Capítulo 25.

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IVY:

Los días entre Navidad y Año Nuevo, no salí de casa, a pesar de que mi madre tampoco lo hizo.

Ella estaba de vacaciones, habiendo acabado su parte en la actividad del instituto hasta febrero. Se la pasaba limpiando, viendo la televisión a todo volumen en la sala de estar, o en una tumbona en el patio.

El verano era la época más difícil del año. No había distracciones de mi casa, ni estar lejos de mi madre.

Mi vida se sentía como un acto que ponía, incluso para mí misma. Cada interacción, cada risa, cada salida. Hasta estudiar para la escuela se sentía falso. Salía de mi casa y vivía y era genial por ese tiempo, hasta que regresaba y caía la noche. Entonces, al estar sola en la oscuridad, era imposible ignorar el hueco que llevaba años intentando llenar. ¿Importaba haber charlado con mis compañeros de clase? ¿Importaba haber aprobado un examen?

¿Importaba algo de lo que hacía, si al final del día me quitaba la máscara y con ella se iba todo aquello? Las personas con las que hablaba, las que solo me veían, se encontraban con el lado que yo quería mostrarles. No conmigo.

Ivy, la Ivy real, era la que antes de dormir soltaba un suspiro de cansancio después de un día de solo vivir, la que pensaba en todo lo que sucedía como distracciones de la realidad. Porque mi realidad no era la escuela o cualquier parte de este mundo; ese solo era mi escape. Mi realidad era mi hogar y qué tan poco se sentía como uno.

Entonces, en verano, ya no tenía mi escenario donde fingía que esa era mi vida. No existía distraerme con un examen, una tarea, una chica con la que hablar entre clases—todo lo que para los demás era algo que solo estaba allí, incluso algo sobre lo que preocuparse u odiar, si hablaba de exámenes, para mí era un salvavidas.

Había pasado por tantas cosas desde una edad tan temprana que no veía el mundo de la misma manera que los demás. Y no lo decía como algo bueno. Significaba que la vida no me llenaba como debía; que por más que tuviera un buen día, al final siempre seguiría sintiendo un vacío en la proporción que fuera. Seguía sintiendo una necesidad de más. Seguía en busca de un punto a todo esto.

Si lo que vivía solo era un acto, ¿para qué vivía? ¿Para el día en que pudiera salir de casa y el mundo pasara a ser mío? ¿Para el momento en que estuviera por mi cuenta?

¿Era estúpido pensar que el vacío en mi hogar no me seguiría fuera de este? ¿Era estúpido tener esperanza?

La semana entre Navidad y Año Nuevo estuvo plagada de esas preguntas, más de lo usual. Lo único que tenía para hacer era eso y pelear con mi madre.

La mayoría de las veces, era por la comida. Iba a la cocina y allí estaba, negando con la cabeza en decepción cuando me disponía a cocinarme algo que no fueran ensaladas. Para evitar enfrentamientos, cedía e intercambiaba lo que quería por lo que mi madre quería.

Nunca jugaba con mi dieta, pero esos días lo hice. Solo porque era una semana hasta Año Nuevo, y sentía que al cambiar el último dígito del año, también se renovaría mi energía. Solo tenía que aguantar un poco hasta entonces.

Tampoco era como si una semana de vivir a base de ensaladas fuera a hacer daño. Que las intenciones de mi madre fueran más profundas no significaba que eso se manifestaría realmente.

Aun así, tenía hambre constantemente. Mi sistema estaba algo debilitado y, si antes al pararme me mareaba, ahora vivía al borde de desmayarme. Las mangas largas estaban fuera de cuestión, en especial cuando la temperatura no hacía más que aumentar día tras día. Dado que no tenía ninguna obligación que requiriera salir a la calle, decidí que lo sabio sería quedarme dentro hasta que mi madre se fuera y todo volviera a la normalidad. Hasta Año Nuevo, donde me zamparía toda la comida que quisiera y mi presión se mantendría donde siempre.

Cenizas de Promesas (#1.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora