Capítulo LXX: Oscuridad

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Cuando los paramédicos lo separaron del cuerpo de la chica, Manjiro sintió como si algo dentro de él se hubiera roto. Escuchó sus palabras a medias, cómo confirmaban la muerte de ella, la dejaban allí, a un lado, mientras iban a socorrer a su objetivo que, irónicamente, seguía vivo.

Del mismo modo en el que la ambulancia llegó, lo hizo una patrulla de la policía. Dos oficiales observaron la escena y luego a él y no dudaron en acribillarlo con preguntas a las que no tenía respuesta. Su mente estaba en blanco, llenándose de recuerdos de los pocos meses que pasaron juntos y de imágenes de lo que pudieron haber compartido.

Pero ya no sería posible. Estaba estancado en esa realidad, sin ella, sin nada que hacer, sin saber cómo seguir adelante. No opuso resistencia cuando uno de los oficiales le colocó unas esposas y lo metió en la patrulla, sacando sus propias conclusiones.

A Manjiro se le estrujó el corazón y quiso arrancárselo del pecho cuando dos hombres pusieron a (T/N) sobre una camilla, la cubrieron con una sábana blanca y se la llevaron. Quería irse con ella, no solo para acompañarla, sino para unirse a ella en el más allá. Aunque seguro irían por caminos distintos, porque él se merecía el infierno, ella no.

Lo llevaron a la estación y le siguieron haciendo preguntas que no se tomó la molestia en entender ni responder. Le expusieron la evidencia de la escena, pero qué importaba. La chica a la que más había amado ya no estaba, a partir de ese punto, ya nada valía la pena. Lo procesaron más rápido de lo que hubiera esperado.

Lo arrojaron a una celda y, por un momento, creyó que estaba en el infierno porque era inadmisible vivir en un mundo en el que ella no estuviera. Tal vez solo debería morirse y ya, aunque no encontraba una forma de hacerlo, porque cuando otros reos intentaban hacerle daño, su instinto de supervivencia lo controlaba y no permitía que lo mataran de una vez.

Para sumarle a su desgracia, permitieron que tuviera visitas. El primero en ir fue, para su sorpresa, Pah-chin. Se sentó al otro extremo de la mesa y Mikey realmente no estaba seguro qué sacar de su expresión.

—Me hubiera gustado verte en mejores condiciones —dijo Pah-chin y Mikey se hundió un poco en su asiento—. Sé que tu condena no es larga, y aun así... Ah, Mikey, en serio lo siento por ti. Peh-yan me habló de ella y de ti, de todo lo que tenían juntos y...

—¿Ya terminaste? —preguntó Manjiro con más brusquedad de la que pretendía, su voz sonándole ajena por el desuso.

—Solo quería decirte que su funeral fue ayer...

Manjiro apretó los labios y los puños. Seguro se sentiría muy sola, encerrada en un reducido espacio oscuro y asfixiante. Quería ir a acompañarla, en serio quería, pero no se atrevía.

Pah-chin suspiró y no dijo nada más hasta que un guardia le pidió que se retirara. Mikey sentía que había ido solo a echarle sal a la herida y no agradeció su visita. Ni de él ni de las muchas personas más que fueron. Quería estar solo, y marchitarse, esperar a que lo inevitable ocurriera.

Su siguiente visitante fue Chifuyu, que vestía de negro, y, por primera vez, Manjiro dilucidaba en sus ojos un sentimiento distinto a la admiración. Prefería que lo despreciara.

—¡¿En qué diablos estabas pensando, Mikey?! ¿Cómo pudiste dejarla morir? —reclamó Chifuyu, mesándose el cabello—. Y esa tonta, le dije que la acompañaría y no sé en qué momento... Debías protegerla...

Manjiro sintió un nudo en la garganta. Si ella hubiera decidido salir con Chifuyu, seguro estaría mucho mejor, sana y salva, feliz.

Chifuyu se limpió las lágrimas con amargura y dijo:

—A su mamá casi le dio algo también y tuvimos que discutir su sepelio y... Mierda, Mikey, ¡tenía diecinueve años! Y tú más que nadie sabes lo brillante que era, y no entiendo cómo... ¡Di algo, maldita sea, Mikey!

Destino fortuito || Manjiro Sano x ReaderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora