Adso IV

167 15 4
                                    

Pasó bajo el umbral de la puerta, seguido de un tenue halo de luz que se asomaba tímidamente desde una antorcha del pasillo, a su espalda. Bajó los escalones, mientras observaba la sala a su alrededor. Eran tan desastrosa como la habitación que ese loco había tenido en Qarth. Las paredes estaban repletas de planos y mapas clavados; las mesas eran prácticamente un océano de papel viejo, arrugado y áspero, montañas y montañas. Procoro estaba allí, dibujando tranquilamente sobre un trozo ajado de papel con un carboncillo casi consumido, tanto como la vela que brillaba parpadeante a su lado.

El maestre se acercó. El qohoriense alzó la mirada de ojos tribulados e inquietos, brillantes como los de un niño y los de un genio.

—¿No podías dormir?

—No —Contestó Adso, acercándose —G-gracias, Procoro.

—No me las des —El anciano dejó su quehacer y suspiró al tiempo que se revolvía la melena cenicienta con los dedos —Siento mucho lo que te ha pasado, muchacho. Debe de haber sido terrible, pero ¿Por qué viniste a Rocadragón? ¿Por qué no volviste con Daenon?

«Porque si me vuelve a ver, me matará».

­—No lo sé —Musitó. Recordaba sus pasos, cada paso desde Pantano de la Bruja hasta Valle Oscuro y, de ahí, a Rocadragón. Pensó en su madre, en lady Elarissa ¿Cómo estaría ahora? ¿Se habría enterado de la noticia? ¿Lo sabrían en Harrenhall? Puede que Adso debiese decírselo, puede que debiese ir con ella. Pero aún no. Había tenido suerte de poder entrar en Rocadragón, allí no sabían nada de su traición, probablemente porque Daenon no imaginaría que él volvería a ir. Sobraba enviar un cuervo portando esas palabras. —Dime ¿Tienes lo que te pedí?

—Eso no es una gesta, niño. Es una misión suicida.

­—No tengo nada que perder. —Le espetó —Ya lo he perdido todo.

El anciano se levantó aquejado, con las rodillas tiritando. Alzó la mano y la posó gentilmente sobre la mejilla de Adso.

—No sé qué haría yo si mi niñita muriese, si le pasase algo malo. Probablemente lo mismo que tú, si los dioses me diesen fuerza para poder hacerlo. —Procoro se acercó a una mesa y cogió un arcabuz con las dos manos, entregándoselo al maestre —Deberías practicar antes de irte y... ya sabes, hablar con ser Ryon, para pedirle permiso.

Adso suspiró y asintió. Se había olvidado de ser Ryon Allyrion, el recientemente nombrado castellano de Rocadragón por la reina. Él lo había recibido al llegar al pequeño pueblo en las faldas de Montedragón.

—Iré a verle después. Dime ¿Y Zenobia? Querría despedirme de ella.

—Pues lamento decir que no puedes. Está ocupada en las forjas.

—¿Qué estáis forjando?

Procoro se detuvo en su sitio y lanzó hacia Adso una mirada de escrutinio que le removió los intestinos.

—¿Cómo no puedes saberlo? Daenon siempre ha confiado más en ti que en cualquiera.

—B-bueno yo... pues probablemente no ha considerado oportuno contármelo, sea lo que sea.

El anciano apretó la mandíbula. Luego, su rostro se relajó.

—Puede que sí. Al fin de al cabo es un gran secreto. Solo lo sabe la reina Daenerys. Sí. Será por eso.

­El maestre cogió el arcabuz.

—Gracias, Procoro. Por si no te vuelvo a ver... cuida de Daenon por mí.

—Lo haré, niño. —Contestó —Pero permite que este anciano te de un consejo: La venganza es el camino fácil, pero nunca el mejor. Cuando alguien te hiere y te vengas de él simplemente perpetúas la cadena de odio. Nunca termina.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora