Cersei II

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La reina Cersei Lannister observaba la batalla desde su insigne posición, tras los barrotes de su prisión. Desembarco del Rey estaba ardiendo. Desde la muralla norte hasta Pozodragón las calles habían desaparecido, solo quedaban ruinas, polvo y escombros, todos iluminados por las llamas de la sustancia de los piromantes. No sabía decir cómo iba la batalla, no se lo podía imaginar desde ese lugar, pero en la última hora había visto cómo el fuego se iba acercando, lo que indicaba que estaban retrocediendo, poco a poco. «Y cuando ya no haya calles en las que luchar, vendrán a la Fortaleza Roja, al último lugar donde cimentar una última defensa, y yo seré la primera persona a la que eliminarán, arrojándome de las murallas a la horda de espectros».

Ella se recostó en su catre, en el frío suelo, luchando por no derramar lágrimas, porque ella era una leona del Occidente, una Lannister de Roca Casterly, hija del señor más poderoso que jamás habían visto los Siete Reinos, y madre de dos reyes ¡Reina, por derecho propio! E iba a morir ahí... la idea le hacía risa, una risilla nerviosa y lacónica. Iba a morir, y Jaime estaba en la celda de al lado, tan cerca como para olerlo, pero no lo suficiente como para abrazarlo y morir a gusto entre sus brazos.

El guardia frente a la puerta era un dorniense osco, que caminaba de lado a lado por el pasillo, con gesto preocupado. En sus ojos Cersei vio que estaba indeciso, que quería irse, pero no podía, porque entonces los dragones le harían pedazos por desobedecerlos.

Ella fijó su mirada en una bandeja frente a ella, donde había un poco de comida, pan y uvas desmenuzadas, junto con el vino más rancio que había en las bodegas. Miró hacia la ventana nuevamente, y por los barrotes observó cómo el alba comenzaba a rallar.

Esperó a que el guardia se fuese y cogió la bandeja. Era de plata, fina y moldeable. La presionó contra el suelo e hizo fuerza con su cuerpo, empujando, y doblándola hasta que los dos bordes se unieron en un semicírculo. No estaba nada afilada, pero debería bastar.

Cuando el guardia volvió a pasar, ella lo llamó.

—¿Cómo va la batalla?

—Calla, puta Lannister.

—¡Por favor! —Ella se acercó a los barrotes —Solo necesito saber qué pasa ahí fuera.

—Pasa que hay un puto ejército de muertos. O cierras la boca, o te rompo los dientes.

—¿P-puedes traerme comida? Carne, por favor. Vino, algo.

—¡¡Que te calles!! —Gritó, introduciendo la mano entre los barrotes y apretando su cuello.

Se asustó, pero ese hombre era como todos los demás. Cualquier cosa con polla era fácil de engatusar.

Ella se llevó las manos al vestido, desatándolo y revelando su desnudez. El guardia la miró, mitad asqueado y mitad excitado.

­—Solo quiero disfrutar un poco antes de que llegue el final. Te lo suplico, tendrás recompensa.

El dorniense la empujó hacia atrás, abriendo la puerta tras él.

—Desnúdate —Ordenó —Y a cuatro patas sobre el catre ¡Venga!

Ella obedeció, sumisa.

Escuchó el sonido del cinto y de la espada al caer sobre el suelo. Las manos del dorniense eran ásperas y frías, la tomaron de la cintura y ella sintió cómo su miembro la invadía. Una embestida tras otra, ella se dejó llevar, luego salió y la tiró boca arriba sobre las mantas. Besó sus senos y fue descendiendo lentamente hasta su sexo, devorándolo como un salvaje devoraría su caza. Ella gimió lo mejor que supo, y le agarró con una mano del cabello negro y rizado, introduciendo la otra bajo la almohada y sacando la bandeja. Actuó rápido, la introdujo con fuerza en el hombro del dorniesne, justo al inicio del cuello. Él gimió y gritó de dolor, apartándose, mientras se llevaba las manos al cuello ensangrentado.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora