Capítulo 8.

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IVY:

Empezó minúsculo. Siempre lo hacía.

A fines de septiembre, había ido a un campamento con unas chicas del taller de cerámica de la escuela, al que me había inscrito por la mera esperanza de hacer amigas. Había fallado, claro, pero al menos la experiencia me había ganado una caja deforme hecha por mí donde guardaba mis brazaletes.

El campamento había durado cuatro días. A pesar de que se había metido una araña gigante a la carpa, mis Converse—las moradas, como si fuera poco—se habían arruinado irreparablemente por el charco de lodo en el que me había caído, y había tenido que orinar entre arbustos, habían sido los cuatro días más felices del año. Porque había estado lejos de mi madre.

Cuando pasaba tiempo lejos de ella, mi energía se renovaba. Una de las primeras canciones que había escrito, una muy mala con la metáfora más usada de todos los tiempos, era la que más recordaba. Sobre una rosa que no había llegado a crecer espinas, había sido arrancada de su tallo y se pudría rápidamente, los pétalos cayendo, nadie para salvarla. Me sentía así a veces; rota, sola, sin escudo, a la merced de quien decidiera arrancarme de mi lugar en favor de creer que me vería más bonita como adorno.

Ese alguien era mi madre.

Cómo deseaba, mi pobre madre, que su hija fuera perfecta—un poco más delgada, un poco más alta. Y las cicatrices, a veces parecía odiarlas incluso más que el resto de mi cuerpo.

Me daba ganas de gritarle que, si no quería verlas, no las hubiera causado. Pero no era justo culpar a mi madre de algo así, cuando había ocurrido porque parecía haber nacido fallada. Con algo faltante en mí, que me había hecho caer en un pozo desde los diez años. Con algo que ahuyentaba miradas, personas, y todo lo que debía ser bueno.

Tampoco podía culparla mucho por odiar lo que, objetivamente, era feo, así que no le decía nada. No era como si ella pasara cada día repitiendo lo asquerosa que le parecía, de todos modos, así que era manejable. ¿Qué madre no hacía comentarios desafortunados de tiempo en tiempo?

Cuando me desperté al ser sacudida por el hombro sin cuidado, mi corazón dio un vuelco. No del desconcierto, sino de ver quién era.

—¿Qué...? —balbuceé, incorporándome así me soltaría.

Me refregué los ojos, siempre algo borrosos al despertar. Al alzar la cabeza para ver a mi madre, me encontré de sopetón con un short deportivo negro.

—¿Qué has hecho? —exigió. Era increíble cómo nunca alzaba la voz y se las arreglaba para causarme más estremecimientos que si lo hiciera, con ese tono tan frío. No era la rectora de un instituto como Magni Electi por nada, después de todo—. Mira. Mira lo que has hecho.

Miré el short, sin entender. Me senté mejor en la cama, sintiéndome una niña pequeña al tenerla inclinándose sobre mí.

—No sé... No sé qué... —tartamudeé. Encerré las mangas de mi camiseta de pijama y las bajé hasta cubrirme las manos—. No entiendo...

—Lo has agrandado todo. —Sacudió el short, que tomaba solo por el índice a través de uno de los breteles—. ¿Quién te dijo que podías robar uno de mis shorts?

Eso me hizo ver la prenda con más entendimiento de lo que estaba sucediendo. Era el short que le había pedido para el campamento en el apuro de la mañana en que debía partir, al no encontrar ninguno propio. Había dicho que sí.

—Yo no... —empecé a explicarle todo eso, cuando dejó caer el short en la cama y se apartó con una mueca de asco.

—No quiero oír tus excusas. Ahora me has arruinado un short. Me queda gigante.

Cenizas de Promesas (#1.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora