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Hay una satisfacción retorcida en ver cómo todo se desmorona al final, porque solo cuando el caos estalla es que el verdadero jugador demuestra de qué está hecho

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Hay una satisfacción retorcida en ver cómo todo se desmorona al final, porque solo cuando el caos estalla es que el verdadero jugador demuestra de qué está hecho

Arabella

La conversación había desmoronado cada vestigio de racionalidad que creí tener sobre él, así como lo poco que había logrado reconstruir de mi corazón hace un par de horas atrás. Pero, mierda, no lloré. Había jurado que lo haría. Había jurado que me echaría a llorar en cuanto desapareciera de mi vista, con esa expresión vacía que me hizo sentir que era un espectro. Pero no pasó. Ninguna lágrima cayó. Ningún sollozo se deslizó de mis labios.

Diría que la falta de lágrimas se debía a haber dejado mi alma en mi almohada mientras lloraba hasta el cansancio, refugiándome en mi habitación para alejarme del mundo externo, pero no. Lo que me mantenía seca, mirando el plato en el que él no había dejado de clavar la mirada durante toda la conversación, era mi rabia. Pura y simple rabia.

Había salido de la habitación con la intención de ahogar mis penas en la reserva de mousse de chocolate que el rubio me había dejado para cuando lo necesitara. Cruzarme con Rush no había sido mi idea porque, honestamente, de la única manera en la que quería verlo era ahogado en una piscina... y ni así. Sin embargo, mi suerte era una mierda. No tuve que dar ni tres pasos en dirección a la cocina, luego de entrar al comedor, cuando sentí su presencia arrolladora. La ira me invadió al segundo que lo sentí, y por eso fue que mis pies se movieron a su dirección y que mi boca se abrió para exigir que hablara conmigo.

Fue un error humillante. Había dicho que no me iba a rebajar a tanto, ¡lo había dicho en frente de todo el bendito mundo y me lo había prometido mientras tenía la cabeza sepultaba entre almohadas! Pero mi cabeza solo tuvo que verlo para mandar a la mierda mi voluntad.

Quise golpearme contra una pared cuando él abrió la boca. Las ganas que tenía de girarle la cabeza a base de una cachetada dolían. La mano me escocía, picaba y gritaba por ser utilizada mientras mi corazón se hundía cada vez más y más al instante en que me rechazó (otra maldita vez) sin pensárselo dos veces. No sé cómo me contuve en toda la conversación, pero lo logré, y aunque quería felicitarme por eso, las ganas quedaron calcinadas en el infierno cuando él simplemente se levantó y se fue, dejándome sola.

Supuse que eso explicaba por qué no había lágrimas. Ahora, cada vez que me permitía pensar en él y en sus intentos de excusas, el enojo era lo único que me mantenía en pie aun después de pasar por esa conversación inútil hace no más de quince minutos.

Dije que no iba a ir detrás de él, que no lo seguiría, y mantendría esa promesa. Él no estaba asumiendo sus mierdas, no estaba enfrentando sus problemas ni dispuesto a soltar lo que sea que me estaba ocultando. No podía ser tan ciego para no ver lo jodido que estaba todo. Y eso me enfurecía. Me molestaba que prefiriera esconderse en sus miserias y permitir que todo se fuera a la mierda antes de admitir cualquier cosa.

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