Capítulo treintaiuno.
Nunca había experimentado esa sensación. Esa sensación de un mal sabor de boca cuando sabes que sea lo que sea que perdieras ha sido culpa tuya. O esa sensación de haber dejado todo tal cual como estaba por un miedo atroz que nació de otro miedo. Bueno, no. No había dejado las cosas tal como estaban.
Desde hace dos meses iba todas las mañanas a casa de Stella, con la esperanza de saber algo de ella. Ella me recibía ya con la típica sonrisa y un delicioso desayuno. Nos sentábamos a la mesa y hablamos de cualquier tontería. La primera semana de mis constantes visitas, notaba que seguía en shock por la muerte de su marido. Una parte de mí seguía viniendo por querer saber de Amanda, pero otra lo hacía porque mi presencia la hacía sentirse menos sola. Su hijo John vivía en una casa aparte con su esposa y su hijo. Sólo Amanda vivía con ella, pero se había marchado.
Y lo peor de todo es que ni siquiera había llamado.
Quería pensar que no llamaba por miedo a escucharme, por miedo a saber de mí y que si lo haría sus defensas bajarían hasta el punto de regresar. Pero también estaba molesto. Su ausencia, en todos los sentidos, había dejado distintos vacíos. A su madre: la había dejado sola. A su hermano: los nervios de punta por la preocupación. A mí: incontables sentimientos sin aclarar.
—Ted, te estoy hablando.
La voz de Phoebe nunca antes me había sonado tan irritante como esa mañana. El día anterior había programado dos reuniones para hoy. La primera era para firmar los permisos de remodelación en Grey Construcciones. Le habíamos dado la noticia a tío Eliott hace una semana. Se le veía contento y muy agradecido, ya que el mismo trabajo no le había dado tiempo a reflexionar que ya era hora de hacerle mejoras a ese edificio. Phoebe y mamá escogieron el lugar donde se instalarían mientras se terminaban las remodelaciones. Papá había tomado posesión de Grey Enterprises de nueva cuenta y yo había vuelto a mi puesto de vicepresidente. Lo cual, a ser verdad, era un alivio. Pero esas reuniones que Phoebe había programado me incluían irremediablemente.
La primera, por motivos familiares.
La segunda, por motivos personales.
En la tarde teníamos una tediosa reunión para reemplazar a Egmont Evans. Menudo caso. Papá insistió e insistió para que le contase por qué lo había despedido, asi que no me quedó de otra que decirle. Al final, se puso de mi lado. Claro, sin lanzar una que otra maldición y repetirme que ese hombre era un cerdo, igual que Jack.
—Ted, mierda —Phoebe me lanzó los documentos sobre el escritorio—. Contéstame.
— ¿Qué quieres? —le espeté de malhumor.
Ella resopló mientras se cruzaba de brazos.
—No sé qué mierda te está pasando, pero no te la descargues conmigo ¿Quieres?
—No estoy de humor, Phoebe. No navegues esas aguas.
Frunció el ceño.
— ¿Qué mierda te pasa, Ted? Bien, ¡se acabó! Llevas dos meses con un humor de perros. A veces llego a la casa y veo llorar a mamá ¿Qué le haces?
De acuerdo, sí. Phoebe tenía razón. En estos dos meses no he sido precisamente un caballero y no me siento orgulloso de eso. Pero de ahí a hacer llorar a mi propia madre…No, señores. Nada que ver.
—Eh, tú —le gruñí— Yo no le he hecho nada.
— ¿Entonces qué está pasando? —gimoteó—. Yo se que te pasa algo, pero no quieres decirme.
Abrí una de las carpetas y me dispuse a firmar los papeles, ignorándola. Cuando alcé la vista estaba de pie frente a mí. La expresión de su rostro me desarmó por completo. Mi linda hermana estaba llorando.
— ¿Ya no confías en mí?
Oh, Phoebe. Mi pequeña debilidad.
—Confío en ti, más de lo que en mí mismo.
Suspiró.
—Si no quieres decirme, está bien ¿Pero estás bien? De verdad, sin espejismos. Me preocupas.
Le sonreí.
Una sonrisa torcida.
Apenas notable.
Pero sonrisa al fin y al cabo.
—No, pequeña —extendí los brazos para abrazarla. Se sentó sobre mi regazo, ocultando su cabeza en mi pecho—. No estoy bien, al menos no ahora. Pero esto ya pasará.
Ella se mantuvo en silencio por un par de minutos, permitiendo simplemente que la abrazara.
—Yo lo sé —dijo suave.
Le besé el pelo.
— ¿Qué cosa?
—La amas. Eso sé. Por eso estás tan irreconocible estos días. La amas y ella se ha ido.
Mi cuerpo entero se tensó ante aquella deducción.
—No, nena. Eso no es así.
—Uf, Ted. Todo el mundo se ha dado cuenta —se removió en mi regazo—. Todos menos tú.
—Sólo son conclusiones mal infundadas, ¿sí? Quédate tranquila.
— ¿Y qué ganas con negarlo, pues? Es ridículo —alzó el rostro y me miró fijamente—. No te engañes. Las cosas pueden doler más.
Le sonreí burlón.
—Ahora eres experta en el amor, ¿eh?
Sus ojos se aguaron.
—De acuerdo entonces, Ted. No voy a rogarte —se puso en pie y se acomodó el vestido blanco—. Pero tampoco te las descargues conmigo, que sólo quiero ayudarte.
Bufé.
—No necesito ayuda, Phoebe. No necesito aceptar amor por una mujer que no siento.
Su rostro hirvió de coraje.
— ¡Bien! —pataleó fuerte contra el suelo. Jesús, parecía una niña—. Cuando caigas de frente con el problema no andes llorando por los rincones.
Giró sobre sus talones y se marchó de la oficina. Verle el rostro enfurecido dolía más que cualquier cosa. Excepto, claro, de no ver a cierta mujer totalmente desaparecida que me estaba volviendo loco.
Pero aceptar que la amaba era algo que jamás haría frente a Phoebe Grey.