer una mochila al suelo laminado, a su lado. Victor acababa de terminar su
última sesión con la psicóloga residente, la señora Pierce, en la cual habían
analizado su relación con sus padres, a quienes ella —como era de esperar—
admiraba. Pierce salió de la sesión con la promesa de un libro autografiado y la
impresión de que habían avanzado mucho. Victor salió de la sesión con una
jaqueca y una nota que le indicaba que debía reunirse con el orientador de
Lockland como mínimo tres veces. Había logrado que le rebajaran su sentencia
de setenta y dos horas a cuarenta a cambio del libro autografiado. Ahora estaba
forcejeando con la pulsera de identificación del hospital, sin poder quitársela. Eli
se inclinó hacia adelante, tomó un cortaplumas y cortó de una vez el extraño
material, híbrido de papel y plástico. Victor se frotó la muñeca, se puso de pie e
hizo una mueca de dolor. Su roce con la muerte había resultado desagradable.
Tenía un dolor apagado pero constante en todo el cuerpo.
—¿Listo para salir de aquí? —preguntó Eli, al tiempo que se llevaba la
mochila al hombro.
—Dios, sí —respondió Victor—. ¿Qué traes en la mochila?
Eli sonrió.
—He estado pensando —dijo, mientras caminaban por los pasillos esterilizados— en mi turno.
A Victor se le apretó el pecho.
—¿Sí?
—Esta experiencia fue un aprendizaje —explicó Eli. Victor masculló algo
antipático por lo bajo, pero Eli prosiguió—. El alcohol fue mala idea. Y también
los analgésicos. El dolor y el miedo son inseparables del pánico, y el pánico
contribuye a la producción de adrenalina y de otras sustancias que disparan la
reacción de lucha o huida. Como sabes bien.
Victor frunció el ceño. Sí, lo sabía bien. Aunque a su yo alcoholizado no le
había importado.
—Hay solo cierta cantidad de situaciones —prosiguió Eli, mientras cruzaban
unas puertas automáticas de cristal y salían al día frío— en las que podemos
inducir un grado suficiente tanto de pánico como de control. En la mayoría de
los casos, estos dos se excluyen entre sí. O al menos, no se superponen mucho.
Cuanto mayor control, menos necesidad de pánico, etcétera, etcétera.
—Pero ¿qué tienes en la mochila?
Llegaron al coche, y Eli lanzó la mochila en cuestión al asiento trasero.
—Todo lo que necesitamos. —La sonrisa de Eli se extendió—. Bueno, todo
menos el hielo.
En realidad, «todo lo que necesitamos» resultó ser una docena de autoinyectores
de epinefrina, más comúnmente conocidos como EpiPens, y el doble de
almohadillas térmicas desechables, de las que usan los cazadores en las botas, y
los aficionados al fútbol en los guantes durante los partidos en invierno. Eli tomó
tres de los autoinyectores y los alineó sobre la mesa de la cocina, junto a la pila
de almohadillas; luego dio un paso atrás e hizo un gesto amplio con la mano
como si le estuviera ofreciendo un festín a Victor. Había media docena de bolsas
de hielo apoyadas contra el fregadero, y pequeños ríos de condensación mojaban el suelo. Las habían comprado camino a casa.
—¿Has robado todo esto? —preguntó Victor, levantando un autoinyector.
—Lo tomé prestado en nombre de la ciencia —respondió Eli, mientras recogía
una almohadilla térmica y la giraba para examinar el laminado plástico que tenía
en su parte trasera y servía como mecanismo de activación—. Estoy haciendo
prácticas de aprendizaje en el centro médico desde primer año. Ni lo han notado.
La jaqueca de Victor había vuelto.
—¿Esta noche? —preguntó, no por primera vez desde que Eli le había
expuesto su plan.
—Esta noche —confirmó Eli, al tiempo que le quitaba el autoinyector—.
Pensé en disolver la epinefrina directamente en solución salina y que me la
inyectaras por vía endovenosa, ya que así la distribución sería más confiable,
pero es más lento que los EpiPens y depende de una mejor circulación. Además,
por sus características, se me ocurrió que sería mejor una opción más fácil de
usar.
Victor examinó los elementos. Los EpiPens serían la parte fácil; las
compresiones, más difíciles, y podían provocar más daño. Victor se había
entrenado en RCP y tenía una comprensión intuitiva del cuerpo, pero aun así
existía riesgo. Ni el curso de pregrado de medicina ni la habilidad innata podían
preparar de verdad a un estudiante para lo que intentaban hacer. Matar algo era
fácil. Para hacerlo revivir se necesitaba más que mediciones y medicamentos.
Era como la cocina, no como la repostería. Para la repostería había que tener
sentido del orden. Para cocinar se necesitaba talento, un poco de arte y un poco
de suerte. Para esta clase de cocina se necesitaba mucha suerte.
Eli tomó dos EpiPens más y colocó los tres en la palma de su mano. La mirada
de Victor pasó de los autoinyectores a las almohadillas, y de allí, al hielo. Eran
herramientas muy sencillas. ¿Realmente podía ser tan fácil?
Eli dijo algo. Victor dirigió su atención a él.
—¿Qué? —preguntó.
—Que se hace tarde —repitió Eli, y señaló más allá de las bolsas de hielo,
hacia la ventana que estaba detrás del fregadero, donde la luz iba fugándose
rápidamente del cielo—. Será mejor que preparemos todo.
Victor pasó los dedos por el agua helada y retrocedió. A su lado, Eli hizo un
corte en la última bolsa y la vio romperse y volcar el hielo en la bañera. Con las
primeras bolsas, el hielo se había resquebrajado, partido y medio disuelto, pero
pronto el agua se enfrió lo suficiente y los cubos ya no se derretían. Victor
retrocedió hasta el lavabo y se apoyó en él, con los tres EpiPens al alcance de la
mano.
Habían repasado varias veces el orden del procedimiento. A Victor le
temblaban ligeramente los dedos. Se aferró al borde del lavabo para aquietarlos
mientras Eli se quitaba los vaqueros, el jersey y por último la camisa, que dejó al
descubierto una serie de cicatrices difusas en la espalda. Eran antiguas, reducidas
a poco más que sombras, y Victor las había visto antes, pero nunca había
preguntado por ellas. Ahora, al enfrentarse a la posibilidad de que aquella fuera
la última conversación que tuviera con su amigo, lo venció la curiosidad. Intentó
dar forma a la pregunta, pero no fue necesario, porque Eli respondió sin que la
formulara.
—Me las hizo mi padre, cuando yo era pequeño —dijo suavemente. Victor
contuvo la respiración. En más de dos años, Eli no había mencionado a sus
padres ni una sola vez—. Era pastor religioso. —Había en su voz un matiz
lejano, y Victor no pudo sino reparar en el era. Tiempo pasado—. Creo que
nunca te lo conté.
Victor no sabía qué decir, así que respondió con las palabras más inútiles del
mundo.
—Lo siento.
Eli se apartó y se encogió de hombros, y las cicatrices de su espalda se deformaron con el gesto.
—Todo salió bien al final.
Se acercó a la bañera y sus rodillas se apoyaron en el frente de loza mientras
miraba la superficie resplandeciente. Victor lo observó con la mirada fija en el
agua y sintió una extraña mezcla de interés y preocupación.
—¿Estás asustado? —le preguntó.
—Aterrado —respondió Eli—. ¿Tú no lo estabas?
Victor recordaba vagamente un asomo de temor, algo muy breve, que pronto
se apagó por los efectos de las píldoras y del whisky. Se encogió de hombros.
—¿Quieres beber algo? —preguntó.
Eli meneó la cabeza.
—El alcohol calienta la sangre, ¿sabes? —dijo, con los ojos aún fijos en el
agua helada—. No es precisamente lo que quiero lograr.
Victor se preguntó si Eli realmente podría hacerlo, o si el frío resquebrajaría su
máscara de encanto y simpatía, si la haría pedazos y revelaría al chico normal
que había debajo. La bañera tenía asideros por debajo de la superficie helada, y
habían ensayado antes de la cena (ninguno de los dos tenía demasiado apetito):
Eli había entrado en la bañera aún seca, había aferrado los asideros y acomodado
los dedos de los pies bajo un saliente en el otro extremo. Victor había sugerido
usar una cuerda, algo para sujetar a Eli, pero este se había negado. Victor no
sabía si había sido por bravuconería o si le preocupaba el estado del cuerpo si las
cosas salían mal.
—Cuando quieras —dijo Victor, intentando disipar la tensión. Al ver que Eli
no se movía y ni siquiera le dedicaba una sonrisa falsa, extendió la mano hacia la
tapa del retrete, sobre el cual estaba apoyado su portátil. Abrió un programa de
música y pulsó reproducir, con lo que la base pesada de un rock inundó la
pequeña habitación repleta de azulejos.
—Mejor apaga eso cuando estés buscando el pulso —dijo Eli.
Y entonces cerró los ojos. Sus labios se movían ligeramente, y aunque tenía las manos sueltas a los costados, Victor se dio cuenta de que estaba rezando. Le
desconcertó que alguien que estaba a punto de jugar a ser Dios pudiera rezarle a
Él, pero era obvio que a su amigo no le molestaba.
Cuando Eli abrió los ojos, Victor le preguntó:
—¿Qué le has dicho?
Eli levantó un pie descalzo hasta el borde de la bañera, contemplando el agua.
—He puesto mi vida en Sus manos.
—Bueno —repuso Victor, con sinceridad—, esperemos que te la devuelva.
Eli asintió, e inhaló brevemente —Victor imaginó que oía una levísima
vacilación— antes de entrar al agua.
Victor se sentó en el borde de la bañera, con una copa en la mano, y observó el
cadáver de Eliot Cardale.
Eli no había gritado. El dolor se había reflejado en cada uno de los cuarenta y
tres músculos que la clase de anatomía de Victor le había enseñado que había en
el rostro, pero lo peor que había hecho Eli había sido soltar un leve gemido
cuando su cuerpo había atravesado la superficie del agua helada. Victor apenas
había rozado el agua con los dedos, y el frío había bastado para provocar una
chispa de dolor en todo su brazo. Quería odiar a Eli por su compostura, y casi
había esperado —casi esperaba— que se le hiciera insoportable. Que se
rompiera, se diera por vencido; entonces Victor lo ayudaría a salir de la bañera y
le ofrecería una copa, y los dos se sentarían a hablar sobre sus intentos fallidos, y
más tarde, cuando estos hubieran quedado atrás, reirían al recordar cuánto
habían sufrido en aras de la ciencia.
Victor tragó otro sorbo de su bebida. Eli tenía un color blanco azulado muy
poco saludable.
No había tardado tanto como él había supuesto. Eli llevaba varios minutos en
silencio. Victor había apagado la música, y el ritmo pesado había seguido resonando en su cabeza hasta que había caído en la cuenta de que era su corazón.
Cuando se atrevió a sumergir una mano en el agua helada para tomarle el pulso a
Eli, conteniendo una exclamación por el frío cortante, no lo halló. Sin embargo,
había decidido esperar unos minutos más, y por eso se había servido una copa. Si
Eli lograba regresar de eso, no podría acusarlo de haberse apresurado.
Cuando se hizo evidente que el cuerpo que estaba en la bañera no reviviría por
sus propios medios, Victor dejó el vaso a un lado y se puso manos a la obra. Lo
más difícil fue sacar a Eli de la bañera, ya que era varios centímetros más alto
que él, estaba rígido y sumergido en agua helada. Al cabo de varios intentos y
muchas palabrotas (Victor era callado por naturaleza, pero lo era más aún bajo
presión, lo que daba a sus compañeros la impresión de que sabía lo que hacía,
aun cuando no era así), cayó hacia atrás y el cuerpo de Eli golpeó las baldosas a
su lado con la fuerza repugnante de un peso muerto. Victor se estremeció.
Recordando las instrucciones de Eli, dejó los EpiPens para después y optó
primero por la pila de mantas y almohadillas térmicas, y secó el cuerpo
rápidamente con una toalla. Luego activó las almohadillas y las colocó sobre los
centros vitales: la cabeza, la nuca, las muñecas, la ingle. Esa era la parte del plan
que requería suerte y arte. Victor tenía que decidir en qué momento el cuerpo
había recuperado suficiente temperatura para empezar las compresiones. Si lo
hacía demasiado pronto, estaría aún demasiado frío, y eso significaba que la
epinefrina impondría demasiado esfuerzo al corazón y a los órganos. Si lo hacía
demasiado tarde sería demasiado tiempo, lo que significaba mucha menos
probabilidad de poder revivirlo.
Victor encendió la lámpara infrarroja del baño, a pesar de que estaba sudando;
tomó los tres autoinyectores —tres era el límite, y Victor sabía que si con el
tercero no había reacción, era demasiado tarde— y los colocó en el suelo a su
lado. Los recolocó nuevamente en líneas rectas, y ese pequeño gesto le dio una
sensación de control mientras esperaba. Cada poco, medía la temperatura de Eli,
no con un termómetro sino contra su propia piel. Durante el ensayo, habían caído en la cuenta de que no tenían termómetro, y Eli, en una rara demostración
de impaciencia, había insistido en que Victor se basara en su propio criterio.
Podría haber sido una sentencia de muerte, pero la fe de Eli en Victor derivaba
del hecho de que, en Lockland, todos creían que tenía afinidad por la medicina y
un conocimiento espontáneo, casi sobrenatural, del cuerpo humano (en realidad,
distaba mucho de ser espontáneo, pero era verdad que Victor tenía facilidad para
adivinar). El cuerpo era una máquina, solo piezas necesarias, y todos sus
componentes en todos los niveles, desde los músculos y huesos hasta las células
y los elementos químicos, funcionaban con acción y reacción. Para Victor, era
lógico.
Cuando sintió que Eli se había calentado lo suficiente, inició las compresiones.
La piel bajo sus manos estaba recuperando temperatura, con lo cual el cuerpo se
parecía menos a un polo helado y más a un cadáver. Hizo una mueca cuando las
costillas crujieron bajo sus manos entrelazadas, pero no se detuvo. Sabía que, si
las costillas no se separaban del esternón, no estaba empujando lo suficiente para
llegar al corazón. Después de varias series de compresiones, hizo una pausa,
tomó el primer autoinyector y lo clavó en la pierna de Eli.
Uno, dos, tres.
No hubo reacción.
Empezó a comprimir otra vez, intentando no pensar en las costillas que
estaban rompiéndose ni en el hecho de que Eli aún se veía completa e
innegablemente muerto. A Victor le ardían los brazos, y resistió el impulso de
mirar de reojo su teléfono móvil, que se le había caído del bolsillo en el esfuerzo
por extraer a su amigo de la bañera. Cerró los ojos, siguió contando y
presionando con los puños entrelazados, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y
abajo, sobre el corazón de Eli.
No estaba dando resultado.
Victor tomó el segundo autoinyector y lo hundió en el muslo de Eli.
Uno, dos, tres.
Aún nada.
Por primera vez, el pánico llenó la boca de Victor como la bilis. Tragó y
reanudó las compresiones. Lo único que se oía en la habitación eran sus cuentas
murmuradas y su pulso —el suyo, no el de Eli—, y el extraño sonido de sus
manos intentando con desesperación reiniciar el corazón de su mejor amigo.
Intentando. Y fracasando.
Victor empezó a perder las esperanzas. Se le acababan las posibilidades, los
autoinyectores. Quedaba solo uno. Apartó la mano del pecho de Eli y lo recogió
con dedos temblorosos. Lo alzó, y se detuvo. Allí abajo, tendido sobre las
baldosas, estaba el cuerpo sin vida de Eli Cardale. Eli, que se había presentado
en el pasillo en segundo curso, con una maleta y una sonrisa. Eli, que creía en
Dios y tenía un monstruo por dentro, igual que Victor, pero sabía disimularlo
mejor. Eli, que siempre se salía con la suya, que había entrado en su vida y le
había robado la chica, el primer puesto y la estúpida beca de vacaciones. Eli,
que, a pesar de todo, significaba algo para Victor.
Tragó saliva y clavó el autoinyector en el pecho de su amigo muerto.
Uno, dos, tres.
Nada.
Y luego, mientras Victor se daba por vencido y extendía la mano para tomar el
teléfono, Eli inhaló súbitamente.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...