31. Dolor y pasión (Parte I)

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T R E I N T A   Y   U N O

ODETTE FITZ.

14 de noviembre de 2019.

El timbre sonó varios minutos, pero no quería prestarle atención. No me quería ni mover de la cama, tenía un leve dolor en mis caderas y al fin había encontrado una posición menos dolorosa para ello.

—Están tocando —informó saliendo del baño.

—Shhh, no hay nadie —le callé.

Se rio de mí y dejó la toalla a un lado. Se dio cuenta que no me movía para nada y entrecerró sus ojos tratando de descifrarme.

—¿Tienes hambre? —preguntó. Negué—. ¿Tienes ganas de orinar? —Volví a negar—. ¿Te duele el estómago? —Hice lo mismo—. ¿Tienes sueño? —Y de nuevo—. ¿Te duele la cabeza?

—Daniel, silencio.

Alzó las cejas y se acercó, a fuerzas se acostó en la orilla pegado a mí.

—¿Qué tienes?

—Nada —respondí.

—Nada, nada, nada, nada. Tienes algo, ¿qué es? —iba a hablar, pero se adelantó—. No vayas a decir que nada. Habla.

Decirle o no decirle, uhm...

Escuché de nuevo el timbre y tuve una idea.

—Tocan el timbre —le dije y me levanté, aún con el dolor. Traté de disimularlo—. ¡Ya voooy!

Cuando cerré la puerta tuve que tomarme un tiempo manteniéndome apoyada en la misma y no chorrearme al piso por lo frágiles que sentí mis piernas. No era dramatismo, era la realidad. Cuando me compuse estuve lista para abrir la puerta y hubiera deseado no levantarme de la cama.

—Ah, hasta que abres, qué lenta, cariño.

Pasó por mi lado sin siquiera esperar a que la dejara pasar, tragué saliva sabiendo que mi poca paz se fue al caño y cerré la puerta lentamente.

Le dijeron a ella, cuando rogué que no lo hicieran y ni siquiera me abrazó o se aseguró de que estuviera bien. No hizo nada de lo que una madre preocupada haría pro su hija.

Caminé con cuidado y miré como sacó miles de folletos, catálogos, muestras de flores y tenía una caja enorme envuelta como un regalo. Lo acomodó en la sala y las pocas decoraciones que me gustaban las hizo a un lado sin remordimiento, me vio parada analizando todo lo que acomodó y, ahora, era ella la que me miraba con lo que identifiqué como desagrado.

—Hija, tu cuerpo está deforme —comentó con asco.

Abrí la boca con la intención de contestarle, pero no salió nada. Revisé mi cuerpo y mi madre tuvo el descaro de acercarse para decirme más, mientras tocaba mi ropa.

—Mira esa ropa, pareces una sucia andrajosa. Tu cabello está horrible, parece que tienes mierda en la cabeza, incluso parece falso con estos mechones tiesos —se burló mientras tocó unos mechones—. Tu cara pareces una muerta, qué asco.

—Mamá... —susurré y ni se inmutó.

—¿Dónde quedó tu postura? Esos hombros cuádralos, tus pies están chuecos, sume el estómago —miró hacia mi abdomen y blanqueó los ojos—. De camino vi un gimnasio, te inscribiré, porque toda tú estás para meterte en una bolsa de basura —siguió.

Se alejó y fue hacia la caja enorme para mirarme de mí a la caja y viceversa. La abrió y sacó un vestido blanco. La tela brillaba, no tenía pedrería, pero estaba segura de que valía mucho dinero, era sencillo y se veía que se ajustaba al cuerpo.

El misterio de un amor  |  Nueva versiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora