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Sólo el juego preciso y fuerte puede llegar a ser feroz

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Sólo el juego preciso y fuerte puede llegar a ser feroz


Arabella

Un pitido.

Un golpe sordo.

Otro pitido.

Otro golpe sordo.

—¿Es que nadie respeta el maldito sueño ajeno? —Gruñí entre dientes, quitándome las sabanas de encima.

Giré en la cama y me senté en el borde de ésta, dejando que mis pies tocaran el helado piso de mi habitación. Suspiré, frotándome los ojos y maldije por debajo cuando mi mirada se topó con el despertador. Cinco y cuarenta de la mañana. En mi cuerpo tenía veinte minutos de sueño y alguien muy estúpido se había encargado de tocar la puerta, interrumpiendo mi rutina nocturna.

Fantástico.

Con cortos pasos, luego de levantarme, fui a la puerta y la abrí. Fruncí el ceño cuando esos orbes castaños me recibieron con un rastro de culpabilidad... el cual fue reemplazado con vergüenza cuando me escaneo desde el cuello para abajo.

Sabía cómo estaba vestida: una camisa de Rush lo bastante larga para cubrirme hasta los muslos, bragas debajo de la camisa y medias largas y negras hasta las rodillas, por eso, y por darme el placer de molestarlo, carraspeé para retomar su atención. Mi sonrisa se hizo presente cuando un rastro de color rojo pasó por sus mejillas al deslizar su mirada de vuelta a mi rostro.

—Sé que te acabas de desconectar del mundo, pero Rise te necesita en la sala de comandos para repasar el plan —dijo, recuperando el control de sus emociones—. Le diré que estabas durmiendo si no quieres ir.

—¿Qué otra cosa quiere repasar? —Me quejé, dejando caer mi peso en el marco de la puerta.

—Horas, salidas y que no hagas nada suicida —soltó como si lo hubiese escuchado muy seguido en las últimas horas.

—¿Ustedes no duermen? —Resoplé.

—Mientras tú estabas sacándole la mierda a tus soldados hasta hace media hora, la gente normal dormía, Arabella —le di mi peor mirada. Él alzó sus manos, mostrándome sus palmas en señal de paz—. Te esperamos en la sala. Si no apareces en los próximos diez minutos, tomaré eso como que quieres seguir durmiendo.

Dicho eso se fue sin dedicarme una segunda mirada. Soltando un gemido de fastidio, ladeé mi cuerpo. Mis ojos fueron desde la cama hasta mi ropa usual repetidas veces hasta que me rendí y cerrando la puerta de un golpe, me desvestí y ocupé mi uniforme porque, a decir verdad, ya lo veía como uno: camisa de tiras negra (o cuando no lograba lavarla era blanca), vaqueros de camuflaje verde oscuro y botas militares negras.

Una pierna adentro, luego la otra.

Un brazo adentro, luego el otro.

Un pie adentro, luego el otro.

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