CAP XXXIV

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AYER
EN EL CENTRO DE MERIT


Sydney lo siguió hasta el exterior.
Victor no la había oído. No la oyó en una calle, pero cuando por fin miró atrás
y la vio, la expresión de ella se volvió cauta, casi asustada, como si la hubieran
descubierto rompiendo una regla. Sydney se estremeció, y Victor señaló un café
cercano.
—¿Quieres tomar algo?
—¿De verdad crees que encontraremos a Eli? —preguntó Sydney varios
minutos más tarde, mientras caminaban con su café y su chocolate
respectivamente.
—Sí —respondió Victor.
Pero no dio más explicaciones. Al cabo de un largo rato, al verla inquieta a su
lado, resultó obvio que ella quería seguir hablando.
—¿Y tus padres? —le preguntó Victor—. ¿No van a notar tu ausencia?
—Iba a quedarme con Serena toda la semana —explicó, mientras soplaba su
bebida—. Además, ellos viajan. —Lo miró brevemente y luego enfocó la mirada
en la taza desechable—. Cuando estuve en el hospital, me dejaron allí y se
fueron. Tenían que trabajar. Siempre tienen que trabajar. Viajan cuarenta
semanas al año. Yo tenía una niñera, pero la despidieron porque rompió un
jarrón. Encontraron tiempo para reemplazar el jarrón, porque aparentemente era una pieza imprescindible en la casa, pero para buscar otra cuidadora estaban
demasiado ocupados, así que decidieron que yo no la necesitaba. Que quedarme
sola sería una buena práctica para la vida. —Las palabras salieron sin respiro, y
cuando terminó, parecía faltarle el aire. Victor no dijo nada, solo dejó que se
serenara, y un momento después, más tranquila, Sydney agregó—: No creo que
debamos preocuparnos por mis padres por ahora.
Victor conocía demasiado bien esa clase de padres, así que no insistió en el
tema. O al menos, eso intentó. Pero cuando doblaron la esquina, vieron una
librería, y allí, en el escaparate, había un cartel inmenso que anunciaba el último
libro de los Vale, que había salido a la venta ese verano.
Victor hizo una mueca. Hacía casi ocho años que no hablaba con sus padres.
Aparentemente, el hecho de tener un hijo preso —al menos, uno que no daba
muestras de querer rehabilitarse, sobre todo con el «método Vale»— no
favorecía la venta de los libros. Victor había señalado que tampoco era malo
para las ventas, que quizás ellos podrían capitalizar ese nicho, el de los
compradores morbosos; pero no había convencido a sus padres. El
distanciamiento no era una aflicción terrible para Victor, pero también hacía casi
una década que no veía publicitados sus libros. Como punto a favor para ellos, le
habían enviado un juego de libros a su celda de aislamiento, que para él habían
sido un tesoro, y había racionado su destrucción para hacerlos durar el mayor
tiempo posible. Cuando por fin se había integrado con los demás presos, había
descubierto que la biblioteca de la cárcel tenía un juego completo de los libros de
autoayuda de los Vale, y Victor los había corregido a su manera habitual hasta
que lo habían descubierto y le habían negado el acceso.
Victor entró a la librería, seguido de cerca por Sydney, y compró un ejemplar
del último libro, titulado Libérate, cuyo subtítulo era De la prisión de tu
descontento. Parecía una referencia bastante obvia. Compró además un puñado
de Sharpies negros del exhibidor que estaba junto a la caja, y le preguntó a
Sydney si quería algo, pero ella meneó la cabeza y siguió con su taza de chocolate. Cuando volvieron a salir, Victor observó el escaparate, pensativo,
pero calculó que los Sharpies no eran lo bastante grandes, y además, no quería
que lo detuvieran por vandalismo, nada menos, así que se vio obligado a dejar el
escaparate intacto. Era una pena, pensó, mientras seguían caminando. Adherido
al cristal, había un fragmento ampliado del libro, y en un pasaje salpicado de
joyas rebuscadas —su favorita era «desde las ruinas de las cárceles que nosotros
mismos creamos…»— había visto la oportunidad perfecta para dejar una frase
simple pero efectiva: «Dejamos… en… ruinas… todo… lo que tocamos».
Siguieron caminando. Victor no dio explicaciones por el libro, y ella no
preguntó. El aire fresco resultaba agradable, y el café, infinitamente mejor que el
que podía conseguir en la cárcel por medio de sobornos y hasta de dolor. Sydney
soplaba su chocolate caliente, distraída, envolviendo la taza con los dedos para
calentárselos.
—¿Por qué trató de matarme? —preguntó en voz baja.
—Aún no lo sé.
—Después de que le mostrara mi poder, cuando estaba a punto de matarme,
me dijo que lamentablemente era su obligación hacerlo. Me dijo que no tenía
alternativa. ¿Por qué quiere matar a los EO? Dijo que él también era uno.
—Él es ExtraOrdinario, sí.
—¿Cuál es su poder?
—Creerse superior —respondió Victor. Pero al ver a Sydney confundida,
añadió—: Sanarse. Es una capacidad reflexiva. A sus ojos, creo que eso la hace
pura, en cierto modo. Divina. Técnicamente, no puede usar su poder para dañar a
los demás.
—No —concordó Sydney—, para eso usa pistolas.
Victor rio entre dientes.
—En cuanto a por qué cree que es su deber personal eliminarnos —se
enderezó—, sospecho que tiene algo que ver conmigo.
—¿Por qué? —susurró Sydney.
—Es una larga historia —respondió Victor, en tono fatigado—. Y no es nada
agradable. Hace una década que no tengo la oportunidad de filosofar con nuestro
amigo en común, pero si tuviera que adivinar, diría que Eli cree que, en cierto
modo, está protegiendo a la gente de nosotros. Una vez me acusó de ser un
demonio vestido con la piel de Victor.
—A mí me dijo que era antinatural —comentó Sydney en voz baja—. Dijo
que mi poder iba contra la naturaleza. Contra Dios.
—Es un encanto, ¿verdad?
Ya había pasado la hora del almuerzo, y casi toda la gente había regresado a
trabajar, por lo que las calles estaban extrañamente vacías. Victor parecía estar
alejándose más y más de las multitudes, hacia calles más angostas. Más
tranquilas.
—Sydney —dijo poco después—, no es necesario que me cuentes cuál es tu
poder, si no quieres, pero necesito que entiendas algo. Yo voy a hacer todo lo
que pueda para derrotar a Eli, pero no es un adversario fácil. Su poder lo hace
casi invencible, y estará loco, pero es astuto. Cada ventaja que tiene hace que me
cueste más vencerlo. El hecho de que él sepa cuál es tu poder, y yo no, me pone
en desventaja. ¿Entiendes?
Sydney había empezado a aminorar la marcha, y asintió pero no dijo nada.
Victor tuvo que apelar a toda su paciencia para no forzarla, pero un momento
después, esa paciencia se vio recompensada. Al pasar por un callejón, oyeron un
leve gemido. Sydney se apartó y volvió atrás, y cuando Victor la siguió, vio lo
que ella había encontrado.
Había una figura negra de tamaño considerable tendida en el cemento húmedo,
jadeando. Era un perro. Victor se arrodilló apenas el tiempo necesario para
pasarle un dedo por el lomo, y los gemidos cesaron. Ahora los únicos sonidos
que emitía eran los de su respiración agitada. Al menos, no sufriría. Volvió a
ponerse de pie y frunció el ceño, como hacía siempre que estaba pensando. El
perro parecía desarticulado, como si lo hubiera atropellado un vehículo y hubiera alcanzado a llegar al callejón antes de desplomarse.
Sydney se agachó junto al perro y le acarició el corto pelaje negro.
—Después de que Eli me disparó —dijo, con voz suave y melosa, como si
estuviera hablándole al perro y no a Victor—, juré que nunca volvería a usar mi
poder delante de nadie. —Tragó en seco y miró a Victor—. Mátalo.
Victor arqueó una ceja.
—¿Con qué, Syd?
Ella lo miró fijamente un largo rato.
—Hazme el favor de matar al perro, Victor —repitió.
Él miró alrededor. No había nadie en el callejón. Suspiró y sacó una pistola
que traía contra la espalda. Tomó un silenciador del bolsillo y lo colocó, dando
un vistazo al perro, que respiraba con dificultad.
—Retrocede —dijo él, y Sydney obedeció.
Victor apuntó y apretó el gatillo una sola vez, un disparo limpio. El perro dejó
de moverse, y Victor se apartó, empezando ya a retirar el silenciador. Al ver que
Sydney no lo seguía, miró hacia atrás y la vio otra vez agachada junto al perro,
pasándole las manos hacia un lado y hacia el otro sobre el pelaje ensangrentado
y las costillas aplastadas, con movimientos breves y tranquilizadores. Y luego,
ante los ojos de Victor, quedó quieta. Su aliento flotó como una nube delante de
sus labios, y su rostro se tensó de dolor.
—Sydney… —empezó a decir Victor, pero el resto de la oración se le quedó
atascada en la garganta cuando la cola del perro se movió. Una ligera barrida
sobre el pavimento sucio. Y luego otra vez, justo antes de que el cuerpo se
tensara. Los huesos se recolocaron con un crujido, el pecho se infló, la caja
torácica recuperó su forma y las patas se estiraron. Y luego, el animal se sentó.
Sydney retrocedió cuando el perro se irguió sobre sus cuatro patas y los miró,
moviendo la cola tentativamente. El perro era… enorme. Y estaba muy vivo.
Victor lo observó, sin atinar a decir palabra. Hasta entonces había tenido
factores, pensamientos, ideas sobre cómo encontrar a Eli. Pero mientras veía al perro parpadear, bostezar y respirar, empezó a formarse un plan en su mente.
Sydney lo miró con cautela, y él sonrió.
—Eso sí que es un don —dijo.
Sydney acarició al perro entre las orejas, que llegaban más o menos a la altura
de los ojos de ella.
—¿Podemos quedárnoslo?
Victor arrojó su chaqueta sobre el sofá mientras Sydney y el perro entraban tras
él.
—Es hora de enviarle un mensaje —anunció, al tiempo que dejaba caer sobre
la encimera, con un gesto ostentoso, el libro de autoayuda de los Vale que había
comprado—. A Eli Ever.
—¿De dónde diablos ha salido ese perro? —preguntó Mitch.
—Me lo voy a quedar —respondió Sydney.
—¿Eso es sangre?
—Le disparé —explicó Victor, mientras buscaba entre sus papeles.
—¿Por qué hiciste eso? —insistió Mitch, mientras cerraba el portátil.
—Porque se estaba muriendo.
—Entonces, ¿por qué no está muerto?
—Porque Sydney lo ha resucitado.
Mitch se dio vuelta y miró, pensativo, a la niña rubia que se encontraba en
mitad de la habitación.
—¿Cómo dices?
Ella bajó la mirada al suelo.
—Victor le ha puesto el nombre Dol —comentó Sydney.
—Es una medida del dolor —explicó Victor.
—Bueno, es morboso pero apropiado —dijo Mitch—. Ahora, ¿podemos
volver a la parte en la que Sydney lo resucitó? ¿Y qué es eso de que vas a enviarle un mensaje a Eli?
Victor encontró lo que buscaba, y volcó su atención hacia los ventanales del
hotel y al sol, tratando de calcular la cantidad de luz que quedaba entre él y la
noche cerrada.
—Cuando quieres atraer la atención de alguien —explicó—, le haces señas, o
lo llamas, o lanzas una bengala. Esas cosas dependen de la proximidad y de la
intensidad. Si está demasiado lejos o hay demasiado silencio, no hay garantía de
que la persona te vea o te oiga. Yo no tenía una bengala con suficiente brillo, un
modo que me garantizara atraer su atención a no ser que yo mismo hiciera una
escena, lo cual habría sido efectivo pero me habría hecho perder la ventaja.
Ahora, gracias a Sydney, conozco el método perfecto y el mensaje. —Levantó el
artículo del periódico, y con él, las notas que había apuntado Mitch sobre Barry
Lynch, el supuesto delincuente del asalto fallido al banco—. Y vamos a necesitar
palas.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora