Capítulo trece.
— ¡Oh, maldición! —grité.
Phoebe se echó a reír.
—Maldita sea, no es gracioso.
—Lo es porque, en realidad, jamás te he visto tan borracho.
La miré con el ceño fruncido.
— ¿Puedes traerme una pastilla o algo?
Ella puso los ojos en blanco y abrió la puerta.
—Amanda, ¿puedes traer algo para el dolor de cabeza y un vaso de agua?
La chica soy-tan-dulce-que-no-sabes-lo-que-planeo-para-destruirte sonrió tímida y se levantó del asiento. Phoebe se giró.
—Listo.
—Gracias. Quizá me traiga veneno.
Ella frunció el ceño.
—A ver, espera ¿Qué sucede? Hace unas horas era obvio que te caía a las mil maravillas ¡Incluso vinieron juntos al trabajo!
Le hice una mueca.
— ¿No me vas a contar? Tengo curiosidad.
—No tengo ganas de hablar, ¿de acuerdo?
Phoebe gruño.
—Mierda, Phoebe —bramé—. Me duele la cabeza, ¿entiendes?
—No puedo creer que me ocultes cosas, Ted —se hizo la ofendida. Le sonreí burlón—. Creí que nos teníamos confianzas.
—Nos la tenemos, pero tengo un dolor de cabeza de puta muerte.
Entrecerró los ojos.
—Deberían lavarte la boca con jabón.
—Quizá más tarde. Ahora debo firmar un montón de papeles e ir luego a una reunión aburridísima sobre el proyecto-mejora a Grey Construcciones. A tío Elliot le encantará.
Phoebe suspiró.
—Ted… —arrugó la nariz—. De acuerdo, te duele la cabeza. Lo entiendo, pero no puedo librarme de la sensación de que algo anda mal.
La miré dulcemente. En estos momentos era como hablar con mamá.
—Todo va a estar bien, nena. Tranquila.
Phoebe meneó la cabeza de lado a lado.
—Me refiero a ti, Raymond —sus ojos se volvieron dulces y cálidos—. ¿Está todo bien contigo? No sueles tomar nunca de esa manera y Wallace me dijo que comentaste algo sobre una mujer. Algo de “las mujeres te debilitan”. ¿A quién te referías?
—A nadie en especial —me encogí de hombros—. Ni siquiera recuerdo haberlo dicho.
— ¿No tendrá que ver con Amanda?
—No.
— ¿Seguro?
—Sí.
— ¿Entonces?
—Nada.
— ¿Me seguirás contestando en monosílabos, Ted?
—Quizá.
Ella chilló de coraje.
—Era broma —le contesté riendo.
Ella entrecerró los ojos, teorizando.
—Sólo quiero ayudarte, Ted —pronunció suavemente, con ternura.
Le sonreí de igual manera.
—Lo sé, hermana. Lo sé.
— ¿Entonces? ¿Todo esto ha sido provocado por Amanda? ¿Acaso te gusta o qué?
—Amanda es la típica zorra-calienta-braguetas —la miré frío—. Una mujer así no me produce ni un mal sueño.
Repentinamente el sonido del cristal roto al chocar contra el suelo. Amanda estaba allí de pie, con el rostro lívido y los ojos vidriosos. En una mano sostenía un vaso invisible y en la otra un par de pastillas. La miré fijamente, sin el más mínimo arrepentimiento. La oí jadear y su pecho comenzó a moverse a medida que la respiración se le alteraba.
—L-lo siento. Buscaré otro vaso.
Y abandonó de la oficina. Al mirar a mi hermana, sus mejillas estaban teñidas por un color carmesí a causa del rubor y los ojos bien abiertos.
—Jesús, Ted. Deberías disculparte.
—No.
Ella jadeó ante mi firme negativa.
—No fue un comentario muy apropiado —y bajando el tono de voz agregó—: y creo que la has ofendido.
—Phoebe, no. Le he dicho la verdad. No ha de haberse ofendido si quiera, seguramente ha actuado de tal manera porque sabe que la he descubierto.
Dos golpes a la puerta me hicieron callar.
—Le traje el agua y las pastillas, señor.
Amanda miraba al suelo, donde había caído el primer vaso. Sonreí satisfecho. Estaba listo para el nivel dos.
—Déjanos solos, Phoebe —le pedí.
Ella abrió los ojos aún más, pero se apresuró a salir. Cerró la puerta de un portazo. Cuando la impresión se le haya pasado va a echarme bronca, estoy seguro.
—Pase, señorita Sandford —pronuncié suave.
Amanda caminó hacia el escritorio, quedando a pocos pasos de mí.
—Quiero que fotocopie el contrato para las mejoras de Grey Construcciones, las suficientes para las personas con las que me vaya a reunir en unos minutos. Ni uno más, ni uno menos.
—Sí, señor.
—No olvides mandar a recoger el cristal roto.
—Sí, señor.
—Adicional a eso —me puse de pie y di algunos pasos hacia ella—: no quiero que por ningún motivo jamás, ni siquiera porque alguien más se lo sugiera, vuelva a tutearme.
—Sí, señor.
Acorté la distancia que nos separaba y la tomé con fuerza del antebrazo.
—Sobretodo, Amanda, no vuelvas en tu jodida vida intentar hacer que me meta entre tus piernas porque acabarás deseando no haber nacido ¿Entendido?
Ella jadeó.
—Sí, señor.
Sonreí.
—Eso espero, porque si no conocerás cuanto dolor puedo causarte.
Dicho esto la solté y caminé fuera de la oficina con aires de suficiencia. Ahora, Amanda Sandford, conocerás a un verdadero Grey.