Adso I

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Una fuerte tormenta azotaba las naves de los Targaryen en el puerto de Rocadragón. Desde lo alto de una de las torres el maestre observaba como las olas impactaban contra las naves y las zarandeaban con fuerza al mismo tiempo que los truenos y rayos iluminaban el cielo. Desde lo alto de Montedragón, los hijos de la reina exhalaban llamas que se podían ver desde ese punto de la fortaleza.

Subiendo la escarpada ladera Adso vislumbró el estandarte de los Tully, que iban subiendo. Bajó corriendo y al llegar a las puertas custodiadas por inmaculados vio a su madre, con la capa y el largo cabello oscuro mojado. Ella sonrió al verlo y él corrió a sus brazos.

—Bienvenida, madre —Dijo —¿Te has mareado mucho?

—Dioses, mi niño guapo. Que guapo estás ¡Qué importa si me he mareado! Abrázame... estaba deseando verte, hijo.

Adso se refugió en su abrazo, como cuando era un niño. Sonrió y suspiró al oler el característico olor de pantano en sus ropas, era el olor a casa. «El olor a mi familia, el olor a mi mujer y a mi hijo».

Se separaron.

—Acompáñame, te llevaré a tus aposentos. Sois los últimos en llegar ¿Sabes?

—Eso he oído en la aldea de allí abajo. Al parecer los Tyrell fueron los primeros y luego llegaste tú con los Martell.

—Sí. Ser Loras capturó el castillo por mandato de Cersei Lannister, pero cuando su hermana y padre murieron su hermano le ordenó guarecerlo. También han llegado los Velaryon, con las pocas naves que tenían, y ayer llegaron los Celtigar. He visto a Elena. El matrimonio le sienta bien.

—¿Elena? Oh... no sé si me perdonará haberla vendido como ganado a su esposo. Aún me culpo por ello.

Adso sonrió y le acarició con cariño el brazo.

—Podemos recuperarla. Si hablo con el príncipe sé que podemos.

Su madre le dirigió una mirada con un cierto aire de disgusto.

—Según tu carta nosotros le hemos pagado su ejército de mercenarios dorados. La mitad de la mitad de la fortuna que pudimos rescatar de Torre Resplandeciente tirada al viento. Oh no, no mi amor. No pienses que te culpo por ello... antes puede que te culpara un poco, pero has vuelto a nosotros y eso es lo único que me importa.

—Gracias, madre —Abrió la puerta —Este es tu cuarto. Te dejo descansar, mañana tendrá lugar el consejo de guerra en la sala de la mesa pintada. Las doncellas te traerán el desayuno.

—Gracias, mi amor. Toma, una carta de Isobelle. Me pidió que te la diese.

Adso sonrió y asintió, no sin antes salir con una sonrisa y felicitar a su madre por su nuevo matrimonio con el Pez Negro. «En menos de dos años he tenido tres padres distintos —pensó, sin impedir que una sonrisa le marcase el rostro —a uno no lo quería, al otro no lo conocía ¿Qué pasará el nuevo? Me cortará la polla si lo miro mal, seguro».

Se dirigió hacia la Torre del Tambor de Piedra luego de comprobar que la pequeña Jaehaera dormía plácidamente, custodiada por Zenobia. Ella le había contado todo a Adso. La muerte de Melanthe le sacó las lágrimas y le humedeció las mejillas, ella era una niña, una niña muy inteligente y buena, pero una niña al fin de al cabo. «De haber estado yo la habría salvado —quería pensar — de haber atendido el parto las dos vivirían — eso le había dicho a Daenon, le había pedido disculpas y sabía que él estaba enfadado, pero no era así —Daenon sabe que no es mi culpa. Creo que más que culparme a mí se culpa a sí mismo, como si el poder para salvar a Melanthe hubiese brillado en su mano y lo hubiese dejado escapar». Desde entonces Daenon pocas veces hablaba. Se mantenía callado, encerrado en la sala de la Mesa Pintada durante horas, y cuando salía veía fugazmente a su hija, y salía a volar sobre Viserion. «Él tenía razón —pensó— dijo que volaría a lomos de ese dragón ¿Pero cuánto ha perdido a cambio? ¿Cuánto perderá? Le he pagado un ejército, pero ni el oro, ni las lanzas, ni el marfil de los colmillos de sus elefantes le devolverán a la vida».

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora