Capítulo 20.

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Regresar a casa fue una de las cosas más difíciles que tuve que hacer. Empacar mis maletas, despedirme de mi familia y ver alejarse a mis abuelos me hizo sentir más sola. Cuando subí al avión un par de lágrimas se resbalaron por mis mejillas pero no me permití romper a llorar en un lugar tan público.

Después de charlar con mi abuelo cortas palabras, llegamos a un trato: yo iba a llamar todos los viernes por la noche y no me iba a desaparecer como lo había echo. Le prometí a mis abuelos no olvidarlos y me prometí a mi misma no permitirme caer nuevamente en ese pozo de depresión que me decía que no tenía a nadie, cuando en realidad, ahí estaban mis abuelos.

—¿Gusta algo de tomar? —la voz de la azafata llamó mi atención.

—No, gracias —me negué y ella asintió preguntándole a la persona a mi lado lo mismo.

Sobre mis piernas llevaba el mismo libro que estaba leyendo cuando tomé el vuelo de ida a Los Ángeles. El maestro Pablo Tijerina describía a su primera hija como una muñeca de porcelana en su cuna...

—¿Es un libro de poemas? —levanté la vista y giré mi cabeza. Ahí a mi lado estaba un chico con un vaso de Coca-Cola en las manos. Me costó trabajo saber que me estaba hablando a mí.

—Sí —dije cortante. El asintió y sorbió mas refresco del popote.

No era un chico guapo ni mucho menos joven, me atrevía a decir que pasaba los treinta años. Tenía un parecido a alguien conocido pero yo no lograba saber a quien.

—¿Qué tan bueno es? —volvió a preguntar y no quería ser mal educada, pero enserio quería seguir leyendo mi pequeño libro de bolso. Deslice mis lentes de lectura fuera de mis ojos y los doble guardándolos en su estuche.

—Para mí bastante, pero tal vez para ti no así que, ¿por qué no lo lees? —le pregunte y al parecer mi tono no le molestó porque dejó su vaso lleno de refresco encima de la mesa despegable.

Extendió sus manos como si dijera: "dámelo", me quedé callada y sin saber realmente qué hacer.

—Aún quedan casi cuatro horas de vuelo, ¿por qué no me lo prestas? —me quería reír porque era mi libro y era mi tiempo para leerlo, pero aquel era un reto. El libro era bueno para mi pensamiento y sería interesante saber qué piensa una persona –ajena y desconocida para mí– pensara de él.

—Esta bien —asentí en silencio sacando mi apartado para saber dónde me había quedado. —Tienes todo el vuelo para acabarlo.

El ya usaba lentes así que solo se los ajustó al puente de su nariz y empezó a leerlo desde el inicio. El libro se veía bastante pequeño entre sus manos y me di cuenta de las cicatrices que tenía en los nudillos.

Los examine un momento. Llevaba ropa casual, era grande y ancho de hombros, cabello negro y piel blanca; llevaba una playera verde militar y llevaba colgada una placa de aluminio lo que me hizo preguntar en voz alta:

—¿Eres militar? —yo era demasiado curiosa.

El alejó la vista del libro y me miro por sobre sus lentes, siguió mi mirada hasta la placa de aluminio colgada de su cuello y sonrió.

—Es de mi padre, él es veterano de guerra —interesante. Me pregunte cuantos años debe tener su padre para ser veterano de guerra y me pregunté que tan buena relación deben de llevar para portar tal honor como una placa de aluminio de la guerra.

Ya no volví a hablar y saqué de mi bolso los audífonos para conectarlos a mi viejo aparato telefónico, puse una canción cualquiera y recargue mi cabeza en el asiento del avión y cerré los ojos suspirando. Respire tranquila deseando quedarme en cualquier momento dormida y no despertarme hasta que este en casa, lista para regresar a mi realidad.

La Noche Estrellada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora