Adso II

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El viaje en barco no era algo a lo que Adso se hubiese acostumbrado demasiado, le mareaba mucho y vomitaba de cuando en cuando por la borda, pero a pesar de eso la travesía era amena, sosegada. Llegaron a Braavos una semana después de embarcar desde Pentos. El magíster Illyrio había enviado un mensaje hacía un mes a un viejo amigo suyo llamado Lohgar Rodemir, que tenía una gran casa en la ciudad y que según el magíster era un aliado de los Targaryen. Adso desconfió, lo que no le sorprendió, últimamente desconfiaba de todos los que se acercaban a Daenon, así que se llevó a un batallón de sus arcabuceros con ellos. Por si acaso.

Se reunió con Daenon en proa. Frente a ellos el gigantesco titán de Braavos se alzaba, con una espada corta en alto, señalando hacia el cielo despejado lleno de gaviotas y una pierna en cada una de las dos islas a su lado, formando un gigantesco arco de bienvenida a la ciudad. Pasaron bajo la sombra de los pies del gigante y Adso miró hacia arriba justo cuando pasaron. Tal como sospechaba, el titán de Braavos no tenía hombría. Típico.

La gran laguna de Braavos se extendía a ambos lados y al frente, con decenas de barco salpicándolas. A babor la fortaleza del Arsenal se levantaba como la primera línea de defensa de la ciudad. Era un fuerte de piedra, con muros altos y gruesos y con cuatro torres cuadradas que se alzaban a unas veinte varas del suelo. Una tenía una campana bronce, y las otras tres, grandes escorpiones. A medida que el navío se adentraba por el Gran Canal en forma de S, que atravesaba las principales islas de lado a lado, las grandes cúpulas multicolores de los templos de la Isla de Dioses fueron haciéndose cada vez más visibles, brillantes bajo el sol como un espejo.

—Hermosa ciudad —Dijo Adso.

—Deberías ver cómo se te ha iluminado la cara, señor Gran Maestre —Comentó Daenon, con una sonrisa burlona.

—Como para no hacerlo, mi príncipe. Es fascinante encontrar una ciudad tan bien planificada, ordenada y bella como Braavos. Cosmopolita es lo que es, sus fundadores descienden de decenas de pueblos: Ándalos, isleños del verano, ghiscaris, naathis, ibbeneses, sarnoris.

—De pequeño me gustaba mucho —Aclaró el príncipe, con aire nostálgico.

Atracaron en un puerto del canal. Primero desembarcaron los arcabuceros, luego Adso y Daenon, y luego dos soldados más, los de que deberían portar el estandarte y el tambor, que cargaban un pesado cofre.

Se les acercó un hombre bajo y velludo, vestido con topas de sedas verdes y plateadas. Tras él había una litera de dosel dorado, con cuatro porteadores, que no eran esclavos pues en la ciudad estaban prohibidos, y cuatro hombres a caballo con lanzas largas enastadas con cintas de colores que revoloteaban alrededor de la asta como si fuesen serpientes que flotaban.

— Lohgar Rodemir, al servicio de vuestra alteza —Dijo —He esperado vuestra llegada durante días, príncipe Daenon Domador del fuego.

—Os damos las gracias por acogernos, señor. Este es Adso, mi mentor y consejero de confianza.

El maestre hizo una sencilla reverencia. Montaron en la litera de Rodemir y comenzaron a volar por la ciudad. Las calles estaban alborotadas, llenas de puestos donde se vendían fruta, verduras, especias, animales para cocinar, vinos, cervezas, telas, joyas... todo Braavos parecía haber salido a la calle ese día. Daenon miraba con rostro ausente por la ventana de la litera, apartando la cortina blanca.

—¿Qué miráis, alteza? —Preguntó el hombre ibbenes.

—Una casa con la puerta roja y un limonero en el jardín. —Dijo Daenon, con tono monótono.

—No hay árboles en las casas de Braavos, mi príncipe, no arraigan entre los pavimentos de nuestra ciudad.

—Pues hay uno que sí —Dijo el príncipe, cortante.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora