SUNGMIN | Heather

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Veintisiete de noviembre

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Veintisiete de noviembre.

Arreglaba mi cabello con el reflejo de la ventana del salón, el maldito flequillo que me había hecho a veces se enroscaba por su naturaleza, pero yo quería uno, así que tenía que atenerme a las consecuencias. Miré una hoja naranja caer de uno de los árboles de afuera, el invierno pronto empezaría, por el momento, disfrutaría de la temporada de otoño, viendo hojitas caer, el ambiente frío y poder acurrucarme en la cama calientita.

Mis pensamientos fueron silenciados al sentirte a mi costado tomando asiento.

—Hola revoltosa. Te despertaste temprano, me hubieras avisado que no fuera por ti a levantarte.

—Perdón, olvidé a hacerlo. Además, queda algo de otoño, quería caminar admirando el color de los árboles.

—También puedes caminar conmigo—llevaste tu mano a mi cerquillo arreglándolo—, no siempre tenemos que tomar el bus.

—Odias caminar.

—No lo odiaría si tú lo quieres. —mi pecho vibró alegre con tus palabras, y me sonreíste palmeando mi cabeza. —A veces hay que hacer sacrificios por los amigos.

—Aww, es lo más lindo que he escuchado en mi corta vida. —fingí llorar y limpiarme una lágrima.

—Siempre espera que te diga cosas lindas—apretaste mi moflete—, porque soy el mejor chico que conocerás en tu vida.

—¿Lo eres?

—Por supuesto que sí... ¿verdad? —preguntaste empezando a dudar. —Sí crees que soy el mejor chico en tu vida, ¿cierto?

Reí asintiendo. —Sí, eres el mejor chico que conozco y conoceré en mi vida.

Sonreíste ampliamente dejando un beso en mi mejilla. —Obviamente, ya lo sabía.

Te miré con esa sonrisa que movía mi mundo, mi corazón no dejaba de agitarse contigo.
























Tres de diciembre.

Corrí cuadras desde mi casa hasta la escuela por quedarme dormida y perderme el bus. Llegué con el uniforme arrugado y el cabello hecho un lío, ni siquiera había cogido la mochila correcta con los libros del día, y lo peor, había olvidado mi abrigo, así que tendría que enfrentarme a un día temblando por el frío otoñal.

—Día difícil, eh. —molestaste en un murmuró para que el profesor no nos regañara por hablar en clase.

—Cállate, ni siquiera fuiste a mi casa hoy, se supone que tú me levantas.

—¿Qué soy? ¿Tu mejor amigo o tu mamá? Yo también tengo pereza de venir a la escuela, tengo derecho a quedarme en mi casa sin ir a la tuya. Deberías aprender a levantarte sola.

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