OLIVIA:
Vivir con mi abuela era sofocante.
No de la misma manera que vivir con mi padre. Allí, era la sensación de no pertenecer la que me detenía en mis pasos, la que me incomodaba incluso al buscar comida. No era mi lugar, no era mi derecho. Prefería no salir de mi habitación antes que arriesgarme a que él me viera.
Con mi abuela no era así. Conocía la casa tanto como la mía y había pasado incontables noches allí durante toda mi vida. Más importante aún, amaba mucho a mi abuela y sabía que era mutuo. Era la única persona que no se había ido en los momentos más difíciles.
Pero no la veía desde el funeral de Hunter, y de pronto me vi inmersa en nuestro duelo como si no hubiera transcurrido un solo día desde entonces.
No era necesario que habláramos sobre él para sentirlo. Estaba en el beso que dejaba con su dedo índice en una foto de mi hermano que había puesto en la sala de estar. En el silencio en las cenas, y cuando buscaba los platos para poner la mesa, el vaso verde de Hunter de pequeño esperando junto al mío rosa. Era un detalle tan estúpido, pero había muchos de ellos aquí. Mucho de nuestra infancia. Los vasos y los platos, la habitación donde yo dormía, que contaba con una cama marinera que habíamos compartido. La mesa de la sala de estar, con el mismo vidrio puntiagudo contra el que se había chocado Hunter una vez jugando, que le había dejado una cicatriz en el mentón. El rincón con la computadora donde jugábamos a juegos en línea las tardes después de la escuela, si éramos tan suertudos de que fuera nuestra abuela quien nos recogiera. A donde viera, incluso la calle, nos recordaba siendo felices. El único lugar donde verdaderamente habíamos sido niños.
No podía dormir la mayoría de las noches. Usaba la cama de abajo, la que había sido de Hunter porque a mí me gustaba ver todo desde lo alto, y me quedaba mirando la madera, tan cercana como si estuviera por aplastarme. Había calcomanías pegadas, lo que sin duda había estado prohibido. Trazaba los pequeños Power Rangers puestos por Hunter y a veces lloraba. Otras veces, mi respiración se aceleraba y debía sentarme en el suelo con la cabeza entre las rodillas.
Mi abuela había pasado por más de lo que yo sabía, y aquello de su historia que sí conocía era suficiente para admirarla, sin entender cómo lo lograba. Que debiera estar de luto por su nieto era antinatural, y se le notaba. Por única vez en mi vida, no actuaba como la estricta pero divertida, inexorable mujer que era. Algo que no había perdido ni al encontrar a su hija intentando suicidarse.
Era difícil de ver. Era difícil sentirme mejor cuando parecía que, mirara a donde mirara, había dolor.
Después de almorzar—el lado positivo de estar aquí era que volvía a tener horarios de sueño normales y me era imposible saltarme comidas—, mi abuela tendía a ir a dormir la siesta mientras yo lavaba las cosas. Luego se suponía que estudiaba, pero hoy necesitaba salir. Nunca había creído que me empezaría a volver loca por estar encerrada.
Matt pasó a buscarme en su auto una hora después.
—¿A dónde vamos? —preguntó cuando me subí. Tenía lentes de sol puestos y vestía traje de baño además de una camiseta blanca.
—Hola, Matt.
—¿Y por qué no querías decirme hasta vernos? —continuó.
—Porque no quería arriesgarme a que invitaras a Dita.
—¿Qué? ¿Están peleadas?
—No. —Tomé aire, poniéndome el cinturón para ganar tiempo—. Pero creo que no aprobaría lo que voy a hacer.
Yo misma no lo aprobaba, algo que todas mis decisiones tenían en común.
Matt soltó una carcajada, reposando la cabeza contra el asiento.
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Cenizas de Promesas (#1.5)
Teen FictionCOMPLETO. Libro narrado por todos los personajes de El Manuscrito luego del final.