Capítulo treintaisiete.
Ella me miró fijamente: una mirada llena de angustia y dolor, mucho dolor.
—Por favor, no me interrumpas —musitó con voz apagada.
Yo tragué saliva y asentí lentamente. Amansa suspiró y se abrazó a ella misma mientras se sentaba en el suelo, frente a mí.
—Cuando yo era niña —jadeó—, vivía en una casa pequeña de madera. No era muy grande y en las noches hacía mucho frío, pero al menos si llovía no me mojaba. Tenía tres años, como mucho, pero lo recuerdo como si me hubiese sucedido apenas ayer.
›› Mamá estaba cansada —sonrió melancólica—. Nos parecemos mucho, excepto en el cabello y en los ojos. Era una mujer preciosa: enormes ojos verdes, cabello claro, unas mejillas rosadas, una piel clara y saludable; era alta, una figura increíblemente bien conservada y una sonrisa de ensueño —soltó una risilla triste—. Tenía el rostro lleno de pecas, como yo, pero las odiaba. Nunca le gustaron sus pecas. A mí sí: mamá era encantadora, incluso cuando algunas noches llegara ebria. Incluso así era elegante y carismática.
››Sin embargo, esa noche llegó hecha una furia. A papá lo habían llevado a prisión —juntó las piernas y se abrazó a ella. Ella no me miraba, su vista estaba en el suelo—. Papá me daba miedo. Cuando mamá nos llevaba a verlo a la cárcel, gritaba mucho y decía cosas obscenas. Yo me escondía bajo la mesa y William, mi hermano gemelo, se reía de mí. Papá lo quería, lo trataba bien, pero a mí no. Me odiaba. Con el tiempo, mamá dejó de ir a visitarlo y William se enojó. Peleaba todo el día y a veces se descargaba conmigo.
Vi como las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, pero las limpiaba con la misma rapidez con la que caían.
—Mamá no hacía nada. Bueno, si lo hacía al principio, pero pronto se cansó de las constantes quejumbres de un niño malcriado y molesto. Como papá ya no estaba para darle dinero, mamá comenzó a llevar hombres a la casa —hizo una mueca de disgusto—. Sexo a cambio de dinero.
››Con el tiempo, mamá fue consiguiendo dinero rápido y seguro, pero la invasión de hombres en su cama la fueron convirtiendo en una mujer fría, amargada e infeliz. William y yo pasamos a ser animales que debía alimentar cuando encontrara un tiempo. Cuando cumplimos cuatro años, William entraba y salía de la casa para buscar comida. Supongo que la robaba, porque nadie quería tener demasiado cerca a los hijos de un delincuente y una puta.
››William nunca compartió su comida conmigo, ni siquiera porque sabía que me estaba muriendo de hambre. Era su venganza: porque sabía que papá odiaba las visitas que le hacíamos solo porque yo iba con ellos.
Amanda volvió a secarse las lágrimas con violencia, como si el mero recuerdo le produjera una enorme amargura. Yo permanecía en silencio, tal como ella me había pedido. De todos modos estaba seguro de ser incapaz de decir palabra alguna.
—Recuerdo que mamá perdió la poca paciencia que tenía cuando cumplí los cinco años —el cuerpo le tembló a medida que se acariciaba con suavidad los cortes en la muñeca que una vez pude notar—. Recuerdo que tenía mucha hambre. Yo no era como William: tenía miedo a salir a la calle, que me atraparan robando, que llamaran a la policía, que mamá se enojara. Pero, de verdad, tenía mucha hambre.
››Mamá estaba en la cocina. Siempre cocinaba antes de ‘trabajar’ —tuerce la boca en lo que parece una sonrisa irónica—. Decía que necesita energías para su trabajo, porque era agotador.
Y por lo que pareció una eternidad, Amanda levantó la vista y me miró. Enarca una ceja, como si lo que acababa de contar le resultara gracioso, y agita la cabeza mientras suelta una risilla triste.