Jon I

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Jon Nieve nunca había visto tantas huestes en un mismo sitio, ni siquiera cuando el Rey Robert llegó a Invernalia, tampoco cuando libró la batalla de los Bastardos. Alrededor de la muralla, los jinetes dothrakis de la reina cabalgaban en círculos y gritando, exhibiendo sus grandes aptitudes. «Recuerdo los cuentos de la Vieja Tata sobre ellos, señores de los caballos, sangrientos, enormes y crueles». Por el momento, y por primera vez, todo aquello era verdad. Pero necesitarían mucho más para derrotar a los Caminantes Blancos.

Sansa, a su lado, se cruzó de brazos con gesto serio. Jon recordaba como ella era antes una niñita que gustaba de molestarlo y escuchar historias de príncipes y grandes caballeros que rescataban a las damas de inenarrables peligros, solo para llevarlas a lomos de su cabalgadura y profesarles amor eterno. Esos eran cuentos que nunca pasaban, pero era los que le gustaban a Sansa, en ese momento, el cuento que creía que iba a ser su vida, era una pesadilla. Pero a Jon no le parecía que le molestase, ni Joffrey, ni Meñique, ni Ramsay Bolton la habían destruido. Los golpes, las serpentinas conjuras y los abusos la habían engrandecido, empoderado, como una coraza ligera que llevaba con la gracilidad de los que tienen una gran mente. Y Jon la había hecho enfadar. «No sabes nada, Jon Nieve —le decía Ygritte —Sigo sin saber nada, pero comienzo a empezar a sentir algo de verdad». Miró sobre las almenaras, viendo como Daenerys recorría el perímetro escoltada por su guardia y sus muy fieles jinetes de sangre. «He traicionado al Norte por ella —pensó, un pensamiento tan fugaz como lúgubre— y lo peor es que volvería a hacerlo».

—Estás enamorado de ella —Sansa miró a la reina, con una incógnita mueca —No te culpo, es una mujer arrebatadoramente hermosa. —Los dos observaron como Daenerys entabló conversación con un joven muchacho. Ella lucía su encantadora sonrisa y el chico luego salió corriendo, pletórico, sin embargo, otros norteños, que estaban excavando zanjas frente a las murallas, la miraron con desconfianza —Pero su encanto no le abrirá las puertas del Norte.

—Ella no quiere hacer nada malo al Norte.

—Su padre tampoco, seguramente. Pero las voces de su cabeza, sí. Cada vez que nace un Targaryen los dioses lanzan una moneda.

—Sansa...

—Y esta vez han lanzado dos. Una para tu reina, y otra por el príncipe Daenon. Puede que ella no sea su padre, pero cuando veo a ese hombre a los ojos, veo las llamas que prendieron las vidas del abuelo Rickard y del tío Brandon.

Jon también las vio, el día que Daenon partió a enfrentarse en mar a Ojo de Cuervo, pero también veía otras cosas en él, veía amor por su familia. «Incluso el más manso de los dragones es fuego echo carne», y eso mismo le dijo a su hermana.

Sansa suspiró.

—Soy señora del Norte. Ya es más de lo que seríamos si Cersei Lannister nos conquistara. Daenon tenía razón al decir que el Norte no podría sobrevivir sin los otros reinos. Las cosechas han sido malas y los soldados comen tanto como trabajan. Sin provisiones del Dominio y otros reinos, morirían muchos de inanición.

—¿No supo Torrhen Stark anticipar el bien de su pueblo al suyo propio?

—Y se le recordó como el Rey que se arrodilló.

Jon asintió, pero tomó la mano de su hermana.

—Y gracias a él, el Norte vivió una época de paz.

Sansa le miró durante unos segundos, y luego soltó un largo suspiro.

—Vale —Zanjó —Por el momento prefiero a tu reina que a Cersei.

—Las dos os parecéis mucho —Apuntó Jon, con una sonrisa, al haber conseguido su objetivo —Ambas sois mujeres muy fuertes.

La confesión hizo que Sansa mostrase un rostro sosegado, casi complacido. Se despidió de Jon, argumentando que debía de revisar de inmediato el armamento y las armaduras de sus soldados.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora