Capítulo cuatro.
Cuando al fin pude regresar al Escala, me sentía terriblemente cansado. Con los hombros tensos, deslicé la chaqueta por mis brazos para aligerar un poco la carga de ropa mientras atravesaba el vestíbulo. Me detuve a escasos pasos donde la luz dela luna penetraba el espacio oscuro. Oscuro y vacío. Papá me había permitido vivir solo cuando había cumplido los dieciocho. En ese momento me había parecido excelente idea. Podría llegar a la hora que deseara, hacer lo que quisiera y traer a todas las mujeres que se me antojasen. Sólo me había impuesto una norma: no abrir una habitación. Caminé por el pasillo hacia una puerta que da a unas escaleras. Subí al pasillo de arriba giré a la derecha.
Y allí estaba.
Una sencilla puerta que llevaba tres años sin ser abierta. Papá me había hecho prometerle que jamás la abriría, que guardaría la llave en algún lugar seguro y que no le preguntaría. Sin embargo, lo hice. Él había suspirado antes de contestarme “que era algo personal y que quería mantenerlo a salvo”. Una parte de mí se cruzó de brazos frente a la puerta para custodiarla. Otra, muy intensa y seducida por la curiosidad, deseaba buscar esa llave y abrirla ¿Qué podría haber detrás de esa puerta para que papá actuara de aquel modo?
Agité la cabeza y caminé hacia la habitación. A medida que iba adentrándome a la habitación, me fui despojando de la ropa. Saqué de los bolsillos la Blackberry, las llaves, la cartera y un pedazo de papel y lo arrojé sobre la cama. Al caer sobre ella, el papel se abrió y quedó expuesto.
Oh, madre mía. Era la fotografía de Amanda Sandford. Sonreí mientras tomaba la fotografía. Podía recordar con nitidez el férreo deseo y atracción sexual que había despertado en mi cuerpo como león dormido al verla atravesar la puerta. Una imagen suya detallada venía ahora a mi mente. Unas pequeñas pecas se ocultaban tras el sencillo maquillaje, unos labios rellenos y rojos eran un verdadero pecado y una implacable tentación cuando sonreía. Sus ojos brillaban con tal intensidad cada vez que hablaba y los hombros se movían a un ritmo inusualmente relajado. El vestido le sentaba de maravilla, remarcando unas exquisitas curvas, unas piernas de ensueño y unos pechos redondos y perfectos…
La BlackBerry sonó repentinamente, despertándome de la ensoñación. Di un salto y tomé el móvil en la mano. El identificador de llamada marcaba sólo una palabra: “Mamá”.
―Hola, mamá.
―Hola, Ted ―la escuché reír. Otra risa ronca la acompañó―. ¿Cómo va todo?
―Bien, mamá ―sonreí― ¿Y a ustedes?
Ella volvió a reír. Ah, eso no se pregunta.
―Nos va bien. Mañana viajaremos a Sidney ¿Y tu hermana?
―La dejé en casa hace una hora. Estuvo conmigo en Grey Enterprises.
―Uf, tu padre va a…
―Tu hijo no habrá llevado a su hermana a la oficina, ¿verdad?
Mierda.
―Mamá, no le digas nad…
Silencio.
―Ted, ¿Cuántas veces tendré que decir que no quiero a Phoebe allí?
Mierda. Mierda. Mierda. Le ha quitado el teléfono.
―No la llevé ―mentí―. Phoebe apareció para ayudar, pero la devolví en cuanto pude.
›› Uf, Phoebe. Perdóname por esto ‹‹
―Haré de cuenta que te creo, muchacho.
Silencio.