Capítulo 33 - El ofrecimiento

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Capítulo 33

EL OFRECIMIENTO

La visita del Padre Aurelio al taller de Don José fue anunciada con antelación. Raúl tenía que organizar la boda con celeridad y aprovechó la ocasión para hablar de los preparativos del acto eclesiástico. De la ceremonia civil se encargaría Vanesa, que asesorada por los abogados del bufete encontró la forma de evadir el papeleo incomodo. Lo que no sabían los presentes es que el Padre Aurelio concretamente necesitaba hablar con Vicente.

Muy gentilmente, el sacerdote atendió todas las inquietudes del moreno, que no hacia pausa, hablaba y hablaba. Después de una larga sección consiguió zafarse y abordar a Vicente que lo esperaba con cautela en un rincón. Sus miradas se cruzaron y la inquietante calma del joven cesó. Su conversación se postergó hasta la hora de salida, cuando encontraron la oportunidad de evitar observadores.

-Tu amigo quiere que me traslade a una playa para oficiar la ceremonia frente al mar. Prefiere el sol a la casa de Dios. ¡Válgame Dios!... –El sacerdote se tomaba un vaso con agua fría, en la cafetería cercana al taller. Sacaba un pañuelo y secaba las gotas de la frente. – No soporto el calor de la ciudad y pretenden enviarme con sotana a una playa.

-Raúl es un tipo muy especial. Tiene una visión de lo que quiere y está ilusionado por hacer su sueño realidad. Si la tarea de consagrar una unión ante los ojos de Dios frente al mar es demasiado incomoda, dígamelo de una vez y yo consigo otro cura. – respondió drásticamente el joven.

-Te siento irritable muchachito. Así no se le habla a un servidor de Dios. Mide tus palabras. –En el tono ofuscado el Padre Aurelio sospechó una molestia adicional.

-Disculpe Padre, mis respetos.

-Bien recibidos sean. Dime lo que te preocupa, dejemos las máscaras a un lado. Tú no me harías venir solo para escuchar a Raúl relatándome su idea de la boda perfecta.- El Padre pidió una bebida energética y la abrió de una vez, le dio un gran sorbo y escuchó con atención.

-¿Sabe cuándo regresa Doña Amelia?- El tono de voz de Vicente fue más tranquilo.

-Este fin de semana vuelve a Caracas. ¿Qué sucede?-Preguntó el Padre Aurelio.

-Quiero que ella me cuente que le está pasando. Sé que usted no me dirá nada, entre los dos existe una complicidad, que no le permitirá delatarla.

-Yo te conozco, y he visto esa mirada eufórica tantas veces, seguidas de una insolencia única. Te voy a adelantar un poco de sus planes, y lo hare para rogarte encarecidamente que en esta ocasión cedas a su capricho. Ella quiere adoptarte, a pesar de tu edad, de tu independencia, de tu creencia absurda de estar solo en este mundo, esa mujer te ve como su última oportunidad de tener una familia. No te compliques la existencia. Escúchala, acéptala, bríndale todo el afecto que merece, porque nadie en este mundo te abrirá su corazón como ella lo está haciendo.

-¿Por qué me dice todo esto Padre?...

-Porque debes vivir lo que la vida te ofrece, y disfrutar de esta singular familia que Dios te ha enviado. No sabemos cuánto tiempo estaremos en este mundo, antes de recibir el llamado. Si quieres creer en alguien, cree en mí.- Con esta alocución despojada de sombras el sacerdote daba su bendición a las siguientes acciones de Doña Amelia, solo faltaba la respuesta de Vicente.

-No se preocupe más, si ella me vuelve a ofrecer la adopción, la aceptare. Creeré en usted.

La certeza de una familia real asustó a Vicente, los años mozos culminaban, y no se había planteado ser parte de una después de transformarse en un adulto. El cándido discurso, disfrazado de regaño, abonó un terreno estéril, en apariencia. Ahora la semilla germinaba, el respeto se transformaba en un profundo amor, la raíz de un apellido que no llegó por casualidad, taladraba la mente confundida del antiguo niño de la casa hogar. Aquel al que nunca le brindó una invitación pareja alguna.

Si ese era el sueño de Doña Amelia ¿Quién era el para destruir sus ilusiones? No era tan malo fantasear con la infancia remota, con el cantico de una madre, el abrazo filial, el deseo sincero. Por fin era su momento, solo había que aceptarlo y disfrutar.

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Pasaron los días, y el sábado, tal como lo vaticinó el Padre Aurelio, arribó a la ciudad de Caracas Doña Amelia Angarita viuda de Jiménez. Fue recibida por Vicente, que la escoltó desde el aeropuerto hasta su casa, cargó las valijas y preparó el menú que la dama degustó en la intimidad de su hogar. Lucia más repuesta, su aspecto lozano tranquilizó al azorado joven. El tema central fue la pronta boda de Raúl. Vicente hizo mención al temperamento intermitente de Don José, sus cambios de humor, la amargura latente en sus ojos grises, la soledad en el gesto. Ella conocía la situación con detalle:

-No lo mortifiques con preguntas que no responderá. José esta consternado. Su hija se enamoró de un norteamericano. El me culpa de lo que está sucediendo. Ella lo conoció en la facultad de Derecho. Bryan le pidió matrimonio, ella aceptó. Era inevitable, su hija es bellísima, inteligente, y pronto una abogada egresada de Harvard.

-Ese es el problema entonces.- Apenas si había tocado la comida. Vicente escuchó con atención a su querida Amelia, que no reparaba en confiarle información familiar.

Culminó la cena y arreglaron juntos la cocina, porque Doña Amelia, no tenía una mujer de servicio en su casa viviendo con ella. Clara, se iba temprano, y libraba los fines de semana. Aseaba con dedicación el departamento de tres habitaciones. Era evidente que la familia no creció y esta falta de raíces derivó en mantener el espacio adecuado para dos personas. Aferrada a su intimidad y sus recuerdos la dama se negó a cambiar de domicilio, comprar otra propiedad en Caracas. Cuando ella lo deseaba viajaba y se instalaba en los cómodos condominios que adquirió en otras metrópolis más modernas donde además manejaba otros negocios, de los que no hablaba, más que con sus asesores financieros y legales. Vicente desconocía todo aquello y poco o nada le importaba, evitando hacer preguntas indiscretas concernientes a la economía de su protectora.

Cuando los temas se tornaron personales, Doña Amelia aprovechó la ocasión para nuevamente, dos años después, plantearle a Vicente sus intenciones de ser una figura real y cercana en su vida.

-He pensado en el paso inexorable del tiempo. Cada vez me hago más vieja para alcanzar los objetivos que me trace, y ahora que te veo vigoroso y cada vez más hombre, ¿Me preguntó si aún deseas aquella figura materna que no tuviste en tu infancia? – realizó una excelente introducción, y escarbó en los sentimientos de un crecido Vicente plantado frente a ella en un sillón.

-Ese deseo no muere con los años. El niño aún vive en mí. Busco mi lugar en el mundo y no lo consigo. Creo que no pertenezco a nada. Fue a su lado que encontré un espacio familiar, este pequeño departamento en el que compartimos risas e historias. No me marginó, me aceptó imperfecto como soy y además creyó en mi potencial. Para mi usted es mi madre, tanto como lo fueron las monjitas del convento, Sor Caridad ¿La recuerda?

-Por supuesto. Una gran mujer. Te voy a preguntar nuevamente algo y espero tu respuesta sincera. Las razones son simples. Necesitas tener un sentido de pertenencia, identificar al grupo y unirte a él, así se forman las familias. Deseo darte mi apellido, te brindara algo así como un abrigo legal, y para mí realmente sería maravilloso que lo llevaras con honra. ¿Aceptarías la adopción, aunque ya seas un hombre de veintiún años? – Doña Amelia le brindó una amplia sonrisa y tomó sus manos.

-Usted es persistente. Nunca se rinde ¿Verdad? – él también le sonrió.

-No sé qué significa un no como respuesta.- en un entorno tranquilo y amigable ella estaba segura de un buen resultado, y esta vez acertó.

-Yo no la rechazaré. Si es lo que desea, lo aceptaré y tratare de llevar su apellido con dignidad.

Se abrazaron y hasta una que otra lagrima se escapó.  

ENTRE EL AMOR Y EL ODIO (PRIMERA PARTE)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora