Capítulo diecinueve.
La alarma sonó justo a las cinco de la mañana. Estiré el brazo para apagarla y bostecé. Estaba cansado, vaya que sí, pero había decidido que esta mañana comenzaría de nuevo con la rutina de ejercicio. Me puse de pie rápidamente. Busqué entre los cajones unos pantalones deportivos y una camisilla. No me bañaría. Era preferible hacerlo al terminar. Guardé en mis bolsillos las llaves del auto el móvil, el juego de llaves y busqué el IPod.
Sonando en mis auriculares Without You de David Guetta y Usher, comencé a trotar tras salir del aparcamiento subterráneo del Escala. Mientras trotaba notaba que aún no había amanecido: el cielo mantenía esa capa impenetrable oscura de hace unas horas, con la misma intensidad como si pensara en no doblegarse ante ninguna especie de luz. En las calles no había muchas personas, restando a uno que otro corredor que salía a hacer su rutina mañanera.
La brisa era bastante fresca. Pasé frente a una cafetería que abriría a las seis de la mañana. Sin embargo, el aroma del café llegó a mí como magia. Agité la cabeza y comencé a acelerar el paso. Papá seguramente estaría rechinando los dientes si llegase a enterarse que he salido solo a la calle, sobre todo con lo sobreprotector que ha sido siempre.
Crucé la esquina con rapidez y observé a dos personas hablando en el umbral de un pequeño local. Con la poca luz de los postes pude observar que eran dos mujeres. Una de ellas era más alta que la otra. La más bajita de ellas tenía el cabello oscuro y el rostro en forma de corazón. Por la oscuridad no podía ver mucho. La más alta estaba de espaldas. La luz chocaba sobre ella, dejando ver una piel clara y el cabello rojo. Era un rojo intenso, como el rojo mismo de la pasión.
— ¿Segura que esto es lo que pedí? —preguntó la más alta.
La chica menuda le sonrió, creo.
—Totalmente —le entregó un paquete plateado—. Sigo pensando que esto es peligroso, Amanda.
Mi corazón comenzó a latir desesperadamente. ¿Será…?
—Venga, Rachel. No necesito esto.
—Pienso que tu madre debería saber lo que estás haciendo.
Amanda le dio una palmadita a un pequeño bulto en su espalda baja.
—Claro que no —Amanda dio unos pasos hacia atrás—. Escucha: entro a trabajar a las ocho de la mañana —revisó el reloj en su muñeca—. Son las cinco y cuarto. Iré a reunirme con él.
—Mierda, ¿en serio?
—Sí, caray —Amanda se pasó la mano por el pelo—. Ya debo irme.
Antes de que la chica menuda pudiese decir algo, Amanda cruzó la calle rápidamente. La chica alzó los ojos y recitó “Ten piedad, Señor” como un mantra antes de introducirse por la puerta del local. Agitado por lo sucedido, y verdaderamente intrigado por saber si esta mujer era quien yo pensaba, crucé en total sigilo y silencio la calle. Observaba como el cabello rojo se movía al compás del viento y del movimiento. Mantuve distancia para asegurarme de que no notara mi presencia.
Giró a la izquierda, moviendo la cabeza de un lado a otro, como si esperara encontrarse a alguien en cualquier comento. Siguió caminando, siempre alerta, hasta doblar de nuevo a la izquierda. Observé pegado a la pared. Era un callejón: un simple espacio vacío y sucio entre dos edificios. En el edificio izquierdo había una vieja escalera de incendios. Amanda tensó los hombros y con cuidado comenzó a subirla.
Esperé algunos segundos luego de que subiera para yo hacerlo. Al poner un pie, la escalera comenzó a hacer suaves ruidos, como tuercas viejas rozándose ya cansadas del esfuerzo. Apresuré el movimiento para no caer, ni para perderla de vista. Ya arriba, noté que el esfuerzo no había sido la gran cosa.
La habitación por donde ella había entrado estaba a oscuras. Atravesé silenciosamente el umbral y caminé sin levantar sospechas por el interior. El sonido de algo que cayó al suelo fue lo que me ayudó a localizarla. Amanda estaba en una habitación con poca luz. Por lo que pude observar era un baño: la bañera vieja y ovalada estaba pegada a la pequeña ventana, el inodoro y el lavado, donde ella tenía las manos presionando con fuerza, estaban casi pegados a la bañera. Cuando ella alzó un poco el rostro, pude ver su reflejo en el espejo. Un rostro encantador, bañado por una capa de estrés y preocupación, lleno de pecas bajo los ojos y sobre el puente de la nariz, con unos ojos enormes de gato azules, visiblemente cansados, confirmaba una duda que me quemaba la garganta. Frente a mí estaba la verdadera Amanda: Amanda Hyde, la hija de ese maldito cabrón, no Amanda Sandford, mi secretaria.
—Bien, puedo con esto —soltó el aire mientras su cuerpo de columpiaba hacia adelante y hacia atrás—. Si puedo.
Pasó la mano por debajo de la camisa, acariciándose el vientre, y luego la pasó por su espalda baja, sacando de entre medio de su cuerpo y su ropa una Glock Modelo 37 Calibre 45 plateada.
La vi acariciarla como si tocara un gato.
—No me falles, Danna —jadeó—. Juro que si lo haces te pondré al fuego para que te derritas muy lentamente.
Enarqué una ceja ¿Realmente el arma tenía nombre?
—Mierda —revisó su reloj de muñeca—. Diez minutos más. Sólo diez más.
Retrocedí un poco mientras observaba como revisaba que estuviese cargada. Bueno, sí. No soy participe de andar por ahí con un arma, menos si ésta cargada. Papá me ha contagiado con su aversión por las armas, aun cuando mamá insiste que saber disparar aumenta mi seguridad. Di unos pasos hacia atrás, cauteloso, pero al golpearme con algo en el hombro solté un pequeño quejido. Amanda alzó rápidamente y giró en mi dirección. Afortunadamente estaba demasiado oscuro como para que pudiera verme. Ocultó disimuladamente el arma entre su ropa.
— ¿William? ¿Eres tú?
Algo caliente me recorrió la columna vertebral, intensificándose a medida que se expandía por mi cuerpo. Claramente esperaba por su hermano: esperaba por instrucciones nuevas, esperaba que le dijera lo que debía hacer.
Y en ese instante, Amanda Hyde acababa de firmas su sentencia de muerte.