Capítulo 26.

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NOAH:

De todas las cosas malas que había hecho en la vida, no había manera de que alguna fuera merecedora del castigo que me había tocado.

Dicho castigo siendo haberme convertido en el niñero de un bebé.

Un bebé de verdad. Uno de un año de edad, que por algún motivo sus padres consideraban que debía ser cuidado por mí cuando ellos venían a la casa. No tenía la menor idea de qué exactamente les hacía pensar que era el indicado para el trabajo, porque estaba seguro de no haber hecho ningún gesto mínimamente amistoso al oír la sugerencia la primera vez.

Pero aquí estaba. Intentando mantener mi libro abierto con una mano, teniendo la otra secuestrada por el bebé. Si intentaba recuperarla, solo afianzaba su agarre alrededor de mi dedo índice.

Acabé rindiéndome con intentar leer y tomé el señalador de entre las páginas como podía, para dejar el libro a mi lado en el sofá. Giré a darle toda mi atención al bebé, acostado en su butaca especial o como fuera que se llamaran esas cosas.

Logré recuperar mi dedo, pero el bebé se me quedó mirando con los ojos cafés más grandes que había visto en la vida, y debí dárselo otra vez. Era así todas las veces que me decidía a apartarme; la cosa esta solo me miraba y yo me rendía.

Además, apenas cerró su puño alrededor de mi dedo, rio. No iba a ser responsable de que no riera.

En realidad, suponía que no era un bebé feo, tampoco era uno muy molesto, y, a decir verdad, al menos era compañía. Había peores vidas que tener, si debía pensarlo objetivamente.

—Noah —oí a mi madre por detrás. Le hice una cara al bebé—. Yo lo cuido, si quieres subir.

No tenía que decirlo dos veces. Me liberé del bebé una última vez y me puse de pie, volteando a encontrar a mi madre, a unos pasos del sofá. Su piel estaba más pálida que nunca, resaltando la herida de su nariz, junto con los cortes cicatrizando en un pómulo. Pero sonreía genuinamente por primera vez en toda la vida.

—Siempre sonríe cuando está contigo —comentó, acercándose al sofá.

—Llévenlo al médico —sugerí.

Ella solo me sonrió más. Cada segundo desde que había llegado a Italia era más extraño que el anterior.

Subí a la habitación de invitados—que suponía que ya podía llamarla como mía—a buscar ropa para luego meterme al baño.

Al quitarme la camiseta, busqué en el espejo lo que siempre buscaba inconscientemente, hasta recordar que ya no lo hallaría. Los moretones de los golpes habían desaparecido y solo quedaban las cicatrices viejas.

Olvidaba, todos los días, que no habría uno en el que aparecería un moretón nuevo. Lo que estaba en mi pecho era todo lo que llegaría a estar por el resto de mi vida.

No se sentía real. Algunas noches, despertaba sobresaltado al oír pasos por el corredor, y lo primero en lo que pensaba era en que se trataba de mi padre. Mi cuerpo se tensaba mientras esperaba, pensando que nos había encontrado, nos había alcanzado, y llegaba para terminar su trabajo con mi madre.

Sabía que habíamos escapado de él, pero mi cabeza nunca lo haría. En cierto modo, siempre estaría atrapado en esa casa.

Este Año Nuevo era el primero de mi vida que no pasaría en Edvey. Era el primer año que tenía algo real que celebrar, de así desearlo. El rostro de mi madre había comenzado a sanar y, cuando lo hiciera, se mantendría así; ningún golpe volvería a él. Había comenzado a hablar más, no mucho conmigo, pero era la primera vez en mi vida que la veía haciéndolo. Nunca había tenido amigas ni vida fuera de lo que mi padre quería de ella. Ahora, resultaba que teníamos una familia tan grande que apenas recordaba los nombres.

Cenizas de Promesas (#1.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora