Capítulo veintisiete.
Aquellas palabras me dejaron frío.
«No quiero hablar de ese cabrón»
Era como si no lo amara…
«Es un hijo de puta que salió de mi vida»
…ni existiera en su vida.
Y aquí estaba yo, parado frente al mini bar mientras ella observaba caer la noche por la ventana. Tan serena, como si los edificios altos de Seattle le proporcionaran paz ¡Maldita sea! Lo menos que podía sentir en este momento era paz, ahora que las dudas se clavaban en mí como agujas.
Si Amanda odiaba a su padre, no podía estar aliada a él.
Si Jack estaba fuera de su vida, no podía estar aliada a él.
¿Entonces quien mierda está ayudando a ese maldito imbécil? ¿Qué diablos está pasando? ¿Por qué siempre que creo saber hacia donde va todo esto algo pasaba? Algo siempre lo cambiaba todo y, buen Dios, realmente quería zarandearla hasta que me dijera que mierda quería.
Quería gritarle, exigirle, que revelara de una maldita vez que era lo que quera hacer con mi familia. Porque había venido hasta acá, sus malditos planes. Y sobre todo quería saber porque se me había metido tanto en la piel. Porque creía que podía con esto, que podía utilizarla a mi antojo y sacarle toda la información que fuera necesaria. Pero no.
Estaba totalmente desarmado, experimentando emociones y sensaciones que en la vida he experimentando antes.
Y me daban un miedo terrible.
Amanda era un puerto distinto. Un puerto peligroso, angosto, que si te descuidas jamás podrías alcanzar. Incluso aunque estuviese frente a tus ojos. Tan lejano y tan denso que era un verdadero placer llegar a el.
Tomé con fuerza el vaso de cristal en mi mano y lo arrojé contra la pared. El cristal roto resonó con fuerza al caer al suelo y el sonido por un momento me destrozó los nervios. Maldita sea, mi vida estaba de cabeza totalmente. Estaba hecho un desastre porque no se manejarla ni controlar mis impulsos ni emociones.
Todo por una mujer.
— ¿Qué pasó aquí?
Amanda observó el cristal roto con los ojillos entrecerrados por la pena. Todo lo que podía observar era como sus labios se abrían con cada palabra que pronunciaba. Esa forma tan sensual de mover la boca, de pasarse la lengua por el filo de los dientes sin percatarse. La forma en que las curvas de su cuerpo brillaban por el resplandor de los últimos rayos del sol. La manera tan tierna en la que sus mejillas se teñían de rojo por el dolor, como sus dedos acariciaban la piel de su brazo mientras esperaba por una respuesta, como me miraba con ese brillo exquisito de curiosidad.
— ¿Ted? —preguntó con voz suave.
Parpadeé y me vi frente a ella, mirándome expectante. Alagué la mano y acaricié su mejilla. Cerró los ojos, aceptándola. Mi cuerpo entero se estremeció, formándose una sensación extraña pero placentera en el vientre.
— ¿Qué estas haciendo? —ronroneé.
Ella suspiró.
—No se a que te refieres.
—Me deslumbras ¿Cómo lo haces?
Rió con amargura.
—No tengo como deslumbrarte, Ted —clavó la vista hacia el lado—. Cuando tienes mas sombras que luces no puedes deslumbrar a nadie.
La atraje hacia mí tomándola de los antebrazos. Cerró los ojos, a modo de escape.
— ¿Y crees que eres la única con sombras? —rosé mis labios con los suyos—. Soy un Grey, maldita sea ¿A caso crees que las mujeres me buscan por algo que no sea mi dinero, mi apellido o mi cama?
— ¿Lo ves? —gimió—. Siempre me atraen los chicos malos.
—Nena, a mi me atrae todo lo que tenga una vagina.
Sonrió burlona.
—Uf, que alivio. Porque empezaba a pensar que eras gay.
Sonreí contra su boca y sin que pudiese hacer otra cosa tomé posesión de ella. Amanda no reacciono al principio, a causa de la sorpresa, pero de un segundo a otro note como correspondía con la intensidad que esperaba. Unificó nuestros labios a un ritmo que quema, trazando líneas rectas mientras llegaba hasta mi espalda. Enroscó los brazos en torno a mi cintura y se restregó contra mí, permitiendo que este chico malo tuviera acceso a sus sombras. La tomé del culo y la levanté. Ella enroscó las piernas alrededor de mi cintura mientras su espalda quedaba presionada contra la pared.
— ¿Qué me estás haciendo? —gruñí contra su boca.
Pasó sus manos por mi pecho con sensuales caricias que me hicieron estremecer.
—Cállate y has conmigo lo que quieras.
Reí contra su boca y proseguí a iniciar con caricias suaves en sus piernas. Amanda soltó un escandaloso gemido cuando mis manos se deslizaron por debajo de su falda y tocaron la piel de sensible de su trasero.
—Dios, eres tan suave.
Soltó otro gemido. Tiroteó de mi camisa para soltar el primer botón.
— ¿Estas impaciente, eh? —pregunté burlón.
Asaltó mi boca con una ferocidad que me erizó la piel. Con movimientos suaves, su boca tomó posesión de la mía con una destreza que me dejó helado. Su lengua buscó la mía y a medida que abría más la boca para tomar más espacio con sensuales embestidas provocaba gruñidos desde lo más profundo de mi garganta.
Jesús, esta mujer sabía besar.
Amanda soltó un gemido bestial que retumbó en la habitación.
—Dios, eres ruidosa —mordí su labio con delicadeza—. Eso me gusta ¿Cuándo fue la ultima vez que te dieron un sexo de buena calidad, nena?
—No creo conveniente hablar de mi vida sexual ahora.
Deslicé los labios hacia la carne suave de su cuello.
—Mm… —rosé la piel con los dientes—. ¿Por qué no?
Su cuerpo se tensó y presionó sus manos contra mi pecho para alejarme de ella. Fruncí el ceño, confundido.
— ¿Qué? —gruñí.
— ¿Cómo que “que”? —se pasó la mano por el pelo—. Tú eres la clase de hombres de las que debo alejarme ¡Pero no! Aquí estoy apunto de permitir que un total desconocido me folle.
Jesús, esa boca…
—Bien, entendido ¿Cuál es el problema?
Ella soltó un bufido.
— ¿El problema? Ahora ninguno ¿Pero que va a pasar en la mañana cuando te des cuenta que te acostaste con tu secretaria? —me hizo callar al alzar la mano—. Yo te lo diré: te reirás, harás alarde de lo bueno que eres en la cama, me despedirás y actuarás como si nada.
Me crucé de brazos mientras alzaba ambas cejas.
—No hemos hecho nada, ¿y ya soy bueno en la cama?
Me fulminó con la mirada.
—Pero bueno… —puso los ojos en blanco—. Eres un idiota.
—Gracias —sonreí burlón—. Ha sido muy amable, señorita.
Un ruidillo molesto se interpuso entre nosotros. Era el sonido del ascensor al abrirse.
—No se para que mierda tienes un puto teléfono si nunca lo contestas.
Oh. Dios. Mío.
—Mierda, papá —corrí a abrazarlo—. No sabía que llegabas hoy.
Sus impenetrables ojos grises me miraban fijamente. Mitad fríos, mitad calientes. Mitad cabreado, mitad feliz. Sus labios se curvearon un poco, segundos antes de devolverme el abrazo. El cabello cobrizo, cubierto por pocas canas, se alborotó un poco cuando se pasó la mano por el cabello al soltarme. Instantáneamente unos brazos más pequeños me envolvieron con ternura. Ese calor…
—Mamá —la abracé con un poco mas de fuerza—. Mierda, como te eché de menos.
—Yo también, Ted —se separó para darme un beso en la mejilla. Le sonreí—. ¿Cómo están las cosas?
—Bien. Creí que regresarían mañana ¿Por qué regresaron hoy?
—Wallace me llamó —contestó papá—. Dijo que consideraba mejor para todos que regresáramos antes. Además Phoebe le dijo a Ana que estaba preocupado por ti. Que actuabas extraño. Así que Ana comenzó a pedirme que regresáramos antes ¿Y como le digo que no, eh?
Mamá y yo le sonreímos al unísono. Él jadeó.
—Jesús, no hagan eso —sonrió juguetón—. Tienen la misma sonrisa, Dios mío.
Mamá le rodeó la cintura con un brazo y le lanzó una mirada tierna. Él le sonrió, de esa manera como siempre le sonríe que le hace lucir una mirada llena de amor. Luego ambos voltearon hacia mí, divertidos.
—Tenemos que darte una sorpresa —mamá se ruborizó. Oh, que encanto de mujer—. La idea era dárselas a ti y a Phoebe juntos, pero ya que no contestabas no podía esperar mas sin saber de ti.
Le sonreí con amor. Oh, mamá… ¿Qué haría sin ti?
—Bien, ¿y cual es la sorpresa?
Mamá sonrió y se giró para entrar al ascensor. Papá regresó al interior del ascensor también y observé lo que cada uno llevaba de la mano.
Oh. Dios. Mío.
Mamá llevaba de la mano a un pequeño niño delgado, quizá de tres o cuatro años, de cabello rubio y enormes ojillos marrones. Lucia asustado y confundido y se aferraba con fuerza a la mano de mamá. Papá llevaba de la mano a una niña más un poco mayor, de seis o siete años, con el cabello rubio y ojillos marones. Como el niño. Oh, deben ser hermanos.
— ¿Y estos niños? —pregunté sonriendo.
—Christian y yo los hemos adoptado —contestó mamá.
Me acerqué a los niños, los cuales se ocultaron detrás de mis padres. Les sonreí y le tendí la mano. La niña, asustada, se acercó a mí y me dio la mano. Oh, era adorable.
—Hola, nena —le acaricié la mejilla—. Que preciosa eres ¿Cómo te llamas?
La niña sonrió un poquito.
—Nadelia.
Le devolví la sonrisa. Tendí mis brazos hacia ella y esperé. No se movió, solo me miraba como si le fuese a hacer daño. Miró a mamá y ella asintió. Debió sentirse segura, porque permitió que la cargara. De todos modos, ¿quién no va a sentirse seguro con esa mujer?
— ¿Cuándo los adoptaron? —le pregunté mientras le acariciaba la mejilla a la nena. Oh, era verdaderamente adorable.
—Los niños se habían escapado de la casa de acogida en donde vivían cuando los encontramos —explicó papá—. Ana quedó flechada con ellos. Bueno, yo igual. Así que decidimos adoptarlos. Moví algunos contactos para hacer el proceso más rápido, ya que tuvimos que regresar antes.
Observé al niño abrazado de la pierna de mamá.
— ¿Y el pequeño? —pregunté—. ¿Cómo se llama?
—Démitri —respondió mamá mientras lo tomaba en brazos.
El niño se refugió en su pecho. Oh, la quiere. La quiere de verdad. Ha de sentirse seguro.
—El niño no habla, así que Christian y yo hemos decidido darle un tiempo. Sino, lo llevaremos a terapia.
—Te hablo por experiencia, nena.
En medio del emotivo momento el sonido de alguien aclarándose la garganta captó nuestra atención. A Amanda le temblaban las manos a medida que caminaba hacia mí.
—Tienes visitas, yo me voy. Iré a ver… —contuvo el sollozo—. Quiero ver a papá.
Negué con la cabeza.
—No, de ninguna manera. Es tarde. En todo caso, espera a mañana.
Ella soltó una maldición mientras las lágrimas explotaban.
— ¡Es que no me entiendes! —chilló—. Tu padre está aquí, el mío no.
—Mañana, lo prometo —le acaricié la mejilla—. Ahora es muy tarde.
Nadelia estiró su pequeña mano hacia ella y le tocó la mejilla. Amanda sonrió triste.
— ¿Y esta niña?
—Bueno, a partir de hoy son mis hermanos.
Le acarició la mejilla y la niña soltó una risilla. Los ojos de Amanda mostraron un brillo singular.
—Oh, es tan tierna —musitó sonriente.
Mamá se acercó con el niño de la mano, lanzándole una mirada a papá que no logré entender.
— ¿Y esta chica quien es, cielo? —preguntó mamá.
Sonreí en dirección a Amanda.
—Ella es Amanda Sandford, mi secretaria. Amanda, ellos son mis padres: Anastasia y Christian.
Amanda les sonrió tímida mientras se inclinaba para acariciar la mejilla del niño, pero en todo lo que podía fijarme era en la expresión de papá. Su cuerpo entero se tensó. Oh, mierda. Sabia de que Amanda le hablaba.
—Ted, tengo que hablar contigo —musitó tan autoritario como siempre.
Puse los ojos en blanco mientras dejaba a la nena en el suelo.
—Amanda, ¿podrías quedarte con los niños un momento mientras hablo con mi padre? —le pregunté.
Sus ojos brillaron con una intensidad especial.
— ¿Bromeas? Claro que no —agitó el cabello del niño—. Son como una gotita de miel.
Tomó al niño en los brazos y Nadelia de la mano y desaparecieron a los pocos segundos, dejándome a solas con el lobo feroz.
— ¿Qué mierda hiciste, Theodore Raymond Grey? —bramó él.
Y aquí vamos.