Capítulo treintaiséis.
Nuestras bocas sabían que trabajo realizar, pero nuestros cuerpos no. Éramos solo manos, nervios, ansias y pasión combinados de una manera desesperada. Su cuerpo estaba bajo el mío, recostado sobre la mullida cama de mi habitación. La piel de su muslo se erizaba ante el suave tacto de mi mano. Sus manos estaban enterradas en mi pelo, manteniendo mi boca unida a la suya. Solté un gemido cuando su cuerpo se arqueó al mío. Jesús, la deseaba. Deseaba a esta mujer como jamás he deseado a otra. La deseaba aquí y ahora.
—Amanda… —gemí contra su boca—. Oh, como te deseo.
Mis manos comenzaron a subir el vestido. La sedosa piel que encontraba en mi camino me enloquecía. Esta mujer tenía la piel más suave y deliciosa que he probado jamás. Sentí como su cuerpo comenzó a temblar cuando acaricie la piel de su vientre debajo de su vestido. Amanda dejó de besarme y comenzó a empujarme para que me apartara. En un parpadeo ella estaba de pie, saliendo de la habitación como alma que lleva el diablo. Perezoso, confundido y más excitado que nunca me levanté de la cama para buscarla.
Amanda estaba de pie frente al ascensor, presionando frenética el botón para que las puertas se abrieran. Se pasaba la mano por el pelo, como si una idea loca le cruzara por la mente y acababa de darse cuenta que iba a cometer una estupidez.
— ¿Qué pasa? —pregunté sin aire.
Amanda volteó a verme con los ojos llorosos.
—No puedo, Ted. Lo siento.
— ¿No puedes qué?
—No puedo quedarme aquí contigo, no puedo tener sexo contigo, no puedo estar cerca de ti.
— ¿Por qué? —pregunté desesperado.
—Porque no soy buena para ti, ni para nadie. Porque me cuesta desnudarme frente a alguien que es maravilloso en todos los aspectos. Porque no quiero que veas las cicatrices que marcaron mi vida tan duramente.
—Pero las cicatrices no me importan. Todo lo que es realmente importante está dentro de ti.
—Sólo tengo sombras, nada más.
—Y un sinfín de luces que me deslumbran.
Ella negó con la cabeza.
—No vas a entenderme, Ted. Tú crees que soy buena, pero no tienes la menor idea de cómo ha sido mi vida.
Me acerqué a ella, pero extendió sus brazos hacia adelante. No iba a permitir que quebrantara su límite de seguridad.
—No puedo estar en este lugar —estalló en lágrimas—. Cuando descubrí todas las cosas que Jack les hizo a tus padres, me sentí tan avergonzada que me pregunté si sería buena idea regresar. Pensaba que cuando tu padre se enterara me odiaría, me trataría como si me odiara o me metería a la cárcel. No lo sé. Pero cuando comencé a hablarle, cuando le mostré mis antiguos papeles donde afirmaban que yo era hija de Jack, tu padre ni siquiera se alteró. Entonces me dijo que ya lo sabía.
Me sonrió triste.
—Y me dijo que igual tú. Que, de hecho, tú lo habías descubierto. Entonces comprendí aquel cambio de humor drástico conmigo: cuando me llamaste zorra-calienta-braguetas.
Nota mental: caerme a golpes.
—Mi plan era contarle todo, porque pensé que no sabía nada. Le conté lo poco que sabía Traté de hacerlo todo rápido porque no quería verte —dejó caer la cabeza—. Si te veía…no me marcharía. Pero te vi y todo lo que se me ocurrió en ese momento fue lanzarme a tus brazos. Luego recordé que debías odiarme.
Se acercó unos pasos.
—Por eso no querías que me marchara hace dos meses, ¿no? ¿Pensabas que me iría con Jack? ¿Pensabas que tenía algo que ver en las notas y todo lo que estaba pasando?
Negué con la cabeza. Oh, nena…
—No quería que te fueras porque eras distinta. Porque me mantienes con los pies en el suelo de una manera increíble. Y, maldición, porque no había conocido una mujer que me enloqueciera de esta manera.
Sonrió. Una mirada cargada de tristeza.
—Así que todo esto es por sexo, ¿eh?
Le sonreí burlón.
—A veces me pregunto si entiendes las señales.
—Las entiendo, Ted. Lamentablemente las entiendo.
—Pues las entiendes bastante mal.
Ella se giró, dándome la espalda. Por un momento pensé que en su mente un rondaba la idea de marcharse. Pero no. Ella permaneció ahí, por cinco minutos enteros. Callada, inmóvil. Parecía a punto de romperse, como una muñeca de porcelana.
— ¿Qué tanto sabes de mí? —preguntó con voz temblorosa.
Suspiré.
—No mucho. En realidad casi nada.
— ¿No sabes entonces como es que llegué a formar parte de la familia Sandford?
—No.
La oí suspirar.
—Bien —ella se giró hacia mí. Los ojos parecían oscurecidos por cincuenta sombras: las sombras de su pasado—. Voy a contarte la historia de cómo me convertí en la hija de alguien más.