Capítulo 6.

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OLIVIA:

Había llegado a la conclusión de que la única solución para mi vida, si el suicidio estaba fuera de las cartas, era asesinar a todos los que me rodeaban.

Menos a mi perro, claro.

No soportaba a mi padre, que no hacía más que beber alcohol y dar portazos. No soportaba a su esposa, llorando por cada rincón de la casa por algún motivo desconocido. No soportaba a Heather, con su música horrible que ponía a todo volumen. O, si no estaba escuchando música, se quedaba en la sala de estar jugando al ajedrez. A solas. ¡A solas! ¡Convivía con una psicópata! Si no la mataba yo antes, estaba segura de que un día mi cabeza amanecería a tres metros del resto de mi cuerpo.

La verdad, no soportaba a nadie. Una quería revolcarse en su miseria y su odio a la vida en paz y ya no podía; estaba obligada a estudiar, ordenar, interactuar con gente—aunque fuera para gritar que se callaran. Y si agregaba a Dita, llegando a mi casa sin invitación cuando ella quería para arrancarme de la comodidad de la cama y obligarme a hacer cosas horribles—estudiar, otra vez; salir al patio a tomar sol; cuidar de una planta—, nadie me podía culpar por querer matar a alguien. Ya no había respeto en esta casa.

Como cada día desde que las vacaciones habían comenzado, lo primero que hice al abrir los ojos fue maldecir a Heather. Ella se despertaba mucho antes que yo, y ponía su música desde muy temprano sin ningún tipo de respeto por las pobres personas—yo sola; el resto trabajaba y hacía cosas con sus vidas—que necesitaban dormir.

Pateé las sábanas hasta desenrollarme de ellas, causando que Ares asomara su cabeza de su lugar que siempre adoptaba a los pies de la cama. El instinto asesino salió de mi cuerpo por un momento en que me dediqué a darle besos y decirle lo lindo que era, pero cuando Heather cambió de canción a una de rock—¿por qué, Dios santo, por qué escuchaba rock a todo volumen a las diez de la mañana?—, la paz que Ares transmitía se esfumó. Al sentarme con las piernas fuera de la cama, pareció darse cuenta de que eso sería todo por el día y se bajó de la cama de un salto, yendo directo a rasgar la puerta para salir.

Un perro de poca paciencia. No sabía de dónde lo sacaba.

A zancadas ruidosas a pesar de estar descalza, abrí la puerta de mi habitación, crucé el pasillo y aporreé la puerta de Heather.

—¡Baja esa cosa! —le grité, lo que también era parte de la rutina.

Casi me desmayé cuando hizo caso.

Pero fue solo para dar paso a su fuerte, asquerosa, inmunda voz del otro lado de la puerta.

—¡Vete de mi casa si te molesta!

Volvió a subir la música.

Volví a golpear con el puño.

Subió el volumen todavía más.

—¡Muérete! —grité.

—¡Tú antes!

—¡Suicídate!

—¡Si seguro me ganas a ello!

Solté un grito de pura furia.

—¡Ve al psiquiatra de una vez por todas! —chillé.

Con un último puñetazo, me dirigí al baño.

Una vez que me lavé la cara y los dientes y esperé a que la tina se llenara, me sentí en paz. Es decir, en vez de odio a Heather, lo que sentía era el cansancio y vacío de siempre.

Mi vida era sinónimo de diversión. Entretenimiento puro. Excelente rutina.

Me quité el pijama con movimientos lentos, mis manos temblando ligeramente por aún no desayunar. Quizás habría sido más inteligente hacerlo antes de disponerme a sofocarme con agua ardiente, pero ya estaba aquí.

Cenizas de Promesas (#1.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora