Adso II

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Para Adso aquello era un sueño, un sueño que había tenido muchas veces desde que dejó Poniente. Tenía a su mujer y a su hijo junto a él, en sus brazos. Estaban juntos. Eran una familia. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras apretaba a Isobelle contra su cuerpo, respirando y absorbiendo la fragancia que desprendía su cabello, un olor digno de los Siete en comparación con el resto de Pantano de la Bruja, que olía a mierda y agua estancada.

—Hola, Adso —Le dijo a su hijo. —Vaya, sí que has crecido ¿Eh?

El muchacho aún estaba un poco asustado, era la primera vez que veía a su padre, pero el maestre estaba tan feliz que no le tomó importancia. Tras tres años al otro lado del mar, por fin estaba en casa.

Dieron el niño a una sirvienta e Isobelle lo acompañó hasta su aposento. Le habría gustado comprobar que todo estaba donde lo dejó antes de irse, pero obviamente no era así. No había tantos libros ni pergaminos, todo estaba más recogido y las sábanas eran distintas. «Han debido alojar a unos cuantos invitados en mi ausencia —pensó— al menos eso ya se ha acabado.»

Isobelle le quitó el cinturón de la túnica de maestre e introdujo las manos en el interior, estaban frías y rugosas, de tanto lavar y trabajar, pero sus labios sabían mejor que la última vez que Adso lo había catado. Ese solo fue el principio de dos semanas de infinita paz.

Su madre no estaba, por lo que el castillo estaba a cargo suyo, y del maestre Desmond. Pero Adso disfrutó de todo aquello, de un trabajo sencillo, de atender a los vasallos y de jugar con su pequeño. También se encargó de terminar el recuento de víveres guardados en las bodegas para el invierno, que ya comenzaba a segar campos y arruinar cosechas. Sí, echaba de menos todo aquello. El pequeño Adso dijo sus primeras palabras cuando él estuvo presente, no se las había perdido, y no se perdería nada más en lo referente a su hijo, porque había vuelto a casa, a lo único que le importaba.

Entonces llegó un jinete, enarbolando el estandarte de los Targaryen y usando sus colores.

Desmontó en el patio, y corrió hacia Adso, sacando del zurrón que llevaba colgado del hombro una carta.

—De mi señor, el príncipe Daenon.

—Gracias. Id a las cocinas, os ofrecerán comida y agua.

Desmond, que se había mantenido a un lado, callado y vigilante, se acercó.

—¿Qué desea el príncipe Daenon?

—Quiere que me reúna con él. Va a avanzar en contra de Euron Greyjoy y desea que yo tome un barco a Rocadragón para atender el parto de la princesa Arianne, que sin duda ocurrirá en pocos meses.

—¿Y qué vais a hacer?

La respuesta no era qué debía hacer, sino qué quería hacer. Quería quedarse con su mujer y su hijo, sentir su amor junto a él, pero sabía que ese amor no duraría nada si Cersei Lannister se hacía con la victoria. Debía ir con Daenon, ayudarlo en todo lo posible y hacer que ganase. «Puede que no ame a la dorniense como a Melanthe, pero no resistiría ver a otra persona morir.»

—Prepárame un caballo.

Fue a su aposento e hizo el amor a Isobelle una última vez, para luego prepararse para ir al encuentro del príncipe.

—Te amo —Le dijo ella, en los escalones de Pantano de la Bruja. Tenía al pequeño Adso en sus brazos y el niño lloraba. El antiguo maestre besó las sienes de su hijo y luego los labios de su esposa. Volvería con ellos en poco tiempo, para siempre.

—Intentaré llevaros conmigo a Rocadragón. Se lo pediré al príncipe. Ya veréis. Recordad que os amo.

Fue hacia el caballo y emprendió la marcha.

Canción de hielo y fuego: Hijos de ValyriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora